Maria Stma. con María de Alfeo en Tiberíades,
donde Valeria. Encuentro con Judas Iscariote.
16 de mayo de 1946.
1Tiberíades
está ya a la vista y las dos peregrinas, cansadas, prosiguen
mientras desciende el crepúsculo.
«Dentro de poco será de
noche... Y estamos todavía en medio de los campos... Dos mujeres
solas... Y cerca de una ciudad grande llena de... ¡huy, qué gente!
¡Diablos, la mayor parte diablos!...» dice María de Alfeo mirando
asustada a su alrededor.
«No temas, María. Belcebú no
nos hará ningún mal. Sólo daña a quien le acoge en su
corazón...».
«¡Pero estos paganos le
tienen!...».
«En Tiberíades no hay sólo
paganos, y entre los paganos también hay justos».
«¡Que no! ¡Que no tienen a
nuestro Dios!...».
María no rebate porque
comprende que es inútil. La buena cuñada no es sino una de las
muchas israelitas que se creen las únicas depositarias de la
virtud... por ser israelitas.
Un momento de silencio en que se
oye sólo el roce de las sandalias que calzan los pies cansados y
polvorientos.
«Hubiera sido mejor recorrer el
camino habitual... Ése le conocíamos... Le recorre más gente...
Éste... entre huertas, solitario... desconocido... ¡Bueno, que
tengo miedo!».
«¡No, María! Mira. La ciudad
está allí, a dos pasos. Y aquí hay huertos tranquilos de los
cultivadores de Tiberíades, y allí, a dos pasos, está la orilla.
¿Quieres que vayamos por la orilla? Encontraremos pescadores... Hay
que atravesar sólo estas huertas».
«¡No, no! ¡Nos alejamos otra
vez de la ciudad! Y además... los barqueros son casi todos griegos,
cretenses, árabes, egipcios, romanos...» y parece como si nombrara
clases infernales con cada una de estas palabras. María Stma. no
puede evitar sonreír tras la sombra de su velo.
Prosiguen. El camino se
transforma en una alameda; por tanto, la máxima sombra... y el ápice
del miedo para María de Alfeo, que invoca a Yeohveh a cada paso que
da, cada vez más lento.
«¡Venga, sé fuerte! ¡Rauda,
si tienes miedo!» la anima María, que a cada invocación ha
respondido: «¡Maran Athá!».
2Pero
María de Alfeo se para del todo y pregunta: «¿Pero por qué has
querido venir aquí? ¿Quizás para hablar con Judas Iscariote?» .
«No, María. O, por lo menos,
no exactamente para eso. He venido para hablar con la romana
Valeria...».
«¡Misericordia! ¿Vamos a su
casa? ¡Ah! ¡no! ¡María! ¡No hagas eso! ¡Yo... yo ya no lo
acompaño! ¿Pero qué vas a hacer allí? ¡Donde ésas... donde
ésas... donde esos reprobados!...».
María Stma. cambia su dulce
sonrisa por una expresión seria, y pregunta: «¿Y no recuerdas que
Áurea ha de ser salvada? Mi Hijo ha comenzado su liberación. Yo la
cumpliré. ¿Así practicas tú el amor hacia las almas?».
«Pero no es de Israel...».
«¡Verdaderamente no has
entendido todavía ni una palabra de la Buena Nueva! Eres una
discípula muy imperfecta... No trabajas para tu Maestro y me causas
mucho dolor».
María de Alfeo agacha la
cabeza... Y su corazón, lleno de los prejuicios de Israel, sí, pero
congénitamente bueno, prevalece. Rompe a llorar, abraza a María y
dice: «¡Perdóname! ¡Perdóname! ¡No me digas que te causo dolor
y que no sirvo a mi Jesús! ¡Sí, sí! Soy muy imperfecta, merezco
reprensión... Pero no lo volveré a hacer... ¡Voy, voy! Hasta al
Infierno, si vas tú a él a arrancar un alma para dársela a
Jesús... Dame un beso, María, para decir que me perdonas...».
María la besa y vuelven al
camino, ágiles, alentadas de nuevo por el amor...
3Ya
están en Tiberíades, hacia el pequeño puerto de los pescadores.
Buscan la casita de José, el barquero discípulo... La encuentran.
Llaman...
«¡La Madre de mi Maestro!
¡Entra, Mujer! Y Dios esté contigo y conmigo que te recibo en mi
casa. Entra también tú y que la paz sea contigo, madre de
apóstoles».
