Desesperación y suicidio de Judas Iscariote.
Habría podido salvarse todavía si se hubiera arrepentido.
31 de marzo de 1944. Viernes de Pasión. Dos de la
madrugada.
1Ésta
es mi visión penosísima de las primeras horas del Viernes de
Pasión. Se me presentó mientras hacía la Hora de María Desolada,
porque había pensado que pasar la noche, que precede a la Profesión,
en compañía de la Virgen de los Siete Dolores era la más hermosa
preparación para la Profesión.
2Veo
a Judas. Está solo. Vestido de amarillo claro. Lleva un cordón rojo
a la cintura. Mi interno consejero me advierte de que hace poco ha
sido apresado Jesús, y que Judas, que había huido inmediatamente
después de la captura, ahora está a merced de un contraste de
pensamientos. Efectivamente, parece una fiera furiosa acosada por una
jauría de mastines. Un leve soplo del viento entre las frondas, o el
rumor de alguna cosa en las calles, el hilo de agua de una
fuentecilla, le hacen sobresaltarse y volverse con sospecha y terror
como si se sintiera alcanzado por un verdugo. Tuerce la cabeza yendo
cabizbajo, encogido el cuello, tuerce los ojos como quien quisiera
ver y tuviera miedo de ver; y, si un juego de luz lunar crea una
sombra de apariencia humana, sus ojos se abren como platos, da un
salto hacia atrás, se pone más pálido de lo que ya de por sí
está, se detiene un instante, para huir luego precipitadamente,
volviendo sobre sus pasos, se escurre por entre otras callejuelas,
hasta que otro ruido u otro juego de luz le hace detenerse y huir en
otra dirección.
Con este paso suyo de demente va
hacia el interior de la ciudad. Pero el clamor del pueblo le advierte
de que está cerca de la casa de Caifás. Entonces, llevándose las
manos a la cabeza y agachándose como si esos gritos fueran piedras
lanzadas contra él, huye y huye. Y, huyendo, toma una callejuela que
le lleva directamente hacia la casa donde ha tenido lugar la Cena. Se
da cuenta cuando está delante de ella, por una fuente que en ese
lugar de la calle libera su hilo de agua. El llanto del agua que
gotea y cae en la pequeña pila de piedra, y un leve silbido del
viento, que introduciéndose por la estrecha calle forma como un
reprimido lamento, deben parecerle el llanto del Traicionado y el
lamento del Torturado. Se tapa los oídos para no oír, y se aleja,
cerrando los ojos para no ver esa puerta por la que pocas horas antes
ha pasado con el Maestro, y por la que ha salido para ir por los
soldados que le apresaran.
3Corriendo
así, con los ojos cerrados, va a chocar contra un perro callejero
(el primer perro que veo desde que tengo las visiones), un perro
grande, gris, hirsuto, que se aparta gruñendo, preparado para
lanzarse contra este que le molesta. Judas abre los ojos y ve las dos
pupilas fosforescentes que le miran fijamente, y ve los blancos
colmillos descubiertos, que tienen apariencia de risa diabólica.
Pega un grito de terror. El perro, tomándolo quizás por un grito de
amenaza, arremete contra Judas. Los dos ruedan entre el polvo: Judas
debajo, paralizado por el miedo; el perro encima. Cuando el animal
deja a su presa, juzgada quizá indigna de una lucha, Judas sangra a
causa de dos o tres mordiscos, y su manto presenta algunos, grandes
desgarrones.
Un mordisco le ha clavado los
dientes justamente en la mejilla, en el sitio exacto donde él besó
a Jesús. La mejilla sangra, y la sangre ensucia el cuello de la
túnica amarillenta de Judas: empapando el cordón rojo que cierra su
túnica por el cuello y haciéndole más rojo aún, es como si le
pusiera un collar de sangre. Judas se lleva la mano a la mejilla y
mira al perro, que se ha separado pero está aguaitándole bajo el
entrante de una puerta, susurra: «¡Belcebú!» y lanzando un nuevo
grito huye, seguido durante un tiempo por el perro. Huye hasta el
puentecillo de cerca del Getsemaní. Ahí, o porque esté cansado de
seguirle, o porque tenga hidrofobia y el agua le aleje, el perro deja
a su presa y se vuelve gruñendo. Judas, que se había metido en el
torrente para coger piedras y lanzárselas al perro, cuando ve que se
aleja, mira a su alrededor, se ve con el agua hasta mitad de las
pantorrillas. Sin preocuparse de la túnica, cada vez más mojada, se
agacha hacia el agua y bebe como padeciendo ardor febril, y se lava
la mejilla que sangra y debe dolerle.
