Los laicos se lo deben agradecer.
En la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, sobre la evangelización, el papa Francisco dedica nada menos que 12 páginas a la homilía y a la predicación, porque para Francisco es parte integral del anuncio, un punto fundamental en la relación entre el clero y los fieles.
Sin embargo da para pensar, que si Francisco tiene que usar nada menos que 12 páginas para indicar, fundamentalmente al clero, como debe ser la homilía y la preparación de la predicación, es que las homilías que se pronuncian distan de lo que Francisco quiere. Y este es un punto que debería trasladar ya a los seminarios.
Y probablemente tenga razón en el énfasis que pone en las homilías, porque muchos de nosotros algunas veces nos hemos sentido rehenes de predicadores descuidados y homilías poco o nada preparadas, bajo la excusa que lo fundamental de la misa es la eucaristía o que el espíritu santo le dirá – al cura – que decir cuando esté en el púlpito.
Veamos lo sustancial que dice Francisco.
“Quien quiera predicar, primero debe estar dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a hacerla carne en su existencia concreta”.
Giran alrededor de esta afirmación las 18 páginas de la exhortación apostólica “Evangelii gaudium” dedicadas a la homilía y a su preparación. Un espacio considerable, que demuestra la preocupación del Papa por el “ministerio” de la predicación, parte integral del anuncio cristiano y de la celebración eucarística.
“Me detendré particularmente, y hasta con cierta meticulosidad, en la homilía y su preparación, porque son muchos los reclamos que se dirigen en relación con este gran ministerio y no podemos hacer oídos sordos. La homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo”.
No se puede olvidar que justamente las homilías, y las homilías cotidianas de la misa en Santa Marta, representan una de las novedades más significativas del Pontificado: prédicas breves, eficaces, simples, llenas de imágenes para que incluso la gente simple las comprenda. Aunque no sean escritas, las homilías del magisterio cotidiano de Francisco son el fruto de una larga meditación matutina sobre las Lecturas, que lleva a cabo durante las primeras horas de la madrugada.
Francisco recuerda que la prédica durante la misa
“no es tanto un momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo”, que “la homilía no puede ser un espectáculo entretenido, no responde a la lógica de los recursos mediáticos, pero debe darle el fervor y el sentido a la celebración” y que, por lo tanto, “debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase”, para no dañar “la armonía” entre las diferentes partes de la misa.
El Papa invita al predicador a hablar
“como una madre que le habla a su hijo”, “mediante la cercanía cordial del predicador”, “la calidez de su tono de voz, la mansedumbre del estilo de sus frases, la alegría de sus gestos”.
Explica que
“la predicación puramente moralista o adoctrinadora, y también la que se convierte en una clase de exégesis, reducen esta comunicación entre corazones que se da en la homilía”.
En la homilía, en efecto,
“la verdad va de la mano de la belleza y del bien. No se trata de verdades abstractas o de fríos silogismos, porque se comunica también la belleza de las imágenes que el Señor utilizaba para estimular a la práctica del bien”.
Quienes predican deben transmitir
“la síntesis del mensaje evangélico”, y no “no ideas o valores sueltos. Donde está tu síntesis, allí está tu corazón. La diferencia entre iluminar el lugar de síntesis e iluminar ideas sueltas es la misma que hay entre el aburrimiento y el ardor del corazón. El predicador tiene la hermosísima y difícil misión de aunar los corazones que se aman, el del Señor y los de su pueblo”.
Al ver más de cerca la preparación de la homilía, Francisco pide que se dedique a ella
“un tiempo prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad pastoral”, a pesar de todos los asuntos que debe seguir un párroco: “Un predicador que no se prepara no es “espiritual”; es deshonesto e irresponsable con los dones que ha recibido”.
Hay que prestar
“toda la atención al texto bíblico, que debe ser el fundamento de la predicación”; la Palabra debe ser venerada y estudiada “con con sumo cuidado y con un santo temor de manipularla. Para poder interpretar un texto bíblico hace falta paciencia, abandonar toda ansiedad”.
La preparación de la predicación
“requiere amor. Uno sólo le dedica un tiempo gratuito y sin prisa a las cosas o a las personas que ama; y aquí se trata de amar a Dios que ha querido hablar”.
