En la primera lectura recordamos hoy cuánto significaba para el pueblo de Israel la construcción del Templo. En un momento de destierro y persecución, de debilidad social, de falta de signos de identidad que nos “hagan respetables”… todos los colectivos buscan algo o alguien que cumpla esa función. En este caso, el rey Darío facilitó totalmente la construcción del Templo, “cumpliendo las instrucciones de los profetas Ageo y Zacarías”pero es evidente que, hasta lo más sagrado o lo más indiferente pueden convertirse en piedra de tropiezo cuando nos aferramos a ello, cuando no distinguimos el fin del medio, cuando no reconocemos que somos historia, nunca acabados y por tanto, Dios habla en la historia, en el camino, en el proceso. Dios no cambia, no se muda… pero nosotros sí y Él nos habla a nosotros.
¡Claro que es más fácil convencerse de que la fidelidad a Dios y a nuestra propia vida consiste en respetar o seguir normas fijas e inmutables! Pero no parece que funcione así. “¡Vamos alegres a la casa del Señor!”, canta el salmo. Y, hoy, ¿dónde está la casa del Señor?
En el Evangelio, se ve claro: el gentío, la madre y los hermanos de Jesús van a ver Jesús. Él es el Señor. Él es “la casa sagrada” a la que peregrinar toda nuestra vida. Él es el Templo, su Cuerpo. Y, ¿dónde está?, ¿dónde podemos verle?, ¿cómo no quedarnos “fuera” de Él?
La respuesta de Jesús es tan simple que asusta: ¿queréis estar cerca?, ¿queréis encontrarme? Escuchad la Palabra de Dios y ponerla por obra. Nada más. O dicho de otro modo: escuchad la Palabra con tanto amor, que se convierta en vida. Y relativizar todo lo demás.
Vuestra hermana en la fe, Rosa Ruiz, misionera claretiana
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