Maria Valtorta
EL EVANGELIO
COMO
ME HA SIDO
REVELADO
VOLUMEN OCTAVO
Parábola de los hijos lejanos. Curación de dos
hijos ciegos del hombre de Petra.
24 de septiembre de 1946.
1Es
una bonita mañana de otoño. Quitando las hojas rojo amarillas que
cubren el suelo y recuerdan la época del año, está tan verde la
hierba, con alguna florecilla abriéndose en las macollas renacidas
con las lluvias de octubre, y hay un aire tan sereno, que circula
entre las ramas en parte ya desnudas, que a uno le viene la imagen de
un comienzo de primavera. Y mucho más al considerar que las plantas
de hojas perennes, que se mezclan con las de hoja caduca, ponen la
nota alegre de las nuevas hojitas esmeraldinas nacidas en los
extremos de las ramitas, junto a las ramas desnudas de otras plantas;
de forma que parece que éstas echan las primeras hojas. Las ovejas
salen de los rediles y, balando, se encaminan a los pastos con los
corderos de los partos de otoño. El agua de una fuente, puesta a la
entrada del pueblo, brilla como líquido diamante bajo el sol que la
besa, y, cayendo en la obscura pila, produce todo un centelleo
multicolor contra una casita de paredes ennegrecidas por el tiempo.
Jesús se sienta en un murete
que limita el camino por un lado, y espera. Los suyos están en torno
a Él. También los habitantes del pueblo. Los pastores, por su
parte, obligados por el rebaño, para no alejarse demasiado, en vez
de subir más arriba, se esparcen a ambos lados del camino, hacia la
llanura.
Por el camino que desde el valle
sube al Nebo, de momento, no viene nadie.
«¿Y vendrá?» preguntan los
apóstoles.
«Vendrá. Y nosotros le
esperaremos. No quiero defraudar una esperanza en formación y
destruir una futura fe» responde Jesús.
«¿No estáis bien entre
nosotros? Hemos dado lo mejor que teníamos» dice un anciano que se
calienta al sol.
«Mejor que en otros lugares,
padre. Y vuestra bondad recibirá premio de Dios» le responde Jesús.
«Entonces háblanos más. Aquí
vienen de vez en cuando cumplidores fariseos y soberbios escribas.
Pero no tienen palabras para nosotros. Es justo. Ellos son los
separados, por altura, de... todo, y los sabios. Nosotros... ¿Pero
no debemos, entonces, conocer nada nosotros porque la suerte nos haya
hecho nacer aquí?».
«En la Casa del Padre mío no
hay separaciones ni diferencias para los que llegan a creer en Él y
a practicar su Ley, que es el código de su voluntad, y ésta es que
el hombre viva como justo para recibir eterno premio en su Reino.
2Escuchad.
Un padre tenía muchos hijos. Algunos habían vivido siempre en
estrecho contacto con él; otros, por distintas razones, habían
estado relativamente más lejos del padre. No obstante, conociendo
los deseos paternos a pesar de estar lejos del padre, podían actuar
como si éste estuviera presente. Otros, por estar aún más lejos, y
haber sido educados, desde el primer día después de nacer, por
servidores que hablaban otras lenguas y tenían otras costumbres, se
esforzaban en servir a su padre según eso poco que, más por
instinto que por conocimiento, sabían que a él le agradaba. Un día,
el padre que no ignoraba que, contrariamente a sus órdenes,
sus servidores se habían abstenido de dar a conocer sus pensamientos
a esos hijos lejanos, porque en su orgullo consideraban a éstos
inferiores, desestimados por el solo hecho de no vivir con su padre
quiso reunir a toda su prole. Y la llamó a su presencia. Pues bien,
¿creéis que juzgó según la línea del derecho humano, y que dio
la posesión de los bienes sólo a los que habían estado siempre en
su casa, o, cuanto menos, no tan lejanos como para impedirles conocer
sus órdenes y deseos? No, él siguió un concepto completamente
distinto: observando las obras de los que habían sido justos por
amor al padre, al que habían conocido sólo de nombre y habían
honrado con todas sus obras, los llamó junto a sí y dijo: "Doble
vuestro mérito de haber sido justos, porque lo fuisteis sólo por
vuestra voluntad y sin ayudas. Venid en torno a mí. ¡Bien tenéis
derecho a ello! Los primeros me han tenido siempre, y cada obra suya
estaba reglada por mi consejo y era premiada con mi sonrisa. Vosotros
habéis tenido que actuar sólo por fe y amor. Venid. Porque en mi
casa está preparado vuestro lugar, está preparado desde hace
tiempo, y ante mis ojos no constituye una diferencia el haber estado
siempre en casa o el haber estado lejos; lo que tienen diferencia son
las acciones, que, cerca o lejos de mí, mis hijos han llevado a
cabo".
