5. Nacimiento de la Virgen María. Su
virginidad en el eterno pensamiento del
Padre.
26 de agosto de 1944.
1Veo a Ana saliendo al huerto‑jardín. Va apoyándose en
el brazo de una pariente (se ve porque se parecen). Está muy gruesa y parece
cansada ‑ quizás también porque hace bochorno, un bochorno muy parecido al que
a mí me hace sentirme abatida.
A
pesar de que el huerto sea umbroso, el ambiente es abrasador y agobiante. Bajo
un despiadado cielo, de un azul ligeramente enturbiado por el polvo suspendido
en el espacio, el aire es tan denso, que podría cortarse como una masa blanda y
caliente. Debe persistir ya mucho la sequía, pues la tierra, en los lugares en
que no está regada, ha quedado literalmente reducida a un polvo finísimo y casi
blanco. Un blanco ligeramente tendente a un rosa sucio. Sin embargo, por estar
humedecida, es marrón oscura al pie de los árboles, como también a lo largo de
los cortos cuadros donde crecen hileras de hortalizas, y en torno a los
rosales, a los jazmines o a otras flores de mayor o menor tamaño (que están
especialmente a lo largo de todo el frente de una hermosa pérgola que divide en
dos al huerto hasta donde empiezan las tierras, ya despojadas de sus mieses).
La hierba del prado, que señala el final de la propiedad, está requemada; se ve
rala. Sólo permanece la hierba más verde y tupida en los márgenes del prado,
donde hay un seto de espino blanco silvestre, ya todo adornado de los rubíes de
los pequeños frutos; en ese lugar, en busca de pastos y de sombra, hay unas
ovejas con su zagalillo.
Joaquín,
con otros dos hombres como ayuda, está dedicado a las hortalizas y a los
olivos. A pesar de ser anciano, es rápido y trabaja con gusto. Están abriendo
unas pequeñas protecciones de las lindes de una parcela para proporcionar agua
a las sedientas plantas. Y el agua se abre camino borboteando entre la hierba y
la tierra quemada, y se extiende en anillos que, en un primer momento, parecen
como de cristal amarillento para luego ser anillos oscuros de tierra húmeda en
torno a los sarmientos y a los olivos colmados de frutos.
Lentamente,
Ana, por la umbría pérgola, bajo la cual abejas de oro zumban ávidas del azúcar
de los dorados granos de las uvas, se dirige hacia Joaquín, el cual, cuando la
ve, se apresura a ir a su encuentro.
«¿Has
llegado hasta aquí?».
«La
casa está caliente como un horno».
«Y te
hace sufrir».
«Es
mi único sufrimiento en este último período mío de embarazo. Es el sufrimiento
de todos, de hombres y de animales. No te sofoques demasiado, Joaquín».
«El
agua que hace tanto que esperamos, y que hace tres días que parece realmente
cercana, no ha llegado todavía. Las tierras arden. Menos mal que nosotros
tenemos el manantial cercano, y muy rico en agua. He abierto los canales. Poco
alivio para estas plantas cuyas hojas ya languidecen cubiertas de polvo. No
obstante, supone ese mínimo que las mantiene en vida. ¡Si lloviera!…». Joaquín,
con el ansia de todos los agricultores, escudriña el cielo, mientras Ana,
cansada, se da aire con un abanico (parece hecho con una hoja seca de palma
traspasada por hilos multicolores que la mantienen rígida).
La
pariente dice: «Allí, al otro lado del Gran Hermon, están formándose nubes que
avanzan velozmente. Viento del norte. Bajará la temperatura y dará agua».
«Hace
tres días que se levanta y luego cesa cuando sale la Luna. Sucederá lo
mismo esta vez». Joaquín está desalentado.
«Vamos
a casa. Aquí tampoco se respira; además, creo que conviene volver...». dice
Ana, que ahora parece de tez todavía más olivastra debido a que se le ha puesto
al improviso pálida la cara.
2«¿Sientes dolor?».
«No. Siento la misma gran paz que experimenté en el Templo cuando se
me otorgó la gracia, y que luego volví a sentir otra vez al saber que era
madre. Es como un éxtasis. Es un dulce dormir del cuerpo, mientras el espíritu exulta y se aplaca con una paz sin pa rangón humano. Yo te he amado, Joaquín, y,
cuando entré en tu casa y me dije:
"Soy esposa de un justo", sentí paz, como todas las otras veces que tu próvido amor se prodigaba en mí.