4Bajo
la luz de un primer claror de alba, remonta el guijarral: por la otra
parte, como si tuviera todavía miedo del perro y no se atreviera a
volver hacia la ciudad. Recorre algunos metros. Se ve a la entrada
del Huerto de los Olivos. Grita: «¡No! ¡No!», al reconocer el
lugar. Pero luego no sé por qué fuerza irresistible o por
qué sadismo satánico y criminal avanza por ese lugar. Busca
el sitio donde se ha producido la captura. La tierra del sendero,
revuelta por muchas pisadas, la hierba pisoteada en un determinado
lugar, sangre en el suelo quizás la de Malco , le
señalan de que allí ha identificado al Inocente ante los verdugos.
Mira, mira... Luego emite un
grito ronco y da un salto hacia atrás. Grita: «¡Esa sangre, esa
sangre!...», y la señala ¿a quién? - con el brazo
extendido, apuntando con el índice. Bajo la luz, que va aumentando,
su cara aparece térrea y espectral. Parece un loco: se le salen los
ojos de las órbitas, unos ojos brillantes como por delirio; el pelo,
desordenado por la carrera y el terror, parece hirsuto; la mejilla,
que se va hinchando, desvía su boca dándole expresión sardónica.
La túnica desgarrada, ensangrentada, mojada, lodosa (porque la
tierra se ha pegado a la humedad y se ha transformado en barro), le
hace parecer un mendigo. El manto, también hecho jirones y lodoso,
le pende de un hombro como un trapajo, en que él se enreda cuando,
gritando aún: «¡Esa sangre, esa sangre!», retrocede como si esa
sangre se hiciera un mar que sube y sumerge.
Judas cae
hacia atrás. Se hiere la cabeza, detrás, contra una piedra. Emite
un gemido de dolor y miedo. «¿Quién es?» grita. Debe haber
pensado que alguien le ha hecho caer para agredirle. Se vuelve
aterrorizado. ¡Nadie! Se levanta. Ahora la sangre gotea también
sobre la nuca. El círculo rojo se ensancha en la túnica. No
cae al suelo*
porque es poca. Se la bebe la túnica. Ya parece puesto al cuello el
dogal rojo.
________________________
*
No cae al suelo,
porque no
debía
mezclarse (...)
con la
Sangre purísima del Inocente, como
se dice en 603.5.
5Anda.
Encuentra los restos de la pequeña hoguera que había encendido
Pedro al pie de un olivo. Pero no sabe que ha sido obra de Pedro y
debe creer que allí ha estado Jesús. Grita: «¡Fuera! ¡Fuera!» y
con las dos manos extendidas hacia delante parece rechazar a un
fantasma que le atormentara. Huye, para terminar justo contra la
piedra de la Agonía.
Ya el alba ha roto, y permite
ver bien y pronto. Judas ve el manto de Jesús. Está doblado sobre
la piedra. Lo conoce. Quiere tocarlo. Tiene miedo. Alarga y retira la
mano. Quiere, no quiere. Pero ese manto le cautiva. Gime: «No, no».
Luego dice: «¡Sí, por Satanás! Sí, quiero tocarlo. ¡No tengo
miedo!». Dice que no tiene miedo, pero le castañean de terror los
dientes, y el ruido producido sobre su cabeza por una rama de olivo
que, movida por el viento, choca contra un tronco cercano le hace
gritar de nuevo. No obstante, se esfuerza y coge el manto. Se ríe.
Una risa de loco, de demonio. Una risa histérica, espasmódica,
lúgubre, inacabable, porque ha superado su miedo.
