Queridos Hermanos:
La función y el destino de las mediaciones –que a veces son grandiosas- consiste en ser superadas y acabar desapareciendo una vez logrado el objetivo. A veces nos entusiasmamos con un gran “testigo” de la fe, quizá un misionero que vive heroicamente con los más pobres de la tierra, o un obispo que nos cae simpático porque usa un lenguaje que entendemos. Significa que tenemos una sensibilidad sana. Más de una vez hemos oído a miles de jóvenes gritar enardecidos: “esta es la juventud del Papa”. Está bien; puede significar “la juventud que quiere el Papa”. Pero hay que avanzar hasta “esta es la juventud de Jesús”, que es el único Señor.
Juan el Bautista se sintió altamente venerado por un grupo de adeptos; pero no los quiso para sí, sino que les indicó que “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” era Otro, y él se manifestó como indigno de ser su discípulo (los discípulos de escriba calzaban y descalzaban a sus maestros). Lo suyo fue un rotundo “no soy yo”; superó la tentación que podemos padecer catequistas, monitores, sacerdotes… que a veces creamos grupos que no está claro si son para Jesús o para nosotros mismos.
La mediación no siempre es una persona. Incluso la Palabra que nos lleva a la fe es mediación. La primera Carta de Juan habla de “lo que hemos oído”, “lo que sabemos”, “lo que nos enseñaron”... Todo ello es bueno, hay que conservarlo. Pero es camino para alcanzar una realidad muy superior: estar en comunión con el Padre y el Hijo. Es preciso pasar del “saber” al “saborear”, y de un oír humano a un sentir divino.
Los que en la Iglesia desempeñamos tareas de animación tenemos que dejar paso al Gran Animador, al Espíritu (designado en 1Jn como “Unción”). El autor llega a admitir que los creyentes, puesto que poseen el Espíritu, ya “no necesitan que nadie los enseñe”. No menosprecia las mediaciones, consustanciales a la vida eclesial y, en general, a la vida humana; es una advertencia a quien se estanque en ellas, que se parece a aquel a quien señalaban la luna y sólo veía el dedo que apuntaba hacia ella. Quizá sabemos mucho de oídas y leídas; y es bueno, para no sucumbir a discutibles experiencias subjetivas. Pero debemos dar el mismo paso de aquellos que decían a la Samaritana: “no creemos por lo que tú nos has dicho, sino porque hemos oído y sabemos…” (Jn 4,42).
La Carta de Juan toca todavía otro tema de gran interés: “que lo que habéis oído desde el principio permanezca”. El autor no es un reaccionario inmovilista; él mismo, con gran creatividad, ha sabido expresar lo de Jesús en una terminología original, adecuada a la nueva cultura en que se ha implantado el evangelio. Pero no ha sucumbido a modas o ligerezas. Jesús invitaba a edificar sobre roca y no sobre arena (Mt 7,24-27). Y la carta a los Efesios desea que no seamos “llevados a la deriva por cualquier viento de doctrina” (Ef 4,14). Con qué facilidad se dice “eso ya no se lleva”, “eres del concilio de Trento”, “hoy los tiros van por otra parte”… Sí, es preciso captar por dónde van los tiros y las inquietudes, cuál es el lenguaje inteligible, como acercar el evangelio al hombre de hoy. Pero nunca es lícito tratar los contenidos de la fe y vida cristiana con frivolidad o ligereza. Nada es bueno o malo por ser reciente o antiguo, sino por lo que es en sí mismo. Y ciertamente nuestro cimiento, el Jesús del evangelio, no puede ser sustituido por nada.
Vuestro hermano:
Severiano Blanco, cmf
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