Pero esta paz es distinta. Creo que es una paz como la que debió invadir, como
una deleitosa unción de aceite, el espíritu de Jacob, nuestro padre, después
de su sueño de ángeles. O semejante, más bien, a la gozosa paz de los Tobías
tras habérseles manifestado Rafael. Si me sumerjo en ella, al saborearla, crece cada vez más. Es como si yo
ascendiera por los espacios azules del cielo... y, no sé por qué, pero, desde
que tengo en mí esta alegría pacífica, hay un cántico en mi corazón: el del
anciano Tobit. Me parece como si hubiera sido compuesto para esta hora... para
esta alegría... para la tierra de Israel que es su destinataria... para
Jerusalén, pecadora, mas ahora perdonada... bueno... no os riáis de los
delirios de una madre... pero, cuando digo: "Da gracias al Señor por tus
bienes y bendice al Dios de los siglos para que vuelva a edificar en ti su
Tabernáculo", yo pienso que aquel que reedificará en Jerusalén el
Tabernáculo del Dios verdadero, será este que está para nacer.. y pienso
también que, cuando el cántico dice: «Brillarás con una luz espléndida, todos
los pueblos de la tierra se postrarán ante ti, las naciones irán a ti llevando
dones, adorarán en ti al Señor y considerarán santa tu tierra, porque dentro de
ti invocarán el Gran Nombre. Serás
feliz en tus hijos porque todos serán bendecidos y se reunirán ante el Señor.
¡Bienaventurados aquellos que te aman y se alegran de tu paz!… cuando dice esto, pienso que es profecía no ya
de la Ciudad Santa,
sino del destino de mi criatura, y la primera que se alegra de su paz soy yo,
su madre feliz...».
El
rostro de Ana, al decir estas palabras, palidece y se enciende, como una cosa
que pasase de luz lunar a vivo fuego, y viceversa. Dulces lágrimas le
descienden por las mejillas, y no se da cuenta, y sonríe a causa de su
alegría. Y va yendo hacia casa entre su esposo y su pariente, que escuchan
conmovidos en silencio.
3Se apresuran,
porque las nubes, impulsadas por un viento alto, galopan y aumentan en el cielo
mientras la llanura se oscurece y tirita por efectos de la tormenta que se está
acercando. Llegando al umbral de la puerta, un primer relámpago lívido surca el
cielo. El ruido del primer trueno se asemeja al redoble de un enorme bombo
ritmado con el arpegio de las primeras gotas sobre las abrasadas hojas.
Entran
todos. Ana se retira. Joaquín se queda en la puerta con unos peones que le han
alcanzado, hablando de esta agua tan esperada, bendición para la sedienta
tierra. Pero la alegría se transforma en temor, porque viene una tormenta
violentísima con rayos y nubes cargadas de granizo. «Si rompe la nube, la uva y
las aceitunas quedarán trituradas como por rueda de molino. ¡Pobres de
nosotros!».
Joaquín
tiene además otro motivo de angustia: su esposa, a la que le ha llegado la hora
de dar a luz al hijo. La pariente le dice que Ana no sufre en absoluto. Él
está, de todas formas, muy inquieto, y, cada vez que la pariente u otras
mujeres (entre las cuales la madre de Alfeo) salen de la habitación de Ana para
luego volver con agua caliente, barreños y paños secados a la lumbre, que,
jovial, brilla en el hogar central en una espaciosa cocina, él va y pregunta, y
no le calman las explicaciones tranquilizadoras de las mujeres. También le
preocupa la ausencia de gritos por parte de Ana. Dice: «Yo soy hombre. Nunca he
visto dar a luz. Pero recuerdo haber oído decir que la ausencia de dolores es
fatal...».
Declina
el día antes de tiempo por la furia de la tormenta, que es violentísima. Agua
torrencial, viento, rayos... de todo, menos el granízo, que ha ido a caer a
otro lugar.
Uno
de los peones, sintiendo esta violencia, dice: «Parece como si Satanás hubiera
salido de la Gehena
con sus demonios. ¡Mira qué nubes tan negras! ¡Mira qué exhalación de azufre
hay en el ambiente, y silbidos y voces de lamento y maldición! Si es él, ¡está
enfurecido esta noche!».
El
otro peón se echa a reír y dice: «Se le habrá escapado una importante presa, o
quizás Miguel de nuevo le habrá lanzado el rayo de Dios, y tendrá cuernos y
cola cortados y quemados».
Pasa
corriendo una mujer y grita: «Joaquín! ¡Va a nacer de un momento a otro! ¡Todo
ha ido rápido y bien!». Y desaparece con una pequeña ánfora en las manos.
4Se produce un
último rayo; tan violento, que lanza contra las paredes a los tres hombres. En
la parte delantera de la casa, en el suelo del huerto, queda como recuerdo un
agujero negro y humeante. Luego, de repente, cesa la tormenta. De detrás de la
puerta de Ana viene un vagido (parece el lamento de una tortolita en su primer
arrullo). Mientras, un enorme arco iris extiende su faja semicircular por toda
la amplitud del cielo. Surge, o por lo menos lo parece, de la cima del Hermón (la cual, besada por un filo de sol,
parece de alabastro de un blanco‑rosa delicadísimo), se eleva hasta el más terso
cielo septembrino y, salvando espacios limpios de toda impureza, deja debajo
las colinas de Galilea y un terreno llano que aparece entre dos higueras, que
está al Sur, y luego otro monte, y parece posar su punta extrema en el extremo
horizonte, donde una abrupta cadena de montañas detiene la vista.
