6. Purificación de Ana y ofrecimiento de María, que es la Niña perfecta para el reino de los Cielos.
28 de agosto de 1944.
1Veo a Joaquín y a
Ana, junto a Zacarías y a Isabel, saliendo de una casa de Jerusalén de amigos o
familiares. Se dirigen hacia el Templo para la ceremonia de la Purificación.
Ana
lleva en brazos a la Niña,
envuelta toda en fajos, toda envuelta en un amplio tejido de lana ligera, pero
que debe ser suave y caliente. ¡Con cuánto cuidado y amor lleva a su
criaturita! De vez en cuando levanta el borde del fino y caliente tejido para
ver si María respira a gusto, y luego vuelve a taparla para protegerla del aire
helador de un día sereno pero frío, de pleno invierno.
Isabel
lleva unos paquetes en las manos. Joaquín lleva de una cuerda a dos corderos
blanquísimos bien cebados, ya más carneros que corderos. Zacarías no lleva
nada. ¡Qué apuesto con ese vestido de lino que un grueso manto de lana, también
blanca, deja entrever! Es un Zacarías mucho más joven que el que se veía en el
nacimiento del Bautista, entonces ya en plena edad adulta. Isabel es una mujer
madura, pero todavía de apariencia fresca; cada vez que Ana mira a la Niña, se curva extasiada
hacia esa cárita dormida. También Isabel está guapísima con su vestido de un
azul tendente al morado oscuro y con el velo que le cubre la cabeza y cae sobre
los hombros y sobre el manto, que es más oscuro que el vestido.
¿Y
Joaquín y Ana? ¡Ah..., solemnes con sus vestidos de fiesta! Contrariamente a lo
normal, él no lleva la túnica marrón oscura, sino un largo vestido de un rojo oscurísimo
(hoy diríamos: rojo S. José). Las orlas de su manto son bonitas y muy nuevas.
En la cabeza lleva también una especie de velo rectangular, ceñido con una
cinta de cuero. Todo nuevo y fino.
Ana...
¡oh!, hoy no viste de oscuro. Lleva un vestido de un amarillo muy tenue, casi
color marfil viejo, ceñido en la cintura, cuello y muñecas, con una gruesa
cinta que parece de plata y oro. Su cabeza está cubierta por un velo ligerísimo
y como adamascado, sujeto a la frente con un aro sutil, valioso. En el cuello
lleva un collar de filigrana; en las muñecas, pulseras. Parece una reina,
incluso por la dignidad con que lleva el vestido, y especialmente el manto,
amarillo tenue, orlado con una greca en bordadura muy bonita, también amarilla.
«Me
pareces como en el día de tu boda. Entonces yo era poco más que una niña.
Todavía me acuerdo de lo guapa y dichosa que se te veía» dice Isabel.
«Pues
más feliz me siento ahora... Y he querido ponerme el mismo vestido para
este rito. Lo había conservado siempre para esto... aunque ya, para esto, no
tenía esperanzas de ponérmelo».
2«El Señor te ha
amado mucho», dice suspirando Isabel.
«Por eso
precisamente le doy lo que más quiero. Esta flor mía».
«¿Y vas a tener fuerzas para
arrancártela de tu seno cuando llegue el momento?».
«Sí, porque recordaré que no
la tenía y que Dios me la dio. En todo caso me sentiré más feliz que entonces.
Y, sabiendo que está en el Templo, me diré: "Está orando ante el
Tabernáculo, está rezando al Dios de Israel, y también por su madre". Ello
me dará paz. Y más paz todavía al decir: "Ella es toda suya. Cuando estos
dos felices ancianos, que la recibieron del Cielo, ya no estén en este mundo,
El, el Eterno, seguirá siendo su Padre". Créeme, tengo la firme convicción
de que esta pequeñuela no es nuestra. Yo ya no podía hacer nada… El la puso en
mi seno como don divino para enjugar mi llanto y confortar nuestras esperanzas
y oraciones. Por tanto, es suya. Nosotros somos los encargados, felices
encargados, de cuidarla¡ y que por ello sea bendito! ».