Y de hecho lo dice: «No me das
miedo, Cristo. Se acabó el miedo. Tenía mucho miedo de ti porque lo
creía un Dios y un hombre fuerte. Ahora ya no me das miedo porque no
eres Dios. Eres un pobre loco, un hombre débil. No has sabido
defenderte. No me has reducido a cenizas, como tampoco has leído en
mi corazón la traición. ¡Mis miedos!... ¡Qué necio! Cuando
hablabas, incluso ayer por la noche, creía que sabías; pero no
sabías nada. Era mi miedo el que daba tono de profecía a tus
palabras corrientes. Eres una nada. Te has dejado vender,
identificar, capturar como un ratón en la hura. ¡Tu poder! ¡Tu
origen! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Payaso! ¡El fuerte es Satanás! Más
fuerte que Tú. ¡Te ha vencido! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡El Profeta! ¡El
Mesías! ¡El Rey de Israel! ¡Y me has tenido subyugado tres años!
¡Con miedo siempre en el corazón! ¡Y tenía que mentir para
engañarte con finura cuando quería gozar de la vida! Pero, aunque
hubiera robado y fornicado sin toda la astucia que usaba, no me
habrías hecho nada. ¡Imbele! ¡Loco! ¡Cobarde! ¡Ten! ¡Ten! ¡Ten!
Mi error ha sido no hacer contigo lo que hago con tu manto para
vengarme del tiempo en que me has tenido esclavo del miedo. ¡Miedo a
un conejo!... ¡Ten! ¡Ten! ¡Ten!».
6A
cada "¡Ten!" Judas muerde y trata de desgarrar la tela del
manto. Le arruga entre sus manos. Pero, al hacer esto, lo desdobla, y
aparecen las manchas que lo humedecen. Se le bloquea la furia a
Judas. Se fija en esas manchas. Las toca. Las huele. Son sangre...
Desdobla todo el manto. Se ven bien las marcas que han dejado las dos
manos ensangrentadas cuando apretaban la tela contra la cara.
«¡Ah!... ¡Sangre! ¡Sangre!
Su sangre... ¡No!». Judas suelta el manto y mira alrededor. También
en la piedra en la que Jesús ha apoyado su espalda cuando el Ángel
le consolaba hay una oscura señal de sangre que ya se está secando.
«¡Ahí!... ¡Ahí!... ¡Sangre! ¡Sangre!...». Baja los ojos para
no ver, y ve la hierba toda roja por la sangre que ha goteado sobre
ella y que, por el rocío que la ha mantenido licuada, parece sangre
recién vertida. Es roja y brilla bajo los primeros rayos de sol.
«¡No! ¡No! ¡No! ¡No quiero verla! ¡No puedo ver esa sangre!
¡Auxilio!», y se lleva las manos a la garganta y gesticula como si
se estuviera ahogando en un mar de sangre. «¡Atrás! ¡Atrás!
¡Déjame! ¡Déjame! ¡Maldito! ¡Es un mar de sangre! ¡Cubre toda
la Tierra! ¡La Tierra! ¡La Tierra! Y en la Tierra no hay sitio para
mí, porque no puedo ver esta sangre que la cubre. ¡Soy el Caín del
Inocente!».
Creo que la idea del suicidio ha
surgido en este momento en ese corazón. La cara de Judas produce
miedo.
7Baja
del desnivel de un salto y huye por el olivar por otro camino
distinto del recorrido para ir. Parece perseguido por fieras. Vuelve
a la ciudad. Se envuelve como puede en el manto y trata de cubrirse
lo más posible la herida y la cara.
Se dirige al Templo. Pero yendo
en esa dirección, en un cruce de calles se encuentra de frente a la
gentuza que arrastra a Jesús donde Pilato. No puede retirarse,
porque más gente, que acude a ver, le empuja por detrás. Y, siendo
alto, por fuerza descuella, y ve. Y encuentra la mirada de Cristo...
Las dos miradas se entrelazan un momento. Luego Cristo pasa, atado,
recibiendo golpes. Y Judas cae supino, como desvanecido. La masa le
pisotea sin piedad, y él no reacciona: debe preferir ser pisoteado
por todo un mundo antes que toparse con esa mirada.
8Una
vez que ha pasado con el Mártir la gritería deicida y la calle está
vacía, se levanta y corre hacia el Templo. Choca contra un guardia
que está en la puerta del recinto, y casi le derriba. Otros guardias
vienen para impedir entrar al energúmeno. Pero él, como un toro
furioso, arrolla a todos. A uno que se echa sobre él para impedirle
entrar en el aula del Sanedrín, donde están todavía todos reunidos
y discutiendo, le agarra por el cuello, aprieta y le arroja abajo por
los tres escalones; si no muerto, sin duda, moribundo.