«¡Qué
cosa más insólita!».
«¡Mirad,
mirad!».
«Parece
como si reuniera en un círculo a toda la tierra de Israel, y.. ya... ¡fijaos!,
ya hay una estrella y el Sol no se ha puesto todavía. ¡Qué estrella! ¡Reluce como
un enorme diamante!...».
«¡Y la Luna, allí, ya llena y aún
faltaban tres días para que lo fuera! ¡Fijaos cómo resplandece!»
5Las mujeres
irrumpen, alborozadas, con un "ovillejo" rosado entre cándidos paños.
¡Es
María, la Mamá!
Una María pequeñita, que podría dormir en el círculo de los brazos de un niño;
una María que al máximo tiene la longitud de un brazo, una cabecita de marfil
teñido de rosa tenue, y unos labiecillos de carmín que ya no lloran sino que
instintivamente quieren mamar (tan pequeñitos, que no se ve cómo van a poder
coger un pezón), y una naricita diminuta entre dos carrillitos redondetes. Si
la estimulan abre los ojitos: dos pedacitos de cielo, dos puntitos inocentes y
azules que miran, y no ven, entre sutiles pestañas de un rubio tan tenue que es
casi rosa. También el vello de su cabeza redondita tiene una veladura entre
rosada y rubia como ciertas mieles casi blancas.
Tiene
por orejas dos conchitas rosadas y transparentes, perfectas; y por manitas...
¿qué son esas dos cositas que gesticulan y buscan la boca? Cerradas, como
están, son dos capullos de rosa de musgo que hubieran hendido el verde de los
sépalos y asomaran su seda rosa tenue; abiertas, como están ahora, dos joyeles
de marfil apenas rosa, de alabastro apenas rosa, con cinco pálidos granates por
uñitas. ¿Cómo podrán ser capaces de secar tanto llanto esas manitas?
¿Y
los piececitos? ¿Dónde están? Por ahora son sólo pataditas escondidas entre los
lienzos. Pero, he aquí que la pariente se sienta y la destapa... ¡Oh, los
piécecitos! De la largura aproximada de cuatro centímetros, tienen por planta
una concha coralina; por dorso, una concha de nieve veteada de azul; sus
deditos son obras maestras de escultura liliputiense, coronados también por
pequeñas esquirlas de granate pálido. Me pregunto cómo podrán encontrarse
sandalias tan pequeñas que valgan para esos piececitos de muñeca cuando den sus
primeros pasos, y cómo podrán esos piececitos recorrer tan áspero camino y
soportar tanto dolor bajo una cruz.
Pero
esto ahora no se sabe. Se ríe o se sonríe de cómo menea los brazos y las
piernas, de sus lindas piernecitas bien perfiladas, de los diminutos muslos,
que, de tan gorditos como son, forman hoyuelos y aritos, de su barriguita (un
cuenco invertido), de su pequeño tórax, perfecto, bajo cuya seda cándida se ve
el movimiento de la respiración y se oye ciertamente ‑ si, como hace el padre
feliz ahora, en él se apoya la boca para dar un beso ‑ latir un corazoncito...
Un corazoncito que es el más bello que ha tenido, tiene y tendrá la tierra, el
único corazón inmaculado de hombre.
¿Y la
espalda? Ahora la giran y se ve el surco lumbar y luego los hombros, llenitos,
y la nuca rosada, tan fuerte, que la cabecita se yergue sobre el arco de las
vértebras diminutas, como la de un ave escrutadora en torno a sí del nuevo
mundo que ve, y emite un gritito de protesta por ser mostrada en ese modo;
Ella, la Pura y
Casta, ante los ojos de tantos, Ella, que jamás volverá a ser vista desnuda por
hombre alguno, la Toda
Virgen, la
Santa e Inmaculada. Tapad, tapad a este Capullo de azucena
que nunca se abrirá en la tierra, y que dará, más hermosa aún que Ella, su
Flor, sin dejar de ser capullo. Sólo en el Cielo la Azucena del Trino Señor
abrirá todos sus pétalos. Porque allí arriba no existe vestigio de culpa que
pudiera involuntariamente profanar ese candor. Porque allí arriba se trata de
acoger, a la vista de todo el Empíreo, al Trino Dios ‑ Padre, Hijo, Esposo ‑
que ahora, dentro de pocos años, celado en un corazón sin mancha, vendrá a
Ella.
