Me van a permitir que por un día me fije sólo en la primera lectura. Es un texto de una carta del apóstol Juan. Nos dicen los estudiosos de la Palabra de Dios que es el mismo que escribió el Evangelio de Juan. Siempre nos ha parecido que era un hombre que andaba por las alturas, subido un poco por las nubes de la mística, con un lenguaje complicado no siempre fácil de entender. No hay más que recordar el prólogo de su Evangelio que hemos leído más de una vez en los días pasados.
Pero el texto de la primera lectura de hoy nos habla de que la mística cristiana siempre termina aterrizando en la realidad, en la vida de cada día. No se puede quedar en las alturas. No se queda en la contemplación ni en las horas de profunda oración. Al final el mensaje del Evangelio es, en síntesis, la buena nueva del amor que Dios nos tiene, manifestado en Cristo Jesús. Y eso se concreta en la relación diaria entre las personas. Y si no se concreta ahí es que se queda en mera palabrería inútil.
Primero, el apóstol nos deja claro que el amor es lo opuesto a la muerte. Y al odio. Es que el amor tiene mucho que ver con la vida. Es que el amor es vida. Si amamos es signo de que hemos pasado de la muerte a la vida. Y el que no ama está muerto. Así de simple. El que no ama es como un “zombie”, uno de esos muertos vivientes de las películas, que andan por la calle siempre amenazando la vida de los demás. Lo que pasa es que para defendernos de ellos no usamos más arma que el amor. Es el único remedio que puede desactivar esa amenaza. No sólo eso. El amor regalado, entregado generosamente, gratuito, es capaz de transformar a esos muertos vivientes en personas libres, vivas, capaces a su vez de amar.
Pero el apóstol Juan añade algo más. Amar no es una palabra sino algo que se hace con obras. Como dice el refrán castellano: “obras son amores que no buenas razones.” Como dice el apóstol, si ves a tu hermano pasando necesidad y le cierras tus entrañas, ¿cómo puedes decir que amas de verdad?
Pues lo dicho. Si estamos vivos, amemos a los hermanos. Así venceremos el odio y la muerte. Pongámonos a la obra y concretemos ese amor en la vida diaria, en la relación con los que nos rodean. Ahí está la más alta cota de la mística cristiana.
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