Queridos hermanos:
“El sábado está hecho para el hombre; no, el hombre para el sábado”. Y ataca en profundidad: “El Hijo del hombre es señor del sábado”. Para un seguidor de Jesús escuchar la contundencia de estas afirmaciones sería elemental para no caer nunca en ensalzar los ritos, normas y fórmulas por encima del hombre. Pero nuestro “fariseísmo” oculto se hace presente, con mucha frecuencia, entre nosotros. El fútil motivo de desgranar unas espigas para matar el hambre desencadena la pelea entre Jesús y sus enemigos.
Jesús acude a sus mismas armas, a la misma historia para remover sus escrúpulos de observancia. David recurrió a los panes “presentados”, sagrados, del templo ante la necesidad de sus hombres muertos de hambre. Y no se hundió la religión del pueblo ni Dios lanzó sus iras ante tamaño sacrilegio. En el centro del mensaje de Jesús está el hombre, no la norma. Y, desde aquí, las relaciones del hombre con Dios y con los demás no chirrían. Dios, el hombre, las normas están en el mismo círculo, van derechas al bien de los hijos de Dios.
Caemos en la tentación de absolutizar las cosas. Y el absoluto único es Dios. La ley nos lleva a Dios porque hace bien al hombre. Si, de alguna manera, le esclaviza, ya no viene de Dios. Una vez más, hemos de recurrir a distinguir el espíritu y la letra. Obedecemos a la ley; no, a minucias y casuísticas que son inútiles y hacen infeliz al hombre. Cuando así hablamos, no olvidamos que no siempre los hombres cumplimos ni el espíritu de la ley. Pero, bueno, hoy y al hilo de la palabra, pongamos en primer plano la grandeza evangélica del hombre sobre el sábado.
Y hablar del sábado judío nos permite hacer una derivación a nuestro Domingo, el Día del Señor. Si en el pasado, hemos podido caer en las minucias, vivamos hoy nuestro gran día semanal. Abandonemos la casuística (trabajos serviles y liberales, cuánto tiempo rompía el descanso obligado, a qué parte de la misa había que llegar para que no cayéramos en pecado mortal, etc.), y exultemos en nuestra Pascua semanal.
Una regla de oro, y fácil, es preguntarse, en tono de apertura sincera a Dios: esas cosas que discutimos y que juzgamos tan intangibles, ¿son la expresión de lo que Dios quiere y nos pide, o son, más bien, lastre de una historia que ha hecho costra entre nosotros? Seguros de que Dios nos sacará de muchas estrecheces de mente y corazón.
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