De
nuevo está envuelta en los lienzos y en los brazos de su padre terreno, al que
asemeja. No ahora, que es un bosquejo de ser humano. Digo que le asemeja una
vez hecha mujer. De la madre no refleja nada; del padre, el color de la piel y
de los ojos, y, sin duda, también del pelo, que, si ahora son blancos, de joven
eran ciertamente rubios a juzgar por las cejas. Del padre son las facciones ‑
más perfectas y delicadas en Ella por ser mujer, ¡y qué Mujer! ‑; también del padre es la sonrisa y la mirada y el modo
de moverse y la estatura. Pensando en Jesús como lo veo, considero que ha sido
Ana la que ha dado su estatura a su Nieto, así como el color marfil más cargado
de la piel; mientras que María no tiene esa presencia de Ana (que es como una
palma alta y flexible), sino la finura del padre.
6También las
mujeres, mientras entran con Joaquín donde la madre feliz para devolverle a su
hijita, hablan de la tormenta y del prodigio de la Luna, de la estrella, del
enorme arco iris.
Ana
sonríe ante un pensamiento propio: «Es la estrella» dice. «Su signo está en el
cielo. ¡María, arco de paz! ¡María, estrella mía! ¡María, Luna pura! ¡María,
perla nuestra!».
«María
la llamas?».
«Sí.
María, estrella y perla y luz y paz...».
«Pero
también quiere decir amargura... ¿No temes acarrearle alguna desventura?».
«Dios
está con Ella. Es suya desde antes de que existiera. Él la conducirá por sus
vías y toda amargura se transformará en paradisíaca miel. Ahora sé de tu
mamá... todavía un poco, antes de ser toda de Dios...».
Y la
visión termina en el primer sueño de Ana madre y de María recién nacida.
27 de agosto de 1944.
7Dice Jesús:
«Levántate
y apresúrate, pequeña amiga. Siento ardiente deseo de llevarte conmigo al azul
paradisíaco de la contemplación de la Virginidad de María. Saldrás de él con el alma
fresca como si tú también hubieras sido recientemente creada por el Padre, una
pequeña Eva antes de conocer carne; saldrás con el espíritu lleno de luz, pues
te habrás abismado en la contemplación de la obra maestra de Dios; con todo tu
ser repleto de amor, pues habrás comprendido cómo sabe amar Dios. Hablar de la
concepción de María, la Sin
Mancha, significa sumergirse en lo azul, en la luz, en el
amor.
8Ven y lee sus
glorias en el Libro del Antepasado: "Dios me poseyó al inicio de sus
obras, desde el principio, antes de la creación. Ab aeterno fui erigida, al
principio, antes de que la tierra fuera hecha; aún no existían los abismos, y
yo ya había sido concebida. Aún no manaba agua de los manantiales, aún no se
elevaban con su pesada mole los montes, aún las colinas no eran para el Sol
collares... y yo ya había nacido. Dios no había hecho todavía la tierra ni los
ríos ni las columnas del mundo, y yo ya existía. Cuando preparaba los cielos,
yo estaba presente, cuando con ley inmutable clausuró el abismo bajo la bóveda,
cuando fijó arriba la bóveda celeste y colgó de ella las fuentes de las aguas,
cuando al mar le establecía sus confines y daba leyes a las aguas, cuando daba
leyes a las aguas de no sobrepasar su límite, cuando echaba los fundamentos de
la tierra, yo estaba con Él ordenando todas las cosas. Siempre alegre
jugueteaba ante Él continuamente, jugueteaba en el universo…". Las habéis
aplicado a la Sabiduría,
pero hablan de Ella: la hermosa Madre, la santa Madre, la Virgen Madre de la Sabiduría, que soy Yo,
el que te habla.
9He querido que
escribieras, como encabezamiento del libro que habla de Ella, el primer verso
de este himno, para que fuera confesado y conocido el consuelo y la alegría de
Dios; la razón de la constante, perfecta, íntima alegría de este Dios Uno y
Trino que os sostiene y ama y que del hombre recibió tantos motivos de
tristeza; la razón de que perpetuara la raza aun cuando ésta, con la primera
prueba, había merecido la destrucción; la razón del perdón que habéis recibido.
Que María
le amara... ¡Oh, bien merecía la pena crear al hombre y dejarle vivir y
decretar perdonarle, para tener a la
Virgen bella, a la
Virgen santa, a la
Virgen inmaculada, a la Virgen enamorada, a la Hija dilecta, a la Madre purísima, a la Esposa amorosa! Mucho os ha
dado, y más aún os habría dado, Dios, con tal de poseer a la Criatura de sus delicias,
al Sol de su sol y Flor de su jardín. Y mucho os sigue dando por Ella, a
petición de Ella, para alegría de Ella, porque su alegría se vierte en la
alegría de Dios y la aumenta con destellos que llenan de resplandores la luz,
la gran luz del Paraíso, y cada resplandor es una gracia para el universo, para
la raza del hombre, para los mismos bienaventurados, que responden con un
esplendoroso grito de aleluya a cada milagro que sale de Dios, creado por el
deseo del Dios Trino de ver la esplendorosa sonrisa de alegría de la Virgen.