«No quiero vuestro dinero,
malditos» grita erguido en medio del aula, en el lugar donde antes
estaba Jesús. Parece un demonio de improviso salido del infierno.
Ensangrentado, despeinado, encendido por el delirio, echando baba por
la boca, las manos como garras, grita, y tan estridente es su voz,
ronca, aulladora, que parece que ladra. «Vuestro dinero, malditos,
no lo quiero. Habéis sido mi perdición. Me habéis hecho cometer el
mayor de los pecados. ¡Maldito soy, maldito como vosotros! He
traicionado la Sangre inocente. Caiga sobre vosotros esa Sangre y mi
muerte. Sobre vosotros... ¡No! ¡Ay!...». Judas ve el suelo mojado
de sangre. «¿También aquí?, ¿también aquí hay sangre? ¡En
todas partes! ¡Su sangre está en todas partes! ¿Pero cuánta
sangre tiene el Cordero de Dios, para cubrir de este modo la Tierra
sin morir! ¡Y yo la he derramado! Por instigación vuestra.
¡Malditos! ¡Malditos! ¡Malditos para siempre! ¡Maldición a estas
paredes! ¡Maldición a este Templo profanado! ¡Maldición al
Pontífice deicida! ¡Maldición a los sacerdotes indignos, a los
doctores falsos, a los fariseos hipócritas, a los judíos crueles, a
los escribas arteros! ¡Maldición a mí! ¡A mí! ¡Tened vuestro
dinero y que os estrangule el alma como a mí el dogal», y arroja la
bolsa a la cara de Caifás y se marcha emitiendo un grito, mientras
las monedas suenan desparramándose por el suelo después de haber
golpeado a Caifás en la boca haciéndole sangre.
Ninguno se atreve a retenerle.
9Sale.
Corre por las calles. Y fatalmente vuelve a cruzarse otras dos veces
con Jesús, que va a la casa de Herodes y vuelve.
Abandona el centro de la ciudad,
entrando al azar por las callejuelas más míseras. Y otra vez acaba
en la casa del Cenáculo, que está toda cerrada, como abandonada. Se
para. La mira. «¡La Madre!» susurra. «¡La Madre!...» Se queda
pensativo... «¡Yo también tengo una madre! ¡Y le he matado un
hijo a una madre!... No obstante... Quiero entrar... Volver a ver esa
habitación. Allí no hay sangre...» Llama con un golpe en la
puerta... otro golpe... otro... La dueña de la casa va a abrir y
entreabre la puerta. Una rendija... Al ver a ese hombre desfigurado,
irreconocible, lanza un grito y trata de cerrar de nuevo la puerta.
Pero Judas, empujando bruscamente con el hombro, la abre de par en
par y, arrollando a la mujer aterrada, pasa adentro.
Corre hacia la puertecita que da
acceso al Cenáculo. La abre. Entra. Un bonito sol entra por las
ventanas, completamente abiertas. Judas suelta un respiro de alivio.
Entra en la sala. Aquí todo está en calma y silencioso. Las piezas
de la vajilla siguen como las dejaron. Se comprende que hasta ahora
nadie se ha ocupado de ello. Se podiría pensar que vayan a sentarse
personas a la mesa. A ésta se acerca Judas. Mira si hay vino en las
ánforas. Hay. Beve ávidamente rectamente del ánfora, levantándola
con las dos manos. Luego se deja caer sentado. Apoya la cabeza sobre
los brazos cruzados, encima de la mesa. No se da cuenta de que se ha
sentado justo en el sitio de Jesús y que tiene delante el cáliz
usado para la Eucaristía. Está inmóvil un rato, hasta que el jadeo
de esta gran carrera se calma. Luego levanta la cabeza. Ve el cáliz.
Y reconoce dónde se ha sentado.
Se levanta como poseído. Pero
el cáliz le cautiva. Un poco de vino rojo hay todavía en el fondo,
y el sol, hiriendo el metal parece plata - enciende ese
líquido. «¡Sangre! ¡Sangre! ¡Sangre también aquí! ¡Su Sangre!
¡Su Sangre!... "¡Haced esto en memoria mía!... Tomad y bebed.
