CAPÍTULO II
Cómo la verdad habla interiormente al alma sin ruido de palabras
Habla, Señor, porque tu siervo oye. Yo, soy tu siervo, dame entendimiento para que sepa tus verdades. Inclina mi corazón a las palabras de tu boca; descienda tu habla así como rocío. Decían en otro tiempo los hijos de Israel a Moisés: Háblanos tú, y oirémoste; no nos hable el Señor, porque quizá moriremos. No así, Señor, no te ruego así; mas con el profeta Samuel, con humildad y deseo te suplico: Habla, Señor, porque tu siervo oye. No me hable Moisés, ni alguno de los profetas; mas háblame tú, Señor Dios, inspirador e iluminador de todos los profetas; pues tú solo sin ellos me puedes enseñar perfectamente, pero ellos sin ti ninguna cosa aprovecharán.
Es verdad que pueden pronunciar palabras, mas no comunican espíritu. Muy bien hablan, mas callando tú no encienden el corazón. Dicen la letra, mas tú abres el sentido; predican misterios, mas tú aclaras la inteligencia de lo oculto; pronuncian mandamientos, pero tú ayudas a cumplirlos; muestran el camino, pero tú das esfuerzo para andarlo; ellos obran por afuera solamente, pero tú instruyes e iluminas los corazones; ellos riegan la superficie, mas tú das la fertilidad; ellos claman con palabras, mas tú das la inteligencia al oído.
Pues no me hable Moisés, sino tú, Señor Dios mío, eterna Verdad, para que por ventura no muera, y quede sin fruto si solamente fuere enseñado por afuera y no encendido por adentro. No me sea para condenación la palabra oída y no obrada, conocida y no amada, creída y no guardada. Habla pues tú, Señor, porque tu siervo oye, pues tienes palabras de vida eterna. Háblame, para consolación de mi alma, para la enmienda de toda mi vida, y para eterna honra y gloria tuya.
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