Dios
quiso poner un rey en ese universo que había creado de la nada. Un rey que, por
naturaleza material, fuera el primero entre todas las criaturas creadas con
materia y dotadas de materia. Un rey que, por naturaleza espiritual, fuera poco
menos que divino, fundido con la
Gracia, como en su inocente primer día. Pero la Mente suprema, que conoce la
totalidad de los hechos más lejanos en el tiempo, la Mente cuya vista ve
incesantemente todo cuanto era, es y será,
y que, mientras contempla el pasado y observa el presente, hunde su mirada en
el extremo futuro, no ignorando cómo será el morir del último hombre, sin
confusión ni discontinuidad, esa Mente no ignoró nunca que ese rey, creado para
ser semidivino a su lado en el Cielo, heredero del Padre, cuando llegara como
adulto a su Reino después de haber vivido en la casa de su madre ‑ la tierra
con la que fue hecho ‑, durante su niñez de párvulo del Eterno en su jornada
sobre la tierra, cometería hacia sí mismo el delito de matarse en la Gracia y el latrocinio de
despojarse del cielo.
¿Por
qué le creó entonces? Sin duda muchos se hacen esta pregunta. ¿Habríais
preferido no existir? ¿No merece ser vivida esta jornada incluso por sí misma,
a pesar de ser tan pobre y desnuda, y tan severa a causa de vuestra maldad,
para conocer y admirar la
Belleza infinita que la mano de Dios ha sembrado en el
universo?
¿Para
quién, si no, habría hecho estos astros y planetas que pasan como saetas, como
flechas, rayando la bóveda del firmamento, o van ‑ y parecen lentos ‑, van
majestuosos con su paso veloz de bólidos, regalándoos luces y estaciones, y
dándoos, eternos, inmutables aunque siempre mutables, a leer en el cielo una
nueva página, cada noche, cada mes, cada año, como queriendo deciros:
"Olvidaos de la cárcel, abandonad esa imagen vuestra llena de cosas
oscuras, podridas, sucias, venenosas, mentirosas, blasfemas, corruptoras, y
elevaos, al menos con la mirada, a la ilimitada libertad de los firmamentos;
haceos un alma azul mirando tanta limpidez de cielo, haceos con una reserva de
luz que podáis llevar a vuestra oscura cárcel; leed la palabra que escribimos
cantando en coro nuestra melodía sideral, más armoniosa que si proviniera de un
órgano de catedral, la palabra que escribimos resplandeciendo, la palabra que
escribimos amando, porque siempre tenemos presente a Aquel que nos dio la
alegría de existir, y le amamos por habernos dado este existir, este resplandecer,
este movernos, este ser libres y bellos en medio de este cielo delicado allende
el cual vemos un cielo aún más sublime, el Paraíso; a Aquel cuyo precepto de
amor en su segunda parte cumplimos al amaros a vosotros, prójimo universal
nuestro, al amaros proporcionándoos guía y luz, calor y belleza. Leed la
palabra que decimos, la palabra a la que ajustamos nuestro canto, nuestro
resplandecer, nuestro reír: Dios"?
¿Para
quién habría hecho ese líquido azul: para el cielo, espejo; para la tierra,
camino; sonrisa de aguas; voz de olas; palabra, también, que, con frufrú de
roce de seda, con risitas de muchachas serenas, con suspiros de ancianos que
recuerdan y lloran, con bofetadas de violentos, y con envites y bramidos y
estruendos, siempre habla y dice: "Dios"? El mar es para vosotros,
como lo son el cielo y los astros. Y con el mar los lagos y los ríos, los
estanques y los arroyos, y los manantiales puros, que sirven, todos, para
transportaros, para nutriros, para apagar vuestra sed y limpiaros, y que os sirven,
sirviendo al Creador, sin salir a sumergiros, como merecéis.
¿Para
quién habría hecho las innumerables familias de los animales, que son flores
que vuelan cantando, que son siervos que trabajan, que corren, que os
alimentan, que os recrean a vosotros, los reyes?
¿Para
quién habría hecho las innumerables familias de las plantas y de las flores,
que parecen mariposas, que parecen gemas e inmóviles avecillas; de los frutos,
que parecen collares de oro y piedras preciosas o cofres de gemas? Son alfombra
para vuestros pies, protección para vuestras cabezas, recreo, beneficio,
alegría para la mente, para los miembros del cuerpo, para la vista y el olfato.
¿Para
quién, si no, habría hecho los minerales en las entrañas de la Tierra y las sales
disueltas en manantiales de álgidas aguas o de agua hirviendo: los azufres, los
yodos, los bromos?... Ciertamente, para que los gozara uno que no fuera Dios, sino hijo de Dios. Uno: el hombre.
