La semana pasada, el arzobispo Gómez pronunció el discurso de clausura de la Conferencia Diocesana de Liderazgo Nacional Pro-Vida, que tuvo lugar en la ciudad de Kansas. Lo que sigue es un extracto de ella. La conferencia completa se puede encontrar en línea en www.ArchbishopGomez.com.
Es difícil creer que han pasado ya 20 años desde
Evangelium Vitae, la carta magna del movimiento pro-vida moderno. Pero las palabras de San Juan Pablo II todavía resuenan con verdad: “El Evangelio de la vida está en el centro del mensaje de Jesús”.
El Evangelio de la vida no es sólo el corazón del Evangelio, es también el centro del testimonio social de la Iglesia. Todo lo que hacemos está arraigado en la hermosa verdad de que toda vida humana es importante porque toda vida humana es sagrada y ha sido creada por el plan amoroso de Dios.
En los Estados Unidos, estamos muy lejos de la “nueva cultura de la vida” que San Juan Pablo nos llamó a construir.
Estamos viviendo en una cultura que está profundamente confundida y en conflicto acerca del significado de la creación y de la vida humana. Y así, nos vamos volviendo cada vez más indiferentes ante la crueldad y la injusticia que vemos a nuestro alrededor.
Esto incluye los graves delitos contra la vida humana: el aborto generalizado en todas las etapas, incluso en las horas finales de un embarazo, la experimentación con embriones humanos, la “silenciosa” eutanasia de los ancianos y de los enfermos.
Pero podemos hablar también de la injusticia de la discriminación racial, del desempleo y de la falta de vivienda, de la contaminación de nuestro medio ambiente, especialmente en las comunidades pobres y de minorías.
Podemos hablar de la violencia en nuestros barrios, de la epidemia de las drogas, de la crisis de la esperanza entre nuestros jóvenes, de las condiciones escandalosas que imperan en nuestras prisiones, de la pena de muerte…
Un asunto al que nos tenemos que enfrentar todos los días, en Los Ángeles, es el de las desgarradoras deportaciones de padres y madres, de familias enteras, inclusive niños pequeños, que están siendo detenidos en las cárceles de inmigración; de las personas que mueren en los desiertos fuera de nuestras fronteras; todo a causa de nuestro deficiente sistema de inmigración y de nuestra incapacidad de arreglarlo.
No estoy tratando de decir que todas estas cuestiones tengan “igual peso”. Es un hecho que no lo tiene. Y nunca podemos perder de vista eso.
La injusticia fundamental en nuestra sociedad es el acabar con las vidas inocentes de los no nacidos mediante el aborto, y el darles muerte a los enfermos e indefensos a través de la eutanasia y del suicidio asistido. Si el niño en el seno de su madre no tiene derecho a nacer, si los enfermos y los ancianos no tienen derecho a ser atendidos, entonces no hay una base sólida para defender los derechos humanos de nadie.
Como la Iglesia, debemos llamar una vez más a nuestra sociedad a redescubrir la santidad, la dignidad y el destino trascendente de la persona humana, que es creada a imagen del Creador.
Tenemos que mostrarle a nuestro prójimo -por medio de nuestras palabras y de nuestras acciones- que toda vida humana es sagrada y preciosa, porque cada vida humana es creada por Dios, por amor, y que Él nos llama a tener una relación personal con Él, nos llama a ser hijos de Dios.
La sierva de Dios, Dorothy Day, gran apóstol de Estados Unidos, cuenta la historia de cómo un día cuando ella estaba caminando por las calles de la ciudad de Nueva York rezando su rosario. Ella iba de camino a una reunión de algunos sindicalistas que estaban en huelga.
Y esto es lo que pasó. Ella narra:
“Mientras esperaba a que el semáforo cambiara… de repente como en una luz brillante, como en un pensamiento lleno de alegría, las palabras ‘Padre nuestro’ me atravesaron el corazón. Todos los que estaban en torno mío, todos los transeúntes, todos los estibadores del puerto que estaban ociosos en una esquina, los blancos y los negros, los marineros en huelga a quienes yo iba a ver, tenían un parentesco conmigo. Porque todos éramos hijos de un Padre común, todas éramos las criaturas de un mismo Creador. Y ya fuéramos católicos o protestantes, judíos o cristianos, comunistas o no comunistas, todos estábamos unidos por este lazo.
“No podemos dejar de reconocer el hecho de que todos somos hermanos. Ya sea que un hombre crea o no en Jesucristo, en su encarnación, en su vida aquí con nosotros, en su crucifixión y resurrección; ya sea que un hombre crea o no en Dios, sigue siendo un hecho que todos somos hijos de un mismo Padre”.
En estas palabras tenemos un hermoso resumen del Evangelio de la vida, que es la hermosa verdad del plan de Dios para la creación y para toda vida.
Dorothy Day nos llamó a derrocar los falsos ídolos de nuestras vidas y de nuestra sociedad, los ídolos de la carne y los ídolos del mercado; los ídolos del individualismo, el nacionalismo y el racismo.
Pero ella también conocía personalmente la tragedia del aborto y la desesperación que lleva a la gente a tratar de suicidarse. Ella no hablaba mucho en público sobre el aborto. Pero cuando lo hizo, escribió con empatía y compasión hacia el dolor de las mujeres que fueron atrapadas por él.
Desde su tierno enfoque, ella nos da un modelo para nuestra propia predicación y ministerio; nos enseña cómo hablar sobre este delicado tema de una manera que ponga de manifiesto el perdón, la reconciliación y la sanación.
Ella nos dejó una hermosa frase que debe convertirse en nuestro lema pro-vida: “Hagan espacio para los niños, no se deshagan de ellos”.
Pero Dorothy Day nos recordó también que como políticas públicas, el aborto y el control de la natalidad son “pecados sociales”, crímenes contra la creación y contra nuestra común humanidad. Ella creía en que el “control de la natalidad y el aborto son un genocidio” contra la gente pobre y perteneciente a las minorías.
Estas son palabras fuertes. Pero tienen credibilidad debido a la propia experiencia que ella tuvo con el aborto y porque dedicó toda su vida a los marginados de la sociedad, a servir a los más pobres de los pobres.
Este es el hermoso desafío, el hermoso deber que todos tenemos: servir a los vulnerables y a los pobres, implorar la misericordia y el perdón de Dios, su sanación y su paz.
Entonces, continuemos con nuestra misión; la misión de construir la nueva cultura de la vida en nuestros tiempos. Trabajemos por abrir los ojos de la gente a la belleza de la creación, a la belleza que hay en cada vida humana, y también a la fuente de toda vida en el amor de nuestro Creador.
¡Y que Nuestra Señora de Guadalupe, Madre de las Américas y la Madre de la Vida, vele por todos nosotros en su tierno amor!
Mons. José H. Gómez
Arzobispo de Los Angeles, la arquidiócesis más poblada de Estados Unidos y el primer Arzobispo hispano en ocupar esta importante sede.
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