Entran, mientras la mujer y la
jovencita hija del barquero acuden para saludarlas, seguidas por un
grupo de hijuelos más pequeños...
Pronto toman
la parca comida, y María de Cleofás, cansada, se retira con los
niños de la casa. En la terraza alta, desde la cual se ve el lago
se oye,
más que verse, porque no hay luna todavía chocando en la
playa con sus olas, se quedan María Stma., el barquero y la mujer de
éste, que se esfuerza en hacer buena compañía, pero que en
realidad duerme cabeceando contra el pecho.
«¡Está cansada!...» la
disculpa José.
«¡Pobrecilla!
4Las
mujeres de casa están siempre cansadas por la noche».
«Sí, trabajan ellas. No son
como aquéllas de allí, entregadas a la diversión» dice con
desprecio el barquero, señalando a unas barcas iluminadas que se
separan de la orilla entre cantos y sonidos. «Ellas salen ahora.
Para ellas empieza ahora la fatiga. Cuando las buenas personas
duermen. Y perjudican a los que trabajan, porque van a fingir que
pescan a los lugares mejores y nos echan a nosotros, que del lago
sacamos el pan para la familia...».
«¿Quiénes son?».
«Romanas y sus semejantes. Y en
las semejantes mete a Herodías, a su lujuriosa hija y también otras
hebreas... Porque tenemos muchas Marías Magdalenas... Quiero decir
Marías antes del arrepentimiento...».
«Son infelices...».
«¿Infelices? Infelices
nosotros, que no las apedreamos para limpiar a Israel de esas que se
han pervertido y nos acarrean las maldiciones de Dios».
Entretanto otras barcas se
separan de la orilla y las luces de las barcas de los vividores
rojean en el lago.
«¿Sientes
qué hedor de resinas! Lo primero se embriagan con el humo, luego
hacen el resto en los banquetes. Son capaces de ir a los manantiales
calientes de la otra orilla... En las Termas de allí... suceden
cosas de Infierno. Regresarán al alba, a la aurora, quizás más
tarde... borrachos, tumbados como sacos los unos encima de los otros,
hombres y mujeres; los esclavos los llevarán a sus casas, a que se
les pase la orgía... ¡Esta noche es que van todas las barcas
elegantes, eh! ¡Mira! ¡Mira!... Pero mi ira es más contra los
judíos que se mezclan allí, que no contra ellos. ¡Ellos... ya se
sabe! Animales sin recato. ¡Pero nosotros!... 5Mujer,
¿sabes que está aquí Judas el apóstol?».
«Lo sé».
« No da buen ejemplo, ¿sabes?».
«¿Por qué? ¿Va con
aquellos?...».
«No... pero... malos
compañeros... y una mujer. Yo no le he visto... Ninguno de nosotros
le ve así. Pero unos fariseos se han mofado de nosotros diciéndonos:
"Vuestro apóstol ha cambiado de maestro. Ahora tiene una mujer
y está en buena compañía de publicanos"».
«No juzgues, José, sobre lo
que solamente has oído referir. Tú sabes que los fariseos no os
aman y que tampoco alaban al Maestro».
«Eso es verdad... Pero la voz
circula... y daña...».
«De la misma forma que ha
empezado terminará. Tú no peques contra tu hermano. ¿Sabes en qué
casa está?».
«Sí. En casa de un amigo,
creo. Uno que tiene un almacén de vinos y especias. El tercer
almacén del lado de oriente del mercado, después de la fuente...».
6«¿Todas
las romanas son iguales?».
«¡Más o menos!... Aunque
eviten ser vistas, hacen el mal».
«¿Quiénes son las que evitan
ser vistas?».
«Las que fueron a casa de
Lázaro en Pascua. Están más retiradas... Quiero decir que no
siempre van a los banquetes. Pero en todo caso van lo suficiente como
para poder decir que son impuras».
«¿Pero hablas así porque
estás seguro de ello, o porque tu prejuicio hebreo te hace hablar
así? Examínate de verdad...».
«Bueno... en realidad... no
sé... No las he vuelto a ver en las barcas de los inmundos... Pero
van en barca de noche por el lago».
«Tú también vas».
«¡Claro! ¡Si quiero pescar!».
«El calor es muy fuerte. Sólo
hay alivio en el lago de noche. Son tus palabras mientras cenábamos».
«Es verdad».
«¿Y entonces, por qué no
pensar que ellas también van por este motivo por el lago?».
El hombre calla... Luego dice:
«Es tarde. Las estrellas dicen que es la segunda vigilia. Me voy a
retirar, Mujer. ¿No vienes?».