3Llegan a los
muros del Templo.
«Mientras vais a la Puerta de Nicanor, yo voy a
advertir al sacerdote. Luego os alcanzo» dice Zacarías; y desaparece tras un
arco que introduce en un amplio patio circundado de pórticos.
La comitiva continúa
adentrándose por las sucesivas terrazas (porque ‑ no sé si lo he dicho alguna
vez ‑ el recinto del Templo no es una superficie plana, sino que sube
escalonadamente en niveles cada vez más altos; a cada uno de ellos se accede
mediante escalinatas, y en todos hay patios y pórticos y portones
labradísimos, de mármol, bronce y oro).
Antes de llegar al lugar
establecido, se paran para desenvolver las cosas que traen, o sea, tortas ‑ me
parece ‑ muy untadas, anchas y finas, harina blanca, dos palomas en una
jaulita de mimbre y unas monedas grandes de plata, unas patacas tan pesadas que
era una suerte que en aquella época no hubiera bolsillos, porque los habrían
roto.
Ahí está la bonita Puerta de
Nicanor; es por entero un bordado en pesado bronce laminado de plata. Ya está allí
Zacarías, al lado de un sacerdote que está todo pomposo con su vestido de lino.
Asperjan a Ana con agua
lustral ‑ supongo ‑ y luego le indican que se dirija hacia el ara del
sacrificio. Ya no lleva a la Niña
en brazos. La ha tomado en brazos Isabel, que se ha quedado a este lado de la Puerta.
Joaquín, sin embargo, entra siguiendo a su mujer, y
llevando tras sí un desgraciado cordero que va balando. Y yo... hago como para la
purificación de María: cierro los ojos para no ver ningún tipo de degüello.
Ana ya está purificada.
4Zacarías dice en
voz baja unas palabras a su compañero de ministerio, el cual, sonriendo, da
señales de asentimiento y luego se acerca
al grupo, rehecho de nuevo, y, congratulándose con la madre y el padre por su gozo y por su fidelidad a las
promesas, recibe el segundo cordero, la harina y las tortas.
«Entonces ¿esta hija está consagrada al Señor? Que su bendición os acompañe a Ella y a vosotros. Mirad, ahí
viene Ana. Va a ser una de sus maestras.
Ana de Fanuel, de la tribu de Asen. Ven, mujer. Esta pequeñuela ha sido
ofrecida al Templo como hostia de alabanza. Tú serás
para ella maestra. A tu amparo crecerá santa».
Ana
de Fanuel, ya completamente encanecida, hace mimos a la Niña, que ya se ha despertado
y que observa toda esa blancura con esos inocentes y atónitos ojos suyos, y
todo ese oro que el sol enciende.
La
ceremonia debe haber terminado. No he visto ningún rito especial para el
ofrecimiento de María. Quizás era suficiente con decírselo al sacerdote, y
sobre todo a Dios, en el lugar santo.
5«Querría dar mi
ofrenda al Templo e ir al lugar en que el año pasado vi la luz» dice Ana.
Ana
de Fanuel va con ellos. No entran en el Templo propiamente dicho. Es natural
que, siendo mujeres y tratándose de una niña, no vayan ni siquiera a donde fue
María para ofrecer a su Hijo. Pero, eso sí, desde muy cerquita de la puerta,
que está abierta de par en par, miran hacia el semioscuro interior del que
vienen dulces cantos de niñas y en el que brillan ricas lámparas, que expanden
luz de oro sobre dos cuadros de flores de cabecitas veladas de blanco, dos
verdaderos cuadros de azucenas.
«Dentro
de tres años estarás ahí, Azucena mía» le promete Ana a María, que mira como
embelesada hacia el interior y sonríe al oír el
lento canto.