Nada
le faltaba a la alegría de Dios, nada necesitaba Dios. Él se basta a sí mismo.
No tiene sino que contemplarse para deleitarse, nutrirse, vivir y descansar.
Toda la creación no ha aumentado ni en un átomo su infinidad de alegría, de
belleza, de vida, de potencia. He aquí que todo lo ha hecho para la criatura a
la que ha querido poner como rey de
la obra de sus manos: para el hombre.
Aunque
sólo fuera por ver una obra divina de tal magnitud y por manifestarle
reconocimiento a Dios, que os la otorga, merecería la pena vivir. Y debéis
sentir gratitud por el hecho de vivir. Gratitud que deberíais haber tenido
aunque no hubierais sido redimidos sino al final de los siglos, porque, a pesar
de que hayáis sido, en los Primeros, y ahora aun individualmente,
prevaricadores, soberbios, lujuriosos, homicidas, Dios os concede todavía gozar
de lo bello del universo, de lo bueno del universo, y os trata como si fuerais
personas buenas, hijos buenos a los cuales todo se enseña y todo se concede
para hacerles más suave y sana la vida. Cuanto sabéis, lo sabéis por luz de
Dios. Cuanto descubrís, lo descubrís porque Dios os lo señala. Esto, en el
Bien. Los otros conocimientos y descubrimientos que llevan el signo del mal
vienen del Mal supremo: Satanás.
11La Mente suprema, que nada ignora,
antes de que el hombre fuese, sabía que sería ladrón y homicida de si mismo. Y,
dado que la Bondad
eterna no conoce límites en su ser buena, antes de que la Culpa fuera, pensó el medio
para anular la Culpa. El
medio, Yo; el instrumento para hacer
del medio un instrumento operante, María.
Y la Virgen
fue creada en el pensamiento sublime de Dios.
12Todas las cosas han
sido creadas para mí, Hijo dilecto del Padre. Yo‑Rey habría debido tener bajo
mi pie de Rey divino alfombras y joyas como palacio alguno jamás tuviera, y
cantos y voces, y tantos siervos y ministros en torno a mí como soberano alguno
jamás tuviera, y flores y gemas, y todo lo sublime, lo grandioso, lo fino, lo
delicado que es posible extraer del pensamiento de todo un Dios.
Mas
Yo debía ser Carne además de Espíritu. Carne para salvar a la carne. Carne para
sublimar la carne, llevándola al Cielo muchos siglos antes de la hora. Porque
la carne habitada por el espíritu es la obra maestra de Dios, y para ella había
sido hecho el Cielo. Para ser Carne tenía necesidad de una Madre. Para ser Dios
tenía necesidad de que el Padre fuese Dios.
He
aquí que entonces Dios se crea a su Esposa y le dice: "Ven conmigo. Junto
a mí ve cuanto Yo hago para el Hijo nuestro.
Mira y regocíjate, eterna Virgen, Doncella eterna, y tu risa llene este
empíreo y dé a los ángeles la nota inicial y al Paraíso le enseñe la armonía
celeste. Yo te miro, y te veo como serás, ¡oh, Mujer inmaculada que ahora eres
sólo espíritu: el espíritu en que Yo me deleito! Yo te miro y doy al mar y al
firmamento el azul de tu mirada; el color de tus cabellos, al trigo santo; el
candor, a la azucena; el color rosa como tu epidermis de seda, a la rosa; de
tus dientes delicados copio las perlas; hago las dulces fresas mirando tu boca;
a los ruiseñores les pongo en la garganta tus notas y a las tórtolas tu llanto.
Leyendo tus futuros pensamientos, oyendo los latidos de tu corazón, tengo el
motivo guía para crear. Ven, Alegría mía, séante los mundos juguete hasta que
me seas luz danzarina en el pensamiento, sean los mundos para reír tuyo. Tente
las guirnaldas de estrellas y los collares de astros, ponte la luna bajo tus
nobles pies, adórnate con el chal estelar de Galatea. Son para ti las estrellas
y los planetas. Ven y goza viendo las flores que le servirán a tu Niño como
juego y de almohada al Hijo de tu vientre. Ven y ve crear las ovejas y los
corderos, las águilas y las palomas. Estáte a mi lado mientras hago las cuencas
de los mares y de los ríos, y alzo las montañas y las pinto de nieve y de
bosques; mientras siembro los cereales y los árboles y las vides, y hago el
olivo para ti, Pacífica mía, y la vid para ti, Sarmiento mío que llevarás el
Racimo eucarístico. Camina, vuela, regocíjate, ¡oh, Hermosa mía!, y que el
mundo universo, que en diversas fases voy creando, aprenda de ti a amarme,
Amorosa, y que tu risa le haga más bello, Madre de mi Hijo, Reina de mi
Paraíso, Amor de tu Dios". Y, viendo a quien es el Error y mirando a la Sin Error, dice: 'Ten a
mí, tú que cancelas la amargura de la desobediencia humana, de la fornicación
humana con Satanás y de la humana ingratitud. Contigo me tomaré la revancha
contra Satanás".