Ésta es mi Sangre... La Sangre del nuevo testamento, que será
derramada por vosotros...". ¡Ay! ¡Maldición a mí! Por mí ya
no puede ser derramada para remisión de mi pecado. No pido perdón
porque Él no puede perdonarme. ¡Fuera, fuera! No existe ya ningún
lugar donde el Caín de Dios pueda conocer la paz. ¡La muerte! ¡La
muerte!...».
10Sale.
Se encuentra a María enfrente, en pie, en la puerta de la habitación
donde Jesús la ha dejado. Ella, al oír un ruido, se ha asomado,
quizá esperando ver a Juan, que falta desde hace muchas horas. Está
pálida como una desangrada. Sus ojos, por el dolor, son todavía más
parecidos a los de su Hijo. Judas se encuentra con esa mirada que le
mira con la misma afligida y consciente cognición con que Jesús le
ha mirado en la calle, y, con un «¡oh!» cargado de miedo, se pega
a la pared.
«¡Judas!» dice María,
«Judas, ¿qué has venido a hacer?». Las mismas palabras de Jesús.
Y dichas con amor doloroso, Judas !as recuerda y grita.
«Judas» repite María, «¿qué
es lo que has hecho? ¿A tanto amor has correspondido traicionando?».
La voz de María es caricia trémula.
Judas hace ademán de huir.
María le llama con una voz que hubiera debido convertir a un
demonio. «¡Judas! ¡Judas! ¡Deténte! ¡Deténte! ¡Escucha! Te lo
digo en su nombre: arrepiéntete, Judas; Él perdona...». Judas ya
ha huido.
La voz de María, su aspecto,
han sido el golpe de gracia, es decir, de desgracia, porque él la
resiste.
Va a todo correr. Se topa con
Juan, que viene raudo hacia la casa a recoger a María. La sentencia
está pronunciada. Jesús va a salir para el Calvario. Es hora de
llevar a la Madre donde el Hijo.
Juan reconoce a Judas, a pesar
de que quede bien poco del bien parecido Judas de poco tiempo antes.
«¿Tú aquí?» le dice Juan con visible repulsa. «¿Tú aquí?
¡Maldito seas, asesino del Hijo de Dios! El Maestro ha sido
condenado. Alégrate, si puedes. Pero deja libre el camino, que voy a
recoger a la Madre; que Ella, tu otra Víctima, no te vea, reptil».
11Judas
huye. Lleva envuelta la cabeza en los harapos del manto. Ha dejado
sólo una abertura para los ojos. La gente, la poca gente que no ha
ido hacia el Pretorio, se aparta como si viera a un loco; y es lo que
parece.
Vaga por los campos. El viento,
de vez en cuando, trae el eco del clamor de la turba, que sigue
imprecando contra Jesús. Y Judas, cada vez que este eco le
llega, lanza un grito parecido al aullido de un chacal.
Creo que realmente ha
enloquecido, porque va, rítmicamente, golpeando la cabeza contra los
muretes de piedra; o es que está hidrófobo, porque cuando ve
un líquido cualquiera (agua, o la leche que lleva un niño en un
recipiente, o el aceite que rezuma de un odre) emite un chillido,
emite un chillido y grita: «¡Sangre! ¡Sangre! ¡Su Sangre!».
Quisiera beber en los regatos y en las fuentes. No puede porque el
agua le parece sangre, y lo dice: «¡Es sangre! ¡Es sangre!
¡Me ahoga! ¡Me quema! ¡Llevo fuego dentro! Su Sangre, la que me ha
dado ayer, se ha transformado en fuego dentro de mí! ¡Maldición
a mí y a ti!».
12Sube
y baja por las lomas que rodean Jerusalén. Y su mirada, sin que
pueda evitarlo, se le va hacia el Gólgota. Dos veces ve la fila que
serpea por la subida. Mira y grita.
Ya está en la cima. También
Judas está en la cima de un pequeño collado cubierto de olivos. Ha
entrado en él abriendo una barrera rústica como si él fuera el
amo, o, por lo menos, como conociendo bien el lugar. Bueno, tengo la
impresión de que Judas no tenía mucho respeto por la propiedad
ajena. Erguido, debajo de un olivo que está en el límite de un
ribazo, mira hacia el Gólgota. Ve que levantan las cruces y
comprende que Jesús ha sido crucificado. No puede ver ni oír, pero
el delirio o un maleficio de Satanás le hacen ver y oír como
si estuviera en la cima del Calvario.
