Jueves santo, día de la Eucaristía. No viene mal dado, porque si desapareciera la Eucaristía desparecería el universo. La Iglesia vive de Eucaristía, clamaba San Karol Wojtyla. Y, al parecer, el mundo, en su totalidad manifiesta, también.
Y entonces voy yo y titulo: comulgar en la boca y de rodillas. Que no es muy original sino lo que siempre se hizo, lo que era considerado normal… lo que se atiene a la norma.
¿Cuántos curas, y cuántos fieles, creen que en el pan consagrado está el mismísimo Dios?
Ahora bien, ¿es tan importante esa mera urbanidad eucarística? ¿Acaso el misterio de la transustanciación no es enorme, inabarcable, muy superior a la mera genuflexión al recibir a Cristo?
Seguro que sí, pero no hablo de Dios, sino del hombre. Hablo de ese ser anfibio, mezcla de cuerpo y alma, en el que todo lo que hace o experimenta una de dos partes repercute de forma directa, y en ocasiones aviesa, en la otra.
Por cierto, ¿y si nos cargamos las conferencias episcopales?
Y es que el protocolo es vital para la persona, la condiciona toda entera. Es decir, la revolución que necesita una Iglesia en crisis pasa por volver a creer que, en las especies consagradas, está Dios mismo, Creador, Padre y Redentor, o como especificaba el Concilio de Trento, “real verdadera y sustancialmente presente”.
Y así, el salto en la vida espiritual, la conversión del alma que puede aspirar a definitiva, se produce cuando se reconoce a Cristo en la Eucaristía.
Ahora mismo, ¿está en peligro la institución del Eucaristía? Sí, lo está
Ahora pregúntense: ¿cuántos curas creen en la presencia real de Cristo en el pan y el vino consagrados? ¿Y cuántos fieles? Y su colofón: ¿cuántos sacrilegios se están perpetrando en este mismo instante?
Tras el Concilio Vaticano II (un concilio del que se pueden aprender muchas cosas buenas) se quitaron los reclinatorios de las iglesias y se empezó a comulgar de pie y en la mano.
Recordemos cómo ocurrió: Pablo VI consultó a los obispos de forma individual y casi todos ellos dijeron que se siguiera comulgando en la boca y de rodillas. Pero un poderoso miembro de la Curia (siempre hay un poderoso miembro de la puñetera Curia) de los que rodeaban al Papa (una historia que parece repetirse hoy con las interpretaciones de Amoris Laetitia, del Papa Francisco) metió la manita y permitió -¡Viva la confusión!- que cada Conferencia Episcopal decidiera si se permitía que también se comulgara en la mano. Algo difícil de hacer en postura genuflexa porque se te encorva el cuerpo. Muy molesto.
El renacimiento de la humanidad llegará cuando el hombre vuelva a vivir de, y en, la Eucaristía
Y claro, no es lo mismo lo que dice y opina al hombre individual que lo que concluye cuando lo hace en medio de la masa y de forma burocrática… que eso es exactamente lo que ocurre en las conferencias episcopales.
Por cierto, ¿y si, ya de paso, nos cargamos las conferencias episcopales? Piénsenlo: es una gran idea.
La comunión en la mano (el Creador de mano en manos de la criatura) se vendió, como toda medida despótica, como una muestra de libertad. Al final, casi todo el mundo comulga de pie y casi todos en la mano, incluidos los sacrílegos que se meten la forma en el bolsillo de la chaqueta.
Pablo VI se arrepintió enseguida de lo que ‘le habían hecho’. Benedicto XVI, el papa de la liturgia, al comprobar la degeneración que tomaba lo que llamaríamos el ‘curso de los acontecimientos’, intentó dar marcha atrás, pero sabía, ¡ay dolor!, que no le iban a obedecer porque esa es otra: muchos obispos piden obediencia pero ellos no obedecen al Papa.
El fin de ciclo actual tan sólo supone la víspera de una era formidable, realmente gloriosa
Ahora mismo, ¿está en peligro la institución del Eucaristía? Sí, lo está. Faltan sacerdotes y faltan fieles que crean en la transustanciación… y Dios podría cansarse de que su anonadamiento sólo sirva para ser escupido por los hombres. Su paciencia es infinita, su justicia también y tiene por frontera el pecado.
En cualquier caso, ya conocen mi lema: de derrota en derrota hasta la victoria final. Se lo presto. Estamos ante un final de ciclo pero que constituye el tránsito hacia un renacimiento –renacimiento eucarístico- que promete ser glorioso. Lo malo está en el intercambiador.