Y también es importante captar el mensaje central del texto:
“Si un texto fue escrito para consolar, no debería ser utilizado para corregir errores; si fue escrito para exhortar, no debería ser utilizado para adoctrinar; si fue escrito para enseñar algo sobre Dios, no debería ser utilizado para explicar diversas opiniones teológicas; si fue escrito para motivar la alabanza o la tarea misionera, no lo utilicemos para informar acerca de las últimas noticias”.
Además, hay que saber presentar el texto en plena armonía con todo el mensaje cristiano,
sin “debilitar el acento propio y específico del texto que corresponde predicar”.
“Quien quiera predicar, primero debe estar dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a hacerla carne en su existencia concreta. De esta manera, la predicación consistirá en esa actividad tan intensa y fecunda que es “comunicar a otros lo que uno ha contemplado”.
Como escribía Santo Tomás. Dios quiere usar a los predicadores
“como seres vivos, libres y creativos, que se dejan penetrar por su Palabra antes de transmitirla; su mensaje debe pasar realmente a través del predicador, pero no sólo por su razón, sino tomando posesión de todo su ser”.
Francisco después habla sobre la importancia de la “lectio divina”, la lectura espiritual de un texto a partir de su significado literal, para no hacer que diga
“lo que le conviene, lo que le sirva para confirmar sus propias decisiones, lo que se adapta a sus propios esquemas mentales. Esto, en definitiva, será utilizar algo sagrado para el propio beneficio y trasladar esa confusión al Pueblo de Dios”.
Para hacerlo, es necesario que el sacerdote se pregunte:
“Señor, ¿qué me dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje? ¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué esto no me interesa?”, o bien: “¿Qué me agrada? ¿Qué me estimula de esta Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por qué me atrae?”. Evitando la tentación, “muy común”de “pensar lo que el texto dice a otros, para evitar aplicarlo a la propia vida”.
Los que predican necesitan
“también poner un oído en el pueblo, para descubrir lo que los fieles necesitan escuchar. Un predicador es un contemplativo de la Palabra y también un contemplativo del pueblo”.
Debe conectar
“el mensaje del texto bíblico con una situación humana”, con algo que las personas vivan. “Esta preocupación no responde a una actitud oportunista o diplomática, sino que es profundamente religiosa y pastoral”.
No hay que
“ofrecer crónicas de la actualidad para despertar interés: para eso ya están los programas televisivos”, sino que se pueden tomar puntos de partida “de algún hecho para que la Palabra pueda resonar con fuerza en su invitación a la conversión, a la adoración, a actitudes concretas de fraternidad y de servicio”.
Además del contenido, es importante la forma para transmitirlo.
“Algunos creen que pueden ser buenos predicadores por saber lo que tienen que decir, pero descuidan el cómo, la forma concreta de desarrollar una predicación. Se quejan cuando los demás no los escuchan o no los valoran, pero quizás no se han empeñado en buscar la forma adecuada de presentar el mensaje”.
Para que una homilía sea atractiva y rica, Francisco sugiere
“aprender a usar imágenes en la predicación, es decir, a hablar con imágenes”.
Y el lenguaje debe ser simple:
“Debe ser el lenguaje que comprenden los destinatarios para no correr el riesgo de hablar al vacío. Frecuentemente sucede que los predicadores usan palabras que aprendieron en sus estudios y en determinados ambientes, pero que no son parte del lenguaje común de las personas que los escuchan”.
Para poder hablar a las personas hay que “escuchar mucho”, hay que“compartir la vida de la gente y prestarle una gustosa atención”.
Bergoglio explica que la sencillez y la claridad no son la misma cosa, y que se puede hablar con la primera, en cuanto lenguaje, pero, al mismo tiempo carecer de claridad por falta de lógica, de orden, de unidad temática.
El lenguaje debe ser positivo:
“no dice tanto lo que no hay que hacer sino que propone lo que podemos hacer mejor. En todo caso, si indica algo negativo, siempre intenta mostrar también un valor positivo que atraiga, para no quedarse en la queja, el lamento, la crítica o el remordimiento”.
Sacerdotes y predicadores tienen a disposición un detallado vademécum para preparar sus homilías. Y tienen, sobre todo, un ejemplo cotidiano en el Papa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario