La Virgen María es el espejo de las bienaventuranzas y del perfecto seguimiento de Jesús. La fidelidad plena a la palabra de Dios, en cada momento de su vida, es la causa de su bienaventuranza. No es bienaventurada simplemente por ser la madre del Mesías sino porque ha escuchado la palabra de Dios y la ha puesta en práctica (Lc 11, 28). Su vida entera es una floración de las bienaventuranzas.
El Magnificat, es el autorretrato psicológico de las bienaventuranzas. Es el cántico del alma henchida de agradecimiento que, en la austeridad de una vida sencilla, pone su dicha en sentirse la predilecta de Yavé. El Magnificat celebra la pobreza de María, la predilección de Dios por los hambrientos, los humildes, los pobres; la fidelidad a Dios. Cantar el Magnificat de nuestra Señora nos abre caminos de esperanza, pero sólo si, con un corazón pobre como el suyo, estamos abiertos a la acción del todopoderoso y a las necesidad de los hombres. La Virgen, en este canto anticipa la predicación de las bienaventuranzas. Al igual que Jesús, es la única vez que se propone a sí misma como modelo, al referirse a la pobreza.
Las bienaventuranzas son una especie de autobiografía psicológica de María. Entre los santos, testigos de Cristo que estuvieron con él, la santísima Virgen es la que, por su sencillez de su corazón, nos arrastra como nadie a vivir el Espíritu de las bienaventuranzas, al ser ella la primera bienaventurada.
LA PRIMERA BIENAVENTURANZA
Su vida, como la nuestra, fue eminentemente humana, y también ella estuvo sometida a la misma clase de situaciones sociales opresoras, desesperanzadoras y, con frecuencia, difíciles en que todo ser humano se encuentra situado de vez en cuando.
La futura Reina de los Cielos, trabajaba como una mujer más en el medio rural en que vivía; sin que nada de lo que ella realizaba pudiera predecir la grandeza de su destino. Solícita en sus labores, modesta en sus dichos, firme en poner a Dios, y no a los hombres, por guía de sus acciones. La Virgen fue consciente de su pequeñez e insignificancia. Vivió la pobreza del espíritu; vivió la aceptación de esta humilde condición, según el espíritu de los pobres de Yavé, de los que María es la más sublime expresión.
LA SEGUNDA BIENAVENTURANZA
María resplandeció en mansedumbre y dulzura. Esta mansedumbre-dulzura no era pasividad sino creadora. Ella es el arquetipo ideal de la mansedumbre, acogedora de la gracia divina; en ella, el abandono se vuelve creador tan profundamente que el Hijo de Dios nace de su carne, en su carne.
LA TERCERA BIENAVENTURANZA
Las lágrimas y el sufrimiento están en el mismo centro del misterio de María, como había profetizado Simeón (Lc 2, 35). Era natural que llorara ante la pérdida del niño en el templo; natural, también, llorar al pie de la cruz. María participa en todo el drama de la pasión de su Hijo, no sóla como persona histórica, sino representando misteriosamente a la Iglesia, y a través de ella, a toda la humanidad creyente en la historia de la salvación.
LA CUARTA BIENAVENTURANZA
Como los pobres soportan la carencia de muchas cosas, María también experimentó en su vida sensaciones ingratas y dolorosas. Sintió profundamente el hambre y sed de justicia, de la santidad, de oir la palabra de Dios, guardándola en su corazón (Lc 2, 19. 51). Ante la voluntad de Dios que le propone el ángel, pronuncia su «hágase», que es la manera bíblica de expresar su sumisión total. Deseo, ansia de que se cumpla la voluntad de Dios; no una aceptación resignada sino un gozo impaciente de que se haga lo que el Señor desea.
LA QUINTA BIENAVENTURANZA
El corazón maternal de María está lleno de misericordia. Ella fue la discípula más fiel de su Hijo. Amor y ternura en Belén; compasión dolorosa en la calle de la Amargura y al pie de la cruz.
LA SEXTA BIENAVENTURANZA
María es la limpia de corazón. La llamamos la Virgen. Ese es su nombre: simplicidad. sin doblez, autenticidad, limpieza, transparencia. En su corazón anidaron los más puros y nobles sentimientos. Ya su primera palabra nos introduce en el misterio de su virginidad.
LA SÉPTIMA BIENAVENTURANZA
¡Shalom! paz, era el saludo con el que María comunicaba la paz (Lc 1, 40). Su porte sereno, su equilibrio afectivo, su alma virgen, su confianza plena en Dios, su abandono total, le daba esa elegancia serena y espiritual, que es la expresión de toda paz; todas sus palabras son indicios de esta bienaventuranza.
Al soñar con un mundo mejor, ponemos nuestra confianza en ella, la bienaventurada Virgen, Reina de la Paz.
LA OCTAVA BIENAVENTURANZA
Antes de que Jesús muriese en la cruz, antes de que la cruz se hiciese cristiana, María ya participaba de ella a lo largo de toda su vida. Desde las dudas de José hasta el pie de la cruz, en silencio y amor, la madre se identificaba con su Hijo.
La vida de la Virgen es siempre una invitación a la santidad, que está en la vida ordinaria, en las cosas pequeñas (Rom 10, 8). Nos enseña el camino de nuestra peregrinación en un continuo crecimiento. María es, ante todo, aquella mujer que ha descubierto a Dios y le ha aceptado; ha recibido su don y en ese don ha fundado su existencia: contemplativa, activa, entregada. Es modelo armonioso de bienaventurada única e irrepetible en la obra de salvación.
Siempre la figura de la Virgen se mantiene en el centro de la experiencia vital de los creyentes. Es la mujer que vive en la cercanía del misterio. Ella nos lo hace presente. ella es madre y hermana nuestra, modelo actual, perenne, de todos los creyentes.
Fuente: Orden de Predicadores del Perú, Provincia San Juan Bautista
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