13Dios, Padre Creador, había
creado al hombre y a la mujer con una ley de amor tan perfecta, que vosotros no podéis ni siquiera comprender sus
perfecciones; vuestra mente se pierde pensando en cómo habría venido la especie
si el hombre no la hubiera obtenido
con la enseñanza de Satanás.
Observad
las plantas de fruto y de grano. ¿Obtienen la semilla o el fruto mediante
fornicación, mediante una fecundación
por cada cien uniones? No. De la flor masculina sale el polen y, guiado por un
complejo de leyes meteóricas y magnéticas, va hacia el ovario de la flor
femenina. Éste se abre y lo recibe y produce; no ‑ como hacéis vosotros, para
experimentar al día siguiente la misma sensación - se mancha y luego lo
rechaza. Produce, y hasta la nueva estación no florece, y cuando florece es
para reproducirse.
Observad
a los animales. Todos. ¿Habéis visto
alguna vez a un animal macho y a uno hembra ir el uno hacia el otro para
estéril abrazo y lascivo comercio? No. Desde cerca o desde lejos, volando,
arrastrándose, saltando o corriendo, van, llegada la hora, al rito fecundativo,
y no se substraen a él deteniéndose en el goce, sino que van más allá de éste,
van a las consecuencias serias y santas de la prole, única finalidad que en el
hombre, semidiós por el origen de Gracia, de esa Gracia que Yo he devuelto
completa, debería hacer aceptar la animalidad del acto, necesario desde que
descendisteis un grado hacia los
brutos.
Vosotros
no hacéis como las plantas y los animales. Vosotros habéis tenido como maestro
a Satanás, le habéis querido y le queréis como maestro. Y las obras que
realizáis son dignas del maestro que habéis querido. Mas si hubieseis sido
fieles a Dios, habríais recibido la alegría de los hijos santamente, sin dolor,
sin extenuaros en cópulas obscenas, indignas, ignoradas incluso por las
bestias, las bestias sin alma racional y espiritual.
Dios
quiso oponer, frente al hombre y a la mujer pervertidos por Satanás, al Hombre
nacido de una Mujer suprasublimada por Dios hasta el punto de generar sin haber
conocido varón: Flor que genera Flor sin necesidad de semilla; sólo por el beso
del Sol en el cáliz inviolado de la
Azucena‑María.
14¡La revancha de
Dios!...
Echa
resoplidos de odio, Satanás, mientras Ella nace. ¡Esta Párvula te ha vencido!
Antes de que fueras el Rebelde, el Tortuoso, el Corruptor, eras ya el Vencido,
y Ella es tu Vencedora. Mil ejércitos en formación nada pueden contra tu
potencia, ceden las armas de los hombres contra tus escamas, ¡oh, Perenne!, y
no hay viento capaz de llevarse el hedor de tu hálito. Y sin embargo este
calcañar de recién nacida, tan rosa que parece el interior de una camelia
rosada, tan liso y suave que comparada con él la seda es áspera, tan pequeño
que podría caber en el cáliz de un tulipán y hacerse un zapatito de ese raso
vegetal, he aquí que te comprime sin miedo, te confina en tu caverna. Y su
vagido te pone en fuga, a ti que no tienes miedo de los ejércitos; y su aliento
libera al mundo de tu hedor. Estás derrotado. Su nombre, su mirada, su pureza
son lanza, rayo, losa que te traspasan, que te abaten, que te encierran en tu
hura de Infierno, ¡oh, Maldito, que le has arrebatado a Dios la alegría de ser
Padre de todos los hombres creados!
Se
demuestra inútil ahora el haber corrompido a quienes habían sido creados
inocentes, conduciéndolos a conocer y a concebir por caminos sinuosos de
lujuria, privándole a Dios, en su criatura dilecta, de ser El quien
distribuyera magnánimamente los hijos según reglas que, si hubieran sido respetadas,
habrían mantenido en la tierra un equilibrio entre los sexos y las razas que
hubiera podido evitar guerras entre los hombres y desgracias en las familias.
Obedeciendo,
habrían conocido también el amor. Es más, sólo obedeciendo lo habrían conocido y
lo habrían poseído. Una posesión llena y tranquila de esta emanación de Dios,
que de lo sobrenatural desciende hacia lo inferior, para que la carne también
se goce santamente en ella, la carne que está unida al espíritu y que ha sido
creada por el Mismo que le creó el espíritu.
