Cuando la monja volvió a sus visiones sobre la Pasión, sintió una calentura muy fuerte y una sed ardiente. Estaba tan abatida el lunes, después del domingo de Laetare, que contó lo que sigue con mucho trabajo y sin mayor orden.
Durante la flagelación de Jesús, Pilatos habló muchas veces al pueblo, que una vez gritó: "Es menester que muera, aunque debamos morir también nosotros". Cuando Jesús fue conducido al cuerpo de guardia, gritaron también; "¡Que muera! que muera!" Después hubo silencio. Pilatos dio ordenes a sus soldados, y los príncipes de los sacerdotes mandaron a sus criados que les trajesen de comer. Pilatos, con el espíritu agitado por sus supersticiones, se retiró algunos instantes para consultar a sus dioses y ofrecerles incienso.
La Virgen y sus amigos se retiraron de la plaza, después de haber recogido la sangre de Jesús. Vi que entraban con sus lienzos ensangrentados en una casita poco distante. No sé de quién era.
La coronación de espinas se hizo en el patio interior del cuerpo de guardia había allí cincuenta miserables, criados, carceleros, alguaciles, esclavos y otras gentes de igual jaez. El pueblo estaba alrededor del edificio; pero pronto se vio rodeado de mil soldados romanos, puestos en buen orden, cuyas risas y burlas excitaban el ardor de los verdugos de Jesús, como los aplausos del público excitan a los cómicos.
En medio del patio había un trozo de una columna; pusieron sobre él un banquillo muy bajo, y lo llenaron de piedras agudas. Le quitaron a Jesús los vestidos del cuerpo, cubierto de llagas, y le pusieron una capa vieja colorada de un soldado, que no le llegaba a las rodillas. Lo arrastraron al asiento que le habían preparado, y lo sentaron brutalmente. Entonces le pusieron la corona de espinas alrededor de la cabeza, y la ataron fuertemente por detrás. Estaba hecha de tres varas de espino bien trenzadas, y la mayor parte de las puntas estaban vueltas a propósito hacia dentro. Habiéndosela atado, le pusieron una caña en la mano; todo esto lo hicieron con una gravedad irrisoria, como si realmente lo coronasen rey. Le quitaron la caña de las manos, y le pegaron con tanta violencia en la corona de espinas, que los ojos del Salvador estaban inundados de sangre. Se arrodillaron delante de Él, le hicieron burla, le escupieron a la cara, y le abofetearon, gritándole: "¡Salve Rey de los Judíos!" Después lo tiraron con su asiento, y lo volvieron a levantar con violencia.
No podría repetir todos los ultrajes que imaginaban estos hombres. Jesús sufría una sed horrible; sus heridas le habían dado calentura, y tenía frío; su carne estaba rasgada hasta los huesos, su lengua estaba contraída, y la sangre sagrada que corría de su cabeza refrescaba su boca ardiente y entreabierta. Jesús fue así maltratado por espacio de media hora en medio de la risa, de los gritos y de los aplausos de los soldados formados alrededor del Pretorio.
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