8. María recibida en el Templo. En su humildad, no sabía
que era la Llena de Sabiduría.
30 de agosto de 1944.
1Veo a María
caminando entre su padre y su madre por las calles de Jerusalén.
Los
que pasan se paran a mirar a la bonita Niña vestida toda de blanco nieve y
arrollada en un ligerísimo tejido que, por sus dibujos, de ramas y flores, más
opacos que el tenue fondo, creo que es el mismo que tenía Ana el día de su
Purificación. Lo único es que, mientras que a Ana no le sobrepasaba la cintura,
a María, siendo pequeñita, le baja casi hasta el suelo, envolviéndola en una
nubecita ligera y lúcida de singular gracia.
El
oro de la melena suelta sobre los hombros, mejor: sobre la delicada nuca, se
transparenta a través del sutilísimo fondo, en las partes del velo no
adamascadas. Éste está sujeto a la frente con una cinta de un azul palidísimo
que tiene ‑ obviamente hecho por su mamá ‑ unas pequeñas azucenas bordadas en
plata.
El
vestido ‑ como he dicho, blanquísimo ‑ le llega hasta abajo, y los piececitos,
con sus pequeñas sandalias blancas, apenas se muestran al caminar. Las manitas
parecen dos pétalos de magnolia saliendo de la larga manga. Aparte del círculo
azul de la cinta, no hay ningún otro punto de color. Todo es blanco. María
parece vestida de nieve.
Joaquín lleva el mismo vestido de la Purificación. Ana,
en cambio, un oscurísimo morado; el manto, que le tapa incluso la cabeza, es
también morado oscuro; lo lleva muy bajo, a la altura de los ojos, dos pobres
ojos de madre rojos de llanto, que no quisieran llorar, y que no quisieran,
sobre todo, ser vistos llorar, pero que no pueden no llorar al amparo del
manto. Éste protege, por una parte, de los que pasan; también, de Joaquín,
cuyos ojos, siempre serenos, hoy están también enrojecidos y opacos
por las lágrimas (las que ya han caído y las que aún siguen cayendo). Camina
muy curvado, bajo su velo a guisa casi de turbante que le cubre los lados del
rostro.
Joaquín
está muy envejecido. Los que le ven deben pensar que es abuelo o quizás
bisabuelo de la pequeñuela que lleva de la mano. El pobre padre, a causa de la
pena de perderla, va arrastrando los pies al caminar; todo su porte es cansino
y le hace unos veinte años más viejo de lo que en realidad es; su rostro parece
el de una persona enferma además de vieja, por el mucho cansancio y la mucha
tristeza; la boca le tiembla ligeramente entre las dos arrugas ‑ tan marcadas
hoy ‑ de los lados de la nariz.
Los
dos tratan de celar el llanto. Pero, si pueden hacerlo para muchos, no pueden
para María, la cual, por su corta estatura, los ve de abajo arriba y,
levantando su cabecita, mira alternativamente a su padre y a su madre. Ellos se
esfuerzan en sonreírle con su temblorosa boca, y aprietan más con su mano la
diminuta manita cada vez que su hijita los mira y les sonríe. Deben pensar:
«Sí. Otra vez menos que veremos esta sonrisa».
2Van despacio, muy
despacio. Da la impresión de que quieren prolongar lo más posible su camino.
Todo es ocasión para detenerse... Pero, ¡siempre debe tener un fin un
camino!... Y éste está Ya para acabarse. En efecto, allí, en la parte alta de
este último tramo en subida, están los muros que circundan el Templo. Ana gime,
y estrecha más fuertemente la manita de María.
«¡Ana,
querida mía, aquí estoy contigo!» dice una voz desde la sombra de un bajo arco
echado sobre un cruce de calles. Isabel estaba esperando. Ahora se acerca a Ana
y la estrecha contra su corazón, y, al ver que Ana llora, le dice: «Ven, ven un
poco a esta casa amiga; también está Zacarías».
Entran
todos en una habitación baja y oscura cuya luz es un vasto fuego. La dueña, que
sin duda es amiga de Isabel, si bien no conoce a Ana, amablemente se retira,
dejando a los llegados libertad de hablar.