¿Ahora,
¡oh, hombres!, vuestro amor, vuestros amores, qué son? O libídine vestida de
amor o miedo incurable de perder el amor del cónyuge por libídine suya y de
otros. Desde que la libídine está en el mundo, ya nunca os sentís seguros de la
posesión del corazón del esposo o de la esposa; y tembláis y lloráis y
enloquecéis de celos, asesináis a veces para vengar una traición, os
desesperáis otras veces u os volvéis abúlicos o dementes.
Eso
es lo que has hecho, Satanás, a los hijos de Dios. Estos que tú has corrompido
habrían conocido la dicha de tener hijos sin padecer dolor, la dicha de nacer y
no tener miedo a morir. Mas ahora has sido derrotado en una Mujer y por la Mujer. De ahora en
adelante quien la ame volverá a ser de Dios, venciendo a tus tentaciones para
poder mirar a su inmaculada pureza. De ahora en adelante, no pudiendo concebir
sin dolor, las madres la tendrán a Ella como consuelo. De ahora en adelante
será guía para las esposas y madre para los moribundos, por lo que dulce será
el morir sobre ese seno que es escudo contra ti, Maldito, y contra el juicio de
Dios.
María,
pequeña voz, has visto el nacimiento del Hijo de la Virgen y el nacimiento de la Virgen al Cielo. Has visto,
por tanto, que los sin culpa
desconocen la pena del dar a luz y la pena del morir. Y, si a la superinocente
Madre de Dios le fue reservada la perfección de los dones celestes, igualmente,
si todos hubieran conservado la inocencia y hubieran permanecido como hijos de
Dios en los Primeros, habrían recibido el generar sin dolores (como era justo
por haber sabido unirse y concebir sin lujuria) y el morir sin aflicción.
La
sublime revancha de Dios contra la venganza de Satanás ha consistido en llevar
la perfección de la dilecta criatura a una superperfección que anulara, al menos en una, cualquier vestigio de
humanidad susceptible de recibir el
veneno de Satanás, por lo cual el Hijo vendría no de casto abrazo de hombre
sino de un abrazo divino que, en el éxtasis del Fuego, arrebola el espíritu.
15¡La Virginidad de la Virgen!...
Ven.
¡Medita en esta virginidad profunda que produce al contemplarla vértigos de
abismo! ¿Qué es, comparada con ella, la pobre virginidad forzada de la mujer
con la que ningún hombre se ha desposado? Menos que nada. ¿Y la virginidad de
la mujer que quiso ser virgen para ser de Dios, pero sabe serlo sólo en el
cuerpo y no en el espíritu, en el cual deja entrar muchos pensamientos de otro
tipo, y acaricia y acepta caricias de pensamientos humanos? Empieza a ser una
sombra de virginidad. Pero bien poco aún. ¿Qué es la virginidad de una
religiosa de clausura que vive sólo de Dios? Mucho. Pero nunca es perfecta
virginidad comparada con la de mi Madre.
Hasta
en el más santo ha habido al menos un contubernio: el de origen, entre el
espíritu y la Culpa,
esa unión que sólo el Bautismo disuelve. La disuelve, sí, pero ‑ como en el
caso de una mujer separada de su marido por la muerte ‑ no devuelve la
virginidad total como era la de los Primeros antes del pecado. Una cicatriz
queda, y duele, recordando así su presencia, cicatriz que puede siempre en
cualquier momento traducirse de nuevo en una llaga, como ciertas enfermedades
agudizadas periódicamente por sus virus. En la Virgen no existe esta señal
de un disuelto ligamen con la
Culpa. Su alma aparece bella e intacta como cuando el Padre
la pensó reuniendo en Ella todas las gracias.
Es
la Virgen. Es
la única. Es la Perfecta.
Es la
Completa. Pensada así. Engendrada así. Que ha permanecido
así. Coronada así. Eternamente así. Es la Virgen. Es el abismo de la intangibilidad, de la
pureza, de la gracia que se pierde en el Abismo de que procede, es decir, en
Dios, Intangibilidad, Pureza, Gracia perfectísimas.
Así
se ha desquitado el Dios Trino y Uno: Él ha alzado contra la profanación de las
criaturas esta Estrella de perfección; contra la curiosidad malsana, esta Mujer
Reservada que sólo se siente satisfecha amando a Dios; contra la ciencia del
mal, esta Sublime Nesciente. Ignorante no sólo en lo que toca al amor
degradado, o al amor que Dios había dado a los cónyuges, sino más todavía: en
Ella se trata de ignorancia del fomes, herencia del Pecado. En Ella sólo se da
la gélida e incandescente sabiduría del Amor divino. Fuego que encoraza de
hielo la carne para que sea espejo transparente en el altar en que un Dios se
desposa con una Virgen, y no por ello se rebaja, porque su perfección envuelve
a Aquella que, como conviene a una esposa, es sólo inferior en un grado al
Esposo, sujeta a Él por ser Mujer, pero, come Él, sin mancha».
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