«No. Me quedo aquí en oración.
Saldré pronto. No te asombres si no me ves al alba».
«Eres dueña de hacer lo que
quieras. ¡Ana! ¡Venga! ¡Vamos a la cama!» y menea a su mujer, que
duerme profundamente. Se marchan.
7María
se queda sola... Se arrodilla y ora, ora, ora... pero no pierde nunca
de vista las barcas que surcan el lago, las barcas de los señores,
las que navegan llenas de luz, entre flores, cantos e inciensos...
Muchas van, van, van hacia oriente, se hacen pequeñas en la
lejanía... y el sonido de los cantos ya no llega. Queda, solitaria,
una barca, ante Tiberíades, resplandeciente en medio del lago
luminoso por la luna menguante. Navega lentamente hacia arriba y
hacia abajo... María la observa hasta que la ve volver la proa hacia
la orilla.
Entonces se pone de pie y dice:
«¡Señor, ayúdame! Haz que sea...» y desciende ágil la pequeña
escalera, y entra despacio en una habitación que tiene la puerta
entornada... Al blanco claror de la luna es posible distinguir un
lecho. María se inclina hacia él y llama: «¡Maria! ¡Maria!
¡Despiértate! ¡Vamos!».
María de Alfeo se despierta y,
atónita por el sueño, pregunta mientras se restriega los ojos: «¿Ya
es hora de marcharnos? ¡Qué pronto se ha hecho de día!». Está
tan adormilada, que ni siquiera comprende que no es luz de alba sino
de luna la tenue fosforescencia que entra por la puerta abierta. Pero
se da cuenta de esto cuando está fuera, en el pequeño pedazo de
tierra cultivada que hay delante de la casa del barquero. «¡Pero si
es de noche!» exclama.
«Sí. Pero vamos a acortar el
tiempo y a salir antes de esta ciudad... al menos eso espero. ¡Ven!
Por aquí, siguiendo la orilla. ¡Apresúrate! Antes de que la barca
toque tierra...».
«¿La barca? ¿Qué barca?»
pregunta María. Pero corre detrás de la Virgen, que va muy deprisa
por la orilla desierta en dirección al pequeño espigón hacia el
que se dirige la barca.
Llegan, jadeantes, unos
instantes antes que ésta... María agudiza la mirada. Exclama:
«¡Alabado sea Dios! Son ellas. Ahora ven detrás de mí... porque
hay que ir a donde vayan ellas... No sé dónde viven...».
«¡Pero María... por
piedad!... ¡Nos van a tomar por meretrices!...».
8La
Purísima menea la cabeza y susurra: «Basta con no serlo. ¡Ven!» y
la lleva a la penumbra de una casa.
La barca arriba, y, mientras
hace las maniobras para abordar, una litera que estaba esperando
cerca y que ahora estaban acercando, se detiene. Suben a ella dos
mujeres, mientras que otras dos se quedan abajo y van andando al lado
de la litera. La litera se pone en movimiento al paso cadencioso de
cuatro númidas vestidos con una cortísima túnica sin mangas que
apenas si les cubre el torso...
Y María detrás, a pesar de las
protestas medio veladas de María de Alfeo: «¡Dos mujeres solas!...
¡Detrás de ésos! Están medio desnudos... ¡Válgame Dios!...».
Pocos metros de camino y luego
la litera se detiene. Baja una mujer, mientras el guía llama a un
portal.
«¡Adiós, Lidia!».
«¡Adiós, Valeria! Acaricia a
Faustina por mí. Mañana por la noche volveremos a leer en
tranquilidad, mientras los otros juerguean...».
El portal se abre, y Valeria,
con su esclava o liberta, está ya para entrar.
9María
va hacia ella y dice: «¡Señora! ¡Una palabra!» .
Valeria mira a las dos mujeres
envueltas en un manto hebreo, muy sencillo y que cubre mucho el
rostro, y cree que son unas mendigas. Ordena: «¡Bárbara, da el
óbolo!».
«No, señora. No pido dinero.
Soy la Madre de Jesús de Nazaret y ésta es mi pariente. Vengo en su
Nombre para solicitarte una cosa».
«¡Dómina! Quizás... es que
persiguen a tu Hijo...».
«No más de lo habitual. Pero
Él querría...».
«Entra, Dómina. No es digno
que te quedes en la calle como una mendiga».
«No. Lo digo pronto, si me
escuchas en secreto...».
«¡Fuera todos vosotros!»
ordena Valeria a la esclava, o quizás liberta, y a los porteros.