«No
creas que estoy arrepentida, o que entregue con mala voluntad mi tesoro al
Señor ‑ explica Ana entre lágrimas ‑ ...Lo que pasa es que el corazón... ¡oh,
cómo me duele el corazón, este anciano corazón mío que vuelve a su soledad, a
esa soledad de quien no tiene hijos!... Si lo sintieras...».
«Lo
comprendo, Ana mía... Pero tú eres buena y Dios te confortará en tu soledad.
María va a rezar por la paz de su mamá, ¿verdad?».
María
acaricia las manos maternas y las besa, se las pone en la cara para ser
acariciada a su vez, y Ana cierra entre sus manos esa carita y la besa, la
besa... no se sacia de besarla.
Entra
Zacarías y saluda diciendo: «A los justos la paz del Señor».
«Sí ‑
dice Joaquín ‑, pide paz para nosotros porque nuestras entrañas tiemblan, ante
la ofrenda, como las de nuestro padre Abraham mientras subía el monte; y
nosotros no encontraremos otra ofrenda que pueda recobrar ésta; ni querríamos
hacerlo, porque somos fieles a Dios. Pero sufrimos, Zacarías. Compréndenos,
sacerdote de Dios, y no te seamos motivo de escándalo».
«Jamás.
Es más, vuestro dolor, que sabe no transpasar lo lícito, que os llevaría a la
infidelidad, es para mí escuela de amor al Altísimo. ¡Animo! 3La
profetisa Ana cuidará con esmero esta flor de David y Aarón. En este momento es
la única azucena que David tiene de su estirpe santa en el Templo, y cual perla
regia será cuidada. A pesar de que los tiempos hayan entrado ya en la recta
final y de que deberían preocuparse las madres de esta estirpe de consagrar sus
hijas al Templo ‑ puesto que de una virgen de David vendrá el Mesías ‑, no
obstante, a causa de la relajación de la fe, los lugares de las vírgenes están
vacíos. Demasiado pocas en el Templo; y de esta estirpe regia ninguna, después
de que, hace ya tres años, Sara de Eliseo salió desposada. Es cierto que aún
faltan seis lustros para el final, pero... bueno, pues esperemos que María sea
la primera de muchas vírgenes de David ante el Sagrado Velo. Y... ¿quién
sabe?...». ‑ Zacarías se detiene en estas palabras y... mira pensativo a María.
Luego prosigue diciendo: «También yo velaré por Ella. Soy sacerdote y ahí
dentro tengo mi influencia. Haré uso de ella para este ángel. Además, Isabel
vendrá a menudo a verla...».
«¡Oh, claro! Tengo mucha necesidad de Dios y vendré a decírselo a
esta Niña para que a su vez se lo diga al Eterno».
4Ana ya está más animada. Isabel, buscando confortarla
aún más, pregunta: «¿No es éste tu velo de cuando te casaste?, ¿o has hilado
más muselina?».
«Es aquél. Lo consagro con Ella al Señor. Ya no tengo ojos para
hilar... Además, por impuestos y adversidades, las posibilidades económicas
son mucho menores... No me era lícito hacer gastos onerosos. Sólo me he
preocupado de que tuviera un ajuar considerable para el tiempo que transcurra
en la Casa de
Dios y para después... porque creo que no seré yo quien la vista para la
boda... Pero quiero que sea la mano de su madre, aunque esté ya fría e inmóvil,
la que la haya ornado para la boda y le haya hilado la ropa y el vestido de
novia».
«¡Oh, por qué
tienes que pensar así?».
`
«Soy vieja, prima. Jamás me he sentido tan vieja como ahora bajo el peso de este
dolor. Las últimas fuerzas de mi vida se las he dado a esta flor, para llevarla
y nutrirla, y ahora… y ahora... el dolor de perderla sopla sobre las postreras
y las dispersa».
«No
digas eso. Queda Joaquín».
«Tienes
razón. Trataré de vivir para mi marido».
Joaquín
ha hecho como que no ha oído, atento como está a lo que le dice Zacarías; pero
sí que ha oído, y suspira fuertemente, y sus ojos brillan de llanto.
«Estamos
entre tercia y sexta. Creo que sería conveniente ponernos en marcha» dice
Zacarías.
Todos
se levantan para ponerse los mantos y comenzar a salir.