Ésta es la parábola. Y su
explicación es ésta: que escribas o fariseos, que viven en torno al
Templo, pueden no estar en el Día eterno en la Casa de Dios, y que
muchos que han estado muy lejos de saber siquiera sucintamente las
cosas de Dios, podrán estar entonces en su seno. Porque lo que da el
Reino es la voluntad del hombre tendida a la obediencia a Dios, y no
el cúmulo de prácticas y ciencia.
Haced, pues, cuanto os he
explicado ayer. Hacedlo sin un excesivo temor que paraliza, sin el
cálculo de evitar con ello el castigo; hacedlo, por tanto, sólo por
amor a Dios que os ha creado para amaros y ser amado por vosotros. Y
tendréis un sitio en la Casa paterna».
3«¡Háblanos
todavía más!».
«¿Y qué os debo decir?».
«Ayer decías que hay
sacrificios más gratos a Dios que el de corderos o machos cabríos,
y también que hay lepras más vergonzosas que las de la carne. No he
comprendido bien tu pensamiento» dice un pastor, y termina: «Antes
de que un cordero tenga un año, y sea el más hermoso del rebaño,
sin mancha ni defecto, ¿sabes cuántos sacrificios hay que hacer, y
cuántas veces hay que superar la tentación de hacer de él el
carnero del rebaño o venderlo para ello? Ahora bien, si durante un
año se resiste a toda tentación, y se le cuida y uno se encariña
con él, perla del rebaño, ¿sabes lo grande que es el sacrificio de
inmolarle sin ganancia y con dolor? ¿Puede haber un sacrificio más
grande que ofrecer al Señor?».
«Hombre, en verdad te digo que
el sacrificio no está en el animal inmolado, sino en el esfuerzo que
has hecho por conservarlo para inmolarlo. En verdad os digo que está
llegando el día en que, como dice la palabra inspirada*, Dios
dirá:
______________________
* como
dice la palabra inspirada:
en Isaías
1, 11; David exclama:
en Salmo
51, 18 19.
"No necesito el sacrificio
de corderos y machos cabríos" y exigirá un sacrificio único y
perfecto. Y desde esa hora todo sacrificio será espiritual. Pero ya
está escrito desde siglos cuál es el sacrificio que el Señor
prefiere. David exclama llorando "Si Tú hubieras deseado un
sacrificio, te lo habría ofrecido, pero no te gustan los
holocaustos. El sacrificio a Dios es el espíritu contrito (y Yo
añado: obediente y amoroso, porque se puede cumplir también
sacrificio de alabanzas y de gozo y de amor, no sólo de expiación).
El sacrificio a Dios es el espíritu contrito; al corazón contrito y
humillado Tú, oh Dios, no lo desprecias". No. Vuestro Padre no
desprecia tampoco al corazón que ha pecado y se ha arrepentido. Y
entonces, ¿cómo acogerá el sacrificio del corazón puro, justo,
que le ama? Este es el sacrificio más grato. El cotidiano sacrificio
de la voluntad humana a la divina que se os muestra en la Ley, en las
inspiraciones y en las cosas que suceden cada día. Y así, no es la
lepra de la carne la más vergonzosa y la que más excluye de la
presencia de los hombres y de los lugares de oración; antes bien, la
lepra del pecado. Es verdad que ésta pasa muchas veces ignorada de
los hombres. Pero ¿vivís para los hombres o para el Señor? ¿Todo
termina aquí o prosigue en la otra vida? Ya lo sabéis vosotros.
