Queridos hermanos:
A lo largo de los siglos los pintores, músicos, poetas, escritores, escultores y sobre todo teólogos, han intentado dar respuesta a la pregunta de: ¿quién es Jesús? Se le ha dado todo tipo de títulos y la historia en occidente se cuenta a partir de su nacimiento. Hoy vuelve la pregunta en este texto: “¿quién dice la gente que soy yo?”. Este evangelio del domingo podemos dividirlo en dos partes: en la primera, Jesús nos dice quién es él y cómo debemos pensarlo. En la segunda, él mismo indica quién somos nosotros en cuanto seguidores suyos.
“Ellos le contestaron: Unos, Juan Bautista; otros Elías, y otros, uno de los profetas”. Antes, sus paisanos habían contestado: “el hijo del carpintero”, sus familiares: “está fuera de sí”, los fariseos: “es un poseso y endemoniado”. Hay, como hoy, opiniones para todo: el Hijo de Dios, un revolucionario, un mito que no existió, un gran hombre, un líder, un reformador social, algo cósmico… Las respuestas son de una variedad desconcertante. Así era ya en tiempos de Jesús, por eso la pregunta: “Y vosotros, ¿quién decís que soy?”.
Es la gran pregunta, porque puede suceder que sigamos a Jesús sin saber a quién seguimos y que llevemos su nombre sin saber que significa. Pedro dice: “Tú eres el Mesías” y en nosotros suena como frase aprendida: “Tú eres el Hijo de Dios”, “El Cristo”, “el Salvador” y otras formulas que utilizamos para definirle y que en ocasiones poco nos implican. La pregunta es personal y también comunitaria y la respuesta nos la da el mismo Jesús: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar a los tres días”. “Se lo explicaba con toda claridad”, nos dice Marcos. Nos muestra un camino de dolor, de cruz, de rechazo; bastante lejos de lo que Pedro y nosotros deseamos.
“Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo, Jesús se volvió y, de cara a los discípulos, increpó a Pedro: ¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!”. Jesús le indica que en su imaginación ha construido algo que corresponde a sus deseos, pero no a la realidad de lo que Él es. Nuestra fe está siempre en peligro de quedarse en una pura confesión de palabra y dejar fuera la realidad desagradable. El plan de Dios sobre mi vida no suele coincidir con mis ideas y si coincide demasiado, sospecha. Ser discípulo de Jesús significa seguir su camino, no los propios deseos. No significa buscar la cruz, sino aceptarla, ni esperar ser perseguido; estas son consecuencias que vendrán si le seguimos con coherencia.
En la segunda parte del texto evangélico, Jesús no se dirige sólo a los apóstoles, sino a todos los que quieran seguirlo y nos marca el camino: “Después llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará”. Negarse a sí mismo, cargar con la cruz, perder la vida… es una invitación: “El que quiera”. Hay diversas maneras de encarar la pregunta inicial: “Y vosotros ¿quién decís que soy?”. El cristiano sacrifica todo, renuncia a todo, por la libertad de amar sin medida. La cruz ya está en nuestra sociedad y en nosotros, pero nadie nos podrá cargar con ella.
Debemos arriesgar y tomarla nosotros mismos, si no la tomamos, seguiremos en el egoísmo, no podemos dar una respuesta neutral y prudente en la que uno no se incluya. Si la tomamos quizás muramos en ella.
Difícil decisión, podemos leer ahora toda la primera lectura de Isaías y como él dice: “no echarnos atrás”, “mirad, mi Señor me ayuda”. Seguimos al Siervo; no es tan fácil, no sólo de palabra sino con las obras, dar respuesta a ciertas preguntas
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