Mira, mira como alucinado.
Gesticula violentamente: «¡No! ¡No! ¡No me mires! ¡No me hables!
No lo soporto. ¡Muere, muere, maldito! Que la muerte te cierre esos
ojos que me dan miedo, esa boca que me maldice. Pero yo también te
maldigo, porque no me has salvado».
La cara está tan desfigurada
que ya uno no puede mirarla. Dos hilos de baba cuelgan de la boca, de
esa boca que grita. La mejilla mordida está amoratada e hinchada, de
forma que la cara se ve deformada. El pelo apelmazado. La barba,
muy obscura, que ha crecido en los carrillos durante esas horas,
dibuja en éstos y en el mentón una mordaza lúgubre. ¿Y los
ojos!... Giran, se mueven espasmódicos, tienen fosforescencia. Como
un verdadero demonio.
13Arranca
de su cintura el cordón de ruda lana roja que le ciñe con tres
vueltas. Prueba su solidez enroscándolo en torno a un olivo y
tirando con toda su fuerza. Resiste. Es fuerte.
Elige un olivo que valga para
ese fin. Bien, éste es adecuado, este de copa enmarañada que
sobresale del límite del ribazo. Trepa al árbol. Asegura
fuertemente un cabo a la rama más fuerte y que más sobresale hacia
el vacío. Yo ha hecho el nudo corredizo. Mira por última vez hacia
el Gólgota. Luego mete la cabeza en el nudo corredizo. Ahora parece
tener dos collares rojos en la base del cuello. Se sienta en el
límite del ribazo. Luego, de golpe, se deja caer en el vacío.
El nudo le estrangula. Forcejea
unos minutos. Pone en blanco los ojos, se pone negro por la asfixia,
abre la boca, las venas del cuello se hinchan, se ponen negras. Pega
cuatro o cinco patadas al aire en las últimas convulsiones. Luego la
boca se abre para pender de ella la lengua obscura y babosa. Los
globos oculares quedan al descubierto, saltones, mostrando el bulbo
blanquecino inyectado de sangre. El iris desaparece hacia arriba.
Está muerto.
El fuerte viento que se ha
levantado por la inminente borrasca cimbrea el macabro péndulo y lo
hace girar como una horrenda araña colgando del hilo de su telaraña.
La visión termina así. Y
espero olvidarme pronto de todo esto, porque le aseguro que es una
visión horrenda.
14Dice
Jesús:
«Horrenda, pero no inútil.
Demasiados creen que Judas cometió una cosa de poca importancia. Es
más, algunos llegan a catalogarle de benemérito, pues - dicen
sin él la Redención no se habría producido, y, por tanto, está
justificado ante Dios.
En verdad os digo que si el
Infierno no hubiera existido con una existencia perfecta en
cuanto a los tormentos habría sido creado para Judas, incluso
más horrendo y eterno. Porque de todos los pecadores y réprobos él
es el mayor réprobo y pecador; y para él no habrá, por los siglos
de los siglos, mitigación en la condena.
El
remordimiento habría podido incluso salvarle, si
hubiera
hecho del remordimiento un arrepentimiento. Pero
no quiso arrepentirse, sino que al primer delito de traición
del que todavía la gran misericordia que es mi amorosa debilidad
podía compadecerse unió blasfemias, resistencias a las voces
de la Gracia que todavía querían hablarle a través de los
recuerdos, de los sentimientos de terror, a través de mi Sangre y mi
manto, a través de mi mirada, a través de los restos de la
Eucaristía instituida, a través de las palabras de mi Madre.
Opuso
resistencia a todo. Quiso
resistir, de la misma manera que había
querido traicionar
y quiso
maldecir y quiso
suicidarse. 15Lo
que cuenta en las cosas es la voluntad, tanto en el bien como en el
mal.
Cuando uno
cae sin voluntad de caer, Yo perdono. Fíjate en Pedro. Negó. ¿Por
qué? Ni siquiera él lo sabía exactamente. ¿Era cobarde Pedro? No.
