Queridos hermanos:
Se apaga el eco de las parábolas, para sorprendernos con la vista de los milagros. Los milagros son las señales claras de que, con Jesús, ha llegado lo que el pueblo estaba esperando, ha llegado el Reino de Dios, la plenitud de los tiempos. Es un relato vivo. Un huracán violento se desata, en el mar de Galilea, rompen las olas contra babor y estribor de la barca, está a punto de inundarse todo. La gente está llena de miedo. Y, en este escenario, Jesús de Nazaret “estaba a popa, dormido sobre un almohadón”. Marcos, el evangelista, cuando esto escribe, tiene experiencia de una Iglesia perseguida. No sé si hay otro milagro de Jesús en el que solo los discípulos sean los testigos.
El mar, en la Biblia, es el símbolo del peligro, del mal. En el revuelo de la tempestad, los apóstoles, cargados de angustia, riñen al Maestro, mientras Jesús “dormía”. Jesús increpa al mar y calma a los discípulos. Es el poder sobre la misma naturaleza, expresión máxima, porque solo el Dios Creador es el que tiene dominio sobre todo lo que ha creado. No es extraño que cause tal admiración: “Hasta el viento y las aguas le obedecen”. Es la manifestación cumbre de la autoridad de Jesús. Y la tenía entre el pueblo por su coherencia de vida, porque predicaba y sanaba.
La tempestad es imagen de la crisis, de la dificultad, de la adversidad. Y ante las contrariedades y apuros, solo la fe es la respuesta: “¿Aún no tenéis fe?”, les recrimina el Maestro. Nuestra experiencia nos obliga a confesar que no acabamos de fiarnos de Dios. ¿Dónde está Dios, ante tanto dolor? , “Se diría que estamos dejados de las manos de Dios”, “Parece que el mal siempre vence”. Pues, no. No basta con admirarnos ante los milagros, también hemos de echar mano de la fe, cuando llega el huracán. Aunque parezca que duerme, Dios se preocupa de nosotros. Sé que esta consideración, tan elemental para un creyente, no siempre es fácil hacerla carne. La fe es un don, un regalo de Dios. Por eso, hay que pedirla. No basta nuestro esfuerzo. Fijémonos en esas personas en las que, en medio del sufrimiento, aparece el sosiego de estar en manos de Dios.
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