5Pero María se
adelanta y se arrodilla en el umbral de la puerta con los brazos extendidos, un
pequeño querubín suplicante: «¡Padre, Madre, vuestra bendición!».
No
llora la fuerte pequeña; pero los labiecitos sí tiemblan, y la voz, rota por un
interno singulto, presenta más que nunca el tembloroso gemido de una tortolita.
La carita está más pálida y el ojo tiene esa mirada de resignada angustia que ‑
más fuerte, hasta el punto de llegar a no poderse mirar sin que produzca un
profundo sufrimiento ‑ veré en el Calvario y ante el Sepulcro.
Sus
padres la bendicen y la besan. Una, dos, diez veces. No se sacian de besarla...
Isabel llora en silencio. Zacarías, aunque quiera no dar muestras de ello, está
también conmovido.
Salen.
María entre su padre y su madre, como antes; delante, Zacarías y su mujer..
Ahora
están dentro del recinto del Templo. «Voy a ver al Sumo Sacerdote. Vosotros
subid hasta la Gran
Terraza».
Atraviesan
tres atrios y tres patios superpuestos... Ya están al pie del vasto cubo de
mármol coronado de oro. Cada una de las cúpulas, convexas como una media
naranja enorme, resplandece bajo el sol, que cae a plomada, ahora que es
aproximadamente mediodía, en el amplio patio que rodea a la solemne
edificación, y llena el vasto espacio abierto y la amplia escalinata que
conduce al Templo. Sólo el pórtico que hay frente a la escalinata, a lo largo
de la fachada, está en sombra, y la puerta, altísima, de bronce y oro, con
tanta luz, aparece aún más oscura y solemne.
Por
el intenso sol, María parece aún más de nieve. Ahí está, al pie de la
escalinata, entre sus padres. ¡Cómo debe latirles el corazón a los tres! Isabel
está al lado de Ana, pero un poco retrasada, como medio paso.
6Un sonido de
trompetas argentinas y la puerta gira sobre los goznes, los cuales, al moverse
sobre las esferas de bronce, parecen producir sonido de cítara. Se ve el
interior, con sus lámparas en el fondo. Un cortejo viene desde allí hacia el
exterior. Es un pomposo cortejo acompañado de sonidos de trompetas argénteas,
nubes de incienso y luces.
Ya
ha llegado al umbral; delante, el que debe ser el Sumo Sacerdote: un anciano
solemne, vestido de lino finísimo, cubierto con una túnica más corta, también
de lino, y sobre ésta una especie de casulla ‑ recuerda en parte a la casulla y
en parte al paramento de los diáconos ‑ multicolor: púrpura y oro, violáceo y
blanco se alternan en ella y brillan como gemas al sol; y dos piedras preciosas
resplandecen encima de los hombros más vivamente aún (quizás son hebillas con
un engaste precioso); al pecho lleva una ancha placa resplandeciente de gemas
sujeta con una cadena de oro; y colgantes y adornos lucen en la parte de abajo
de la túnica corta, y oro en la frente sobre la prenda que cubre su cabeza (una
prenda que me recuerda a la de los sacerdotes ortodoxos, con su mitra en forma
de cúpula en vez de en punta como la mitra católica).
El
solemne personaje avanza, solo, hasta el comienzo de la escalinata, bajo el oro
del sol, que le hace todavía más espléndido. Los otros esperan, abiertos en
forma de corona, fuera de la puerta, bajo el pórtico umbroso. A la izquierda
hay un cándido grupo de niñas, con Ana, la profetisa, y otras maestras
ancianas.
El
Sumo Sacerdote mira a la
Pequeña y sonríe. ¡Debe parecerle bien pequeñita al pie de
esa escalinata digna de un templo egipcio! Levanta los brazos al cielo para
pronunciar una oración. Todos bajan la cabeza como anonadados ante la majestad
sacerdotal en comunión con la
Majestad eterna.
Luego...
una señal a María, y Ella se separa de su madre y de su padre y sube, sube como
hechizada. Y sonríe, sonríe a la zona del Templo que está en penumbra, al lugar
en que pende el preciado Velo... Ha llegado a lo alto de la escalinata, a los
pies del Sumo Sacerdote, que le impone las manos sobre la cabeza. La víctima ha
sido aceptada. ¿Alguna vez había tenido el Templo una hostia más pura?