Mi Pedro no era cobarde. Contra la turba y los guardias del Templo
había tenido el valor de herir a Malco para defenderme, y se expuso
a que le mataran por esto. Luego huyó, sin tener la voluntad de
hacerlo; luego negó, sin tener la voluntad de hacerlo. Bien supo
después permanecer y caminar por el sangriento camino de la Cruz,
por mi Camino, hasta llegar a la muerte de cruz. Bien supo después
dar testimonio de mí, hasta el punto de que le mataron por su fe
intrépida. Yo defiendo a mi Pedro. Aquello fue el último vahído de
su humanidad. Pero en aquel momento no estaba presente la voluntad
espiritual: ofuscada por el peso de la humanidad, dormía; cuando se
despertó, no quiso permanecer en el pecado y quiso
ser perfecta. Yo le perdoné en seguida.
16Judas
no
quiso.
Dices que parecía loco e hidrófobo. Lo estaba, de rabia satánica.
Su terror al ver al perro,
animal raro especialmente en Jerusalén, le vino de que desde
tiempo inmemorial se atribuía a Satanás esa forma de aparecerse a
los mortales. En los libros de magia se dice incluso ahora que
una de las formas preferidas por Satanás para aparecerse es la de un
perro misterioso o la de un gato o de un macho cabrío. Judas,
ya a merced del terror nacido por causa de su delito, convencido
de ser de Satanás por su delito, vio a Satanás en aquel animal
callejero.
El culpable ve en todo sombras
de miedo. Las crea la conciencia. Y luego Satanás azuza estas
sombras que todavía podrían dar el arrepentimiento a un
corazón y hace de ellas espectros horrendos que llevan a la
desesperación. Y la desesperación lleva al último delito, al
suicidio.
¿De qué sirve arrojar el
precio de la traición, si este despojo es sólo el fruto de la
ira y no está corroborado por una recta voluntad de arrepentimiento?
En este último caso, despojarse de los frutos del mal se hace
meritorio. Pero así, como lo hizo él, no. Sacrificio inútil.
17Mi
Madre y era la Gracia la que hablaba y mi Tesorera la que
ofrecía perdón en mi Nombre se lo dijo: "Arrepiéntete,
Judas. Él perdona... ".
¡Oh, claro que le habría
perdonado! Si se hubiera arrojado a los pies de mi Madre diciendo:
"¡Piedad!", Ella, la Compasiva, le habría recogido como a
un herido y en las heridas satánicas de Judas, por las cuales el
Enemigo le había inoculado el Delito, habría derramado su llanto
salvífico y me le habría traído, a los pies de la Cruz, de la mano
para que Satanás no pudiera aferrarlo ni los discípulos atacarle;
me lo habría traído para que mi Sangre cayera antes que sobre otros
sobre él, el mayor de los pecadores. Y habría estado Ella
Sacerdotisa admirable ante su altar entre la Pureza y la
Culpa, porque es Madre de los vírgenes y de los santos, pero también
es Madre de los pecadores.
Pero él no
quiso.
18Meditad
sobre el poder de la voluntad, de la cual sois árbitros absolutos.
Por ella podéis recibir el Cielo o el Infierno. Meditad sobre lo que
quiere decir persistir en la culpa.
El
Crucificado, Aquel que está con los brazos abiertos y clavados para
deciros que os ama, y que no quiere, no puede, castigaros porque os
ama, y prefiere negarse el poder abrazaros único dolor de su
estar clavado , antes que tener la libertad de castigaros, ese
Crucifcado que es objeto de divina esperanza para los que se
arrepienten y quieren
liberarse del pecado, se transforma para los impenitentes en objeto
de un horror tal, que los hace blasfemar y usar la violencia contra
sí mismos. Son éstos verdugos de su propio espíritu y cuerpo por
su persistencia en el pecado. Y el aspecto del Manso, que se dejó
inmolar con la esperanza de salvarlos, asume la apariencia de un
espectro de horror.
19María,
te has quejado de esta visión. Pero es el Viernes de Pasión, hija.
Debes
sufrir.
A los sufrimientos por mis sufrimientos y los de María, debes unir
los tuyos por la amargura de ver a los pecadores seguir siendo
pecadores. Ha sido éste un sufrimiento nuestro.
Debe
serlo tuyo. María sufrió, y sufre todavía, por esto, como por mis
torturas. Por eso debes sufrir esto. Ahora descansa. Dentro de tres
horas serás enteramente mía y de María. Te bendigo, violeta de mi
Pasión y pasiflora de María».
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