Entonces, sed santos para no ser leprosos a los ojos de Dios, que ven
los corazones de los hombres, y conservaos limpios en el espíritu
para poder vivir eternamente».
«¿Y si uno ha pecado
fuertemente?».
«Que no imite a Caín, que no
imite a Adán y Eva; sino que corra a los pies de Dios y con
verdadero arrepentimiento le pida piedad. Un enfermo, un herido va al
médico para curarse. El pecador, que vaya a Dios para obtener
perdón. Yo...».
4«¿Tú
aquí, Maestro?» grita uno que sube por el camino entre muchos otros
y bien cubierto con su manto. Jesús se vuelve y le mira. «¿No me
reconoces? Soy el rabí Sadoq. De vez en cuando nos encontramos».
«El mundo es siempre pequeño,
cuando Dios quiere hacer que se encuentren las personas. Nos
encontraremos todavía, rabí. Entre tanto, la paz sea contigo».
El otro no devuelve el saludo de
paz, sino que pregunta: «¿Qué haces aquí?».
«He hecho lo que tú estás
para hacer. ¿No es sagrado para ti este monte?».
«Tú lo has dicho. Y vengo con
mis discípulos. ¡Pero yo soy un escriba!».
«Y Yo soy un hijo de la Ley.
Venero, pues, a Moisés como tú le veneras».
«Eso es mentira. Anulas su
palabra con la tuya y no apuntas ya a nuestra obediencia, sino a la
tuya».
«A la
vuestra
no. Ésa es vuestra, pero no es necesaria...».
«¿No es necesaria? ¡Qué
horror!».
«No, no más necesaria de
cuanto lo sean en tus vestiduras, para resguardarte de los vientos
otoñales, los fluentes y abundantes flecos que adornan el vestido.
Es el vestido el que te protege. Igualmente, de las muchas palabras
que se enseñan acepto las necesarias y santas, las mosaicas, y no
presto atención a las otras».
«¡Samaritano! ¡No crees en
los profetas!».
«Vosotros no observáis a los
profetas. Si los observarais, no me llamaríais samaritano».
«¡Déjale, Sadoq! ¿Quieres
hablar con un demonio?» dice otro peregrino que ha llegado en ese
momento con otras personas. Y, volviendo su dura mirada en torno al
grupo que envuelve a Jesús, ve a Judas de Keriot y le saluda con
sorna.
5Quizás
sucedería algún incidente, porque los habitantes del pueblo quieren
defender a Jesús. Pero se abre paso, gritando, el hombre de Petra,
seguido por un servidor. Tanto él como el servidor tienen a un niño
en los brazos. «Dejadme pasar. Señor, ¿has tenido que esperarme
demasiado?».
«No, hombre. Ven a mí».
La gente se
abre para dejarle pasar. Va hacia Jesús y se arrodilla, mientras
deposita en el suelo a una niñita que tiene la cabeza vendada con
lino. El servidor hace lo mismo y pone en el suelo a un niñito
de ojos
opacos.
«¡Mis hijos, Maestro Señor!»
dice, y en la breve frase palpita todo el dolor y la esperanza de un
padre.
«Has tenido mucha fe, hombre.
¿Y si te hubiera defraudado? ¿Si no me hubieras encontrado? ¿Si te
dijera que no te los puedo curar?».
«No te creería. Y no creería
tampoco en la evidencia de no verte. Habría dicho que te habías
escondido para probar mi fe, y te habría buscado hasta encontrarte».
«¿Y la caravana? ¿Y tu
ganancia?».
«¿Estas cosas? ¿Qué son
respecto a ti, que puedes curar a mis hijos y darme una fe segura en
ti?».
6«Destapa
la cara de la niña» ordena Jesús.
«Tengo tapada su cara porque
sufre mucho con la luz».
«Será sólo un instante de
dolor» dice Jesús.
Pero la pequeña se echa a
llorar desesperadamente y no quiere que le quiten la venda.
«Hace esto porque cree que la
vas a atormentar con el fuego como los médicos» explica el padre,
luchando por quitar de las vendas las manitas de la niña.
«¡No tengas miedo, niña!
¿Cómo te llamas?».