Luego
se vuelve y, pasando la mano por el hombro de la Corderita sin mancha,
como para conducirla al altar, la lleva a la puerta del Templo y, antes de
hacerla pasar pregunta:
«María
de David, ¿conoces tu voto?». Ante el «sí» argentino que le responde, él grita:
«Entra, entonces. Camina en mi presencia y sé
perfecta».
Y María entra y
desaparece en la sombra, y el cortejo de las vírgenes y de las maestras, y
luego de los levitas, la ocultan cada vez más, la separan... Ya no se la ve...
La puerta
se vuelve, girando sobre sus armoniosos goznes. Una abertura, cada vez más
estrecha, permite todavía ver al cortejo, que se va adentrando hacia el Santo.
Ahora es sólo una rendija. Ahora ya nada. Cerrada.
Al
último acorde de los sonoros goznes responde un sollozo de los dos ancianos y
un grito único: «¡María! ¡Hija!». Luego dos gemidos invocándose mutuamente:
«¡Ana, Joaquín!». Luego, como final: «Glorifíquemos al Señor, que la recibe en
su Casa y la conduce por sus caminos».
Y
todo termina así.
7Dice Jesús:
«El Sumo Sacerdote había
dicho: "Camina en mi presencia y sé perfecta". El Sumo Sacerdote no
sabía que estaba hablándole a la
Mujer que, en perfección, es sólo inferior a Dios. Mas
hablaba en nombre de Dios y, por tanto, su imperativo era sagrado. Siempre sagrado,
pero especialmente a la
Repleta de Sabiduría.
María había merecido que la
"Sabiduría viniera a su encuentro tomando la iniciativa de manifestarse a
Ella", porque "desde el principio de su día Ella había velado a su
puerta y, deseando instruirse, por amor,
quiso ser pura para conseguir el amor perfecto y merecer tenerla como
maestra".
En su humildad, no sabía que
la poseía antes de nacer y que la unión con la Sabiduría no era sino un
continuar los divinos latidos del Paraíso. No podía imaginar esto. Y cuando, en
el silencio del corazón, Dios le decía palabras sublimes, Ella, humildemente,
pensaba que fueran pensamientos de orgullo, y elevando a Dios un corazón
inocente suplicaba: "¡Piedad de tu sierva, Señor!".
En verdad, la verdadera
Sabia, la eterna Virgen, tuvo un solo pensamiento desde el alba de su día:
"Dirigir a Dios su corazón des de los albores de la vida y velar para el
Señor, orando ante el Altísimo", pidiendo perdón por la debilidad de su
corazón, como su humildad le sugería creer, sin saber que estaba anticipando
la solicitud de perdón para los pecadores que haría al pie de la Cruz junto con su Hijo
moribundo.
"Luego, cuando el gran
Señor lo quiera, Ella será colmada del Espíritu de inteligencia" y
entonces comprenderá su sublime misión. Por ahora no es más que una párvula
que, en la paz sagrada del Templo, anuda, "reanuda", cada vez de
forma más estrecha, sus coloquios, sus afectos, sus recuerdos, con Dios.
Esto es para
todos.
8Pero, para ti, pequeña María, ¿no
tiene ninguna cosa particular que decir tu Maestro? "Camina en mi
presencia, sé por tanto perfecta". Modifico ligeramente la sagrada frase y
te la doy por orden. Perfecta en el amor, perfecta en la generosidad, perfecta
en el sufrir.
Mira
una vez más a la Madre. Y
medita en eso que tantos ignoran, o
quieren ignorar, porque el dolor es materia demasiado ingrata para su
paladar y para su espíritu. El dolor. María lo tuvo desde las primeras horas de
la vida. Ser perfecta como Ella era era poseer también una perfecta sensibilidad.
Por eso, el sacrificio debía serle más agudo; mas, por eso mismo, más
meritorio. Quien posee pureza posee amor, quien posee amor posee sabiduría,
quien posee sabiduría posee generosidad y heroísmo, porque sabe el porqué por que se sacrifica.
¡Arriba
tu espíritu, aunque la cruz te doble, te rompa, te mate! Dios está contigo».
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