«Parece
como si entendiera» dice Ana de Fanuel. «¡Es una niña muy bonita! La querré
como si fuera fruto de mis entrañas. Te lo prometo, madre. Si la edad me lo
concede».
«Te
lo concederá, mujer» dice Zacarías. «La recibirás entre las niñas consagradas.
Yo también estaré presente. Quiero estar ese día para decirle que pida por
nosotros desde el primer momento...», y mira a su mujer, la cual, habiendo
comprendido, suspira.
La
ceremonia ha concluido. Ana de Fanuel se retira, mientras los otros, hablando
entre sí, salen del Templo.
Oigo
a Joaquín que dice: «¡No sólo dos, y los mejores, sino que habría dado todos
mis corderos por este gozo y para alabar a Dios!».
No
veo nada más.
6Dice Jesús:
«Salomón pone en boca de la Sabiduría estas
palabras: "Quien sea niño venga a mi". Y verdaderamente, desde la
roca, desde los muros de su ciudad, la eterna Sabiduría le decía a la eterna
Niña: "Ven a mí". Se consumía por tenerla. Pasado un tiempo, el Hijo
de la Doncella
purísima dirá: "Dejad que los niños vengan a mi, porque el Reino de los
Cielos es de ellos, y quien no se haga como ellos no tendrá parte en mi
Reino". Las voces se buscan recíprocamente y, mientras la voz proveniente
del Cielo grita a la pequeñuela María: "Ven a mí", la voz del Hombre
dice: "Venid a mí si sabéis ser niños", y al decirlo piensa en su
Madre.
Os doy el modelo en
mi Madre.
Ella es la perfecta Niña con
corazón de paloma sencillo y puro, Aquélla a quien ni los años ni el contacto
con el mundo enrudecen bárbaramente, corrompiendo su espíritu o haciéndole
tortuoso o mentiroso. Porque Ella no lo
quiere. Venid a mí mirando a María.
7Tú, que la ves,
dime: ¿su mirada de infante es muy distinta de la que viste al pie de la Cruz; o en el júbilo de
Pentecostés; o en la hora en que los párpados cubrieron su ojo de gacela para
el último sueño? No. Aquí se trata de la mirada incierta y atónita del infante;
luego se tratará de esa mirada atónita y verecunda de la Virgen de la Anunciación, o beata
como la de la Madre
de Belén, o adoradora, como la de mi primera, sublime Discípula; luego será la
mirada lastimera de la
Torturada del Gólgota, o radiante, como en la Resurrección y en
Pentecostés; luego será esa mirada velada: la del extático sueño de la última
visión. Pero, ya se abra para ver por primera vez, ya se cierre, cansado, con
la última luz, habiendo visto tanto
gozo y tanto horror, este ojo es ese
apacible, puro, sosegado trocito de cielo que resplandece siempre igual bajo la
frente de María. Ira, mentira, soberbia, lujuria, odio, curiosidad, no lo
ensucian jamás con sus fumosas nubes.
Es el
ojo que mira a Dios con amor, ya llore, ya ría, y que por amor a Dios acaricia
y perdona, y todo lo soporta; el amor a su Dios le ha hecho inmune a los
asaltos del Mal, que muchas veces se sirve del ojo para penetrar en el corazón;
es el ojo puro, tranquilizante, bendecidor que tienen los puros, los santos,
los enamorados de Dios.
Ya lo
dije: "El ojo es luz de tu cuerpo. Si el ojo es puro, todo tu cuerpo
estará iluminado; mas si el ojo es túrbido, toda tu persona estará en las
tinieblas". Los santos han tenido estos ojos, que son luz para el espíritu
y salvación para la carne, porque, como María, durante toda su vida sólo han
mirado a Dios; o, más aún, han tenido
recuerdo de Dios.
Ya te
explicaré, pequeña voz, el sentido de estas palabras mías».
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