La niña llora y no responde.
Responde el padre por ella: «Tamar, de donde nació; y el niño,
Fara».
«No llores, Tamar. No te hago
daño. Toca mis manos. No tienen nada en los dedos. Ven encima de mis
rodillas. Mientras, curaré a tu hermano, y él te dirá lo que ha
sentido. Ven aquí, niño».
El criado le lleva hasta sus
rodillas al pobre cieguito, cuyos ojos están apagados a causa del
tracoma. Jesús le acaricia la cabeza y le pregunta: «¿Sabes quién
soy?».
«Jesús Nazareno, el Rabí de
Israel, el Hijo de Dios».
«¿Quieres creer en mí?».
«Sí».
Jesús le pone la mano en los
ojos, cubriéndole más de la mitad de la cara. Dice: «¡Quiero! Y
que la luz de las pupilas abra la vía a la luz de la Fe». Quita la
mano.
El niño lanza un grito,
llevándose las manos a los ojos; luego dice: «¡Padre! ¡Veo!».
Pero no corre hacia su padre. En su espontaneidad de niño se agarra
al cuello de Jesús y le besa en las mejillas, y se queda así,
agarrado a su cuello, refugiando su cabecita en el hombro de Jesús
para acostumbrar de nuevo las pupilas al sol.
La gente aclama por el milagro,
mientras el padre quisiera quitar al niño del cuello de Jesús.
«Déjale. No molesta.
Únicamente, Fara, dile a tu hermana lo que to he hecho».
«Una caricia, Tamar. Parecía
la mano de nuestra mamá. ¡Cúrate tú también y jugaremos otras
veces!».
7La
niña, todavía un poco reacia, se deja poner encima de las rodillas
de Jesús, el cual quisiera curarla sin tocarle siquiera las vendas.
Pero los escribas y sus compañeros gritan: «Es un truco. La niña
ve. Una conjura para engañar vuestra buena fe, habitantes de este
lugar».
«Mi hija está enferma. Yo...».
«¡Deja! Tú, Tamar, ahora eres
buena y dejas que te quite las vendas».
La niña, convencida, se deja.
¡Qué se ve, cuando la última venda cae! Dos llagas rojas,
costrosas, hinchadas, de que gotean lágrimas y pus, están en lugar
de los ojos. Un susurro de horror recorre a la gente, y de compasión,
mientras la niña se lleva las manitas a la cara para protegerse de
la luz, que debe hacerle sufrir horriblemente; en las sienes rojean
quemaduras recientes.
Jesús le aparta las manitas y
roza ligeramente ese estrago, apoya la mano encima y dice: «Padre,
que creaste la luz para alegría de los que viven, y hasta al
mosquito le diste pupilas, devuelve la luz a esta criatura tuya, para
que te vea y crea en ti, y a partir de la luz de la Tierra entre, con
la Fe, en la luz de tu Reino». Quita la mano...
«¡Oh!» gritan todos.
Ya no hay llagas. Pero la
pequeña tiene todavía cerrados los ojos.
«Ábrelos, Tamar. No tengas
miedo. La luz no te va a hacer daño».
La niña obedece un poco
temerosa y abre los párpados, que dejan ver dos vivaces ojitos
negros.
«¡Padre mío! ¡Te veo!» y
ella también se apoya sobre el hombro de Jesús para acostumbrarse
lentamente a la luz.
Alboroto festivo entre la gente,
mientras el hombre de Petra se arroja, sollozando de alegría, a los
pies de Jesús.
«Tu fe ha tenido su premio. Que
desde ahora tu gratitud lleve a tu fe en el Hombre al ámbito más
alto: a la fe en el verdadero Dios. Levántate y vamos».
Y Jesús pone en el suelo a la
niña, que sonríe feliz; y se despega al niño y se levanta. Los
acaricia una vez más y hace ademán de abrir el círculo de gente
que se apiña para ver los ojos curados.
8«Deberías
pedir también tú la curación para tus ojos velados» dice un
discípulo a un viejo, cuyos ojos están tan opacados que deben
llevarle de la mano.