«Estamos solas. ¿Qué quiere el Maestro? Yo no he ido por no ser
causa de mal para Él en su ciudad. ¿Y Él? ¿No ha venido por no
causarme daño ante mi esposo?».
«No. Por consejo mío. A mi
Hijo le odian, señora».
«Lo sé».
«Encuentra consuelo sólo en su
misión».
«Lo sé».
«No pide honores ni soldados,
no aspira a reinos ni a riquezas. Pero hace valer su derecho sobre
los espíritus».
«Lo sé».
«Señora... Él debería
traerte a aquella niña... Pero, y no te enojes si te lo digo, aquí
ella no podría hacer que su espíritu fuera de Jesús. Tú eres
mejor que las otras... Pero alrededor de ti... demasiado vivo está
el fango del mundo».
«Es verdad. ¿Y entonces?».
«Tú eres madre... Mi Hijo
tiene sentimientos de padre para con todos los espíritus.
¿Soportarías tú que tu hija creciera en medio de quienes podrían
causar su ruina?...».
«No. Y he comprendido... Bueno,
pues... di a tu Hijo estas palabras: "En recuerdo de Faustina,
salvada en la carne, Valeria te deja a Áurea para que salves su
espíritu...". ¡Es cierto! Estamos demasiado pervertidos como
para inspirar confianza a un santo... ¡Señora, ora par mí!» y se
retira antes de que María pueda darle las gracias. Se retira, yo
diría, llorando...
María de Alfeo se ha quedado de
piedra.
«Vamos, María... Mañana al
añochecer partimos y al caer de la tarde estaremos en Nazaret...».
«Vamos... La ha cedido como...
como una cosa...».
«Para ellos es una cosa. Para
nosotras es un alma. Ven. Mira... Ya blanquea el cielo allá en el
fondo. Se puede decir que no hay noche en este mes...».
10Van,
en vez de por el camino de la orilla, por el que se abre ante ellas
no ya en penumbra. Un camino que va por detrás de una fila de
casitas modestas... Cuando están a la mitad del recorrido, de detrás
de una esquina sale Judas, visiblemente embriagado; un Judas que
viene de quién sabe qué festín, despeinado, arrugadas las
vestiduras, el rostro ajado.
«¡Judas! ¿Tú? ¿En este
estado?».
A Judas no le da tiempo a fingir
que no la conoce, tampoco puede huir... La sorpresa le aclara la
mente y le clava donde está, sin reacción.
María se le acerca, venciendo
la repugnancia que despierta en ella el aspecto del apóstol, y le
dice: «Judas, desgraciado hijo, ¿qué haces? ¿No piensas en Dios?
¿En tu alma? ¿En tu madre? ¿Qué haces, Judas? ¿Par qué quieres
ser pecador? ¡Mírame, Judas! No tienes derecho a matar tu alma...»
y le toca, tratando de tomarle una mano.
«Déjame tranquilo. Al fin y al
cabo soy un hombre. Y... y soy libre de hacer lo que todos hacen.
Dile a Él, que te manda para espiarme, que no soy todavía todo
espíritu, y que soy joven».
«No eres libre de destruirte.
¡Judas, ten piedad de ti mismo!... Actuando así no serás nunca un
espíritu beato... Judas... Él no me ha mandado para espiarte. Él
ora por ti, sólo eso, y yo con Él. En nombre de tu madre...».
«Déjame tranquilo» dice Judas
con descortesía. Y luego, quizás sintiéndose ruin, corrige: «No
merezco tu piedad... Adiós...» y huye...
«¡Qué demonio!... Se lo voy a
decir a Jesús» exclama María de Alfeo. «¡Tiene razón mi
Judas!».
«Tú no dirás nada a nadie.
Orarás por él, eso sí...».
«¿Lloras? ¿Lloras por él?
¡Oh!...».
«Lloro... Me sentía feliz de
haber salvado a Áurea... Ahora lloro porque Judas es pecador. Pero a
Jesús, que está muy afligido, le llevaremos sólo la noticia
hermosa. Y le arrebataremos, con penitencias y oraciones, el pecador
a Satanás... ¡Como si fuera hijo nuestro, María! ¡Como si fuera
hijo nuestro!... Tú también eres madre, y sabes... Por esa madre
infeliz, por esta alma pecadora, por nuestro Jesús...».
«Sí, oraré... Pero no creo
que él lo merezca...».
«¡Maria! No digas eso...».
«No lo digo. Pero... es así.
¿No vamos a casa de Juana?».
«No. Iremos pronto a su casa
con Jesús...».
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