«¡¿Yo?! ¡¿Yo?! No quiero
que me dé la luz un demonio. Es más: ¡A ti te grito, oh Dios
eterno! Escúchame. ¡A mí, a mí las tinieblas absolutas, pero que
yo no vea la cara del demonio, de ese demonio, de ese sacrílego,
usurpador, blasfemo, deicida! Desciendan las sombras sobre mis ojos
para siempre. ¡Las tinieblas, las tinieblas para no verle nunca,
nunca, nunca!» Parece un demonio él. En su paroxismo se golpea las
cuencas de los ojos como si quisiera hacerlos estallar.
«No temas. No me verás. Las
Tinieblas no quieren la Luz, y la Luz no se impone a quien la
rechaza. Yo me marcho, anciano. No me verás ya en esta Tierra. Pero,
igualmente, me verás en otro lugar».
Y Jesús, con un abatimiento que
le acentúa el modo de caminar propio de los que son muy altos,
ligeramente echado hacia adelante, se encamina por la bajada. Está
tan abatido, que parece ya el Condenado que baja el Moria con la
carga de la Cruz... Y los gritos de los enemigos azuzados por el
viejo furioso asemejan mucho a los de la muchedumbre de Jerusalén el
día de Viernes Santo.
El hombre de Petra, afligido,
con la atemorizada niña llorando entre sus brazos, susurra: «¡Por
mí, Señor! ¡Por causa mía! ¡Tú, tanto bien a mí! ¡Y yo a ti?
He puesto en el baldaquino, sobre el camello, unas cosas para ti.
Pero ¿qué son respecto a los insultos que te he procurado? Siento
vergüenza de haber venido a ti...».
«No, hombre. Ése es mi pan
amargo de cada día. Y tú eres la miel que lo dulcifica. Siempre es
más la cantidad de pan que la de miel, pero basta una gota de miel
para hacer dulce mucho pan».
«Eres bueno... Pero, dime al
menos: ¿qué tengo que hacer para medicar estas heridas?».
«Conserva la fe en mí. Por
ahora, como puedas y hasta donde puedas. Dentro de no mucho... sí,
mis discípulos irán hasta Petra, y más allá. Entonces sigue su
doctrina, porque Yo hablaré en ellos. Y por el momento habla a los
de Petra de lo que te he hecho, de forma que, cuando estos que me
rodean, y otros, vayan en mi Nombre, no les sea desconocido este
Nombre mío».
9Al
pie de la bajada, en la calzada romana, están parados tres camellos.
Uno, sólo con la silla; los otros, con el baldaquino. Los vigila un
criado.
El hombre va a uno de los
baldaquinos y coge unos paquetes: «Aquí tienes» dice mientras se
los ofrece a Jesús. «Te serán útiles. No me des las gracias. Yo
soy el que tiene que bendecirte por todo lo que me has dado. Si
puedes hacerlo con incircuncisos, bendíceme a mí y a mis hijos,
Señor» y se arrodilla con los niños. Los criados hacen lo mismo.
Jesús extiende sus manos y ora
en voz baja con los ojos fijos en el cielo. «Ve. Sé justo y
hallarás a Dios en tu camino, y le seguirás sin nunca más
perderle. ¡Adiós, Tamar! ¡Adiós, Fara!». Los acaricia antes de
que suban con los criados, uno por camello.
Los animales
se alzan al oír el
crrr crrr
de los camelleros, se vuelven y toman el trote por el camino que va
hacia el Sur. Dos manitas morenas se asoman por los baldaquinos y dos
vocecitas dicen: «¡Adiós, Señor Jesús! ¡Adiós, padre!».
El hombre hace, a su vez, ademán
de montar. Se postra y besa la túnica de Jesús, luego monta en la
silla y se marcha hacia el Norte.
«Y ahora vamos» dice Jesús,
encaminándose igualmente hacia el Norte.
«¿Cómo? ¿Ya no vas a donde
querías?» preguntan.
«No. Ya no podemos ir... Las
voces del mundo tenían razón... Y ello es porque el mundo es astuto
y conoce las obras del demonio... Iremos a Jericó...».
¡Qué triste está Jesús!...
Todos le siguen, cargados con los bultos dados por el hombre;
abatidos y sin decir palabra...
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