ANA CATALINA EMMERICK
Flagelación de Jesús
Pilatos, juez cobarde e irresoluto, había pronunciado muchas veces estas
palabras llenas de bajeza: "No hallo crimen en Él: por eso voy a mandar
azotarlo y a darle libertad". Los judíos gritaban cada vez más furiosos:
iCrucifícalo! iCrucifícalo!" Sin embargo, Pilatos quiso que su voluntad
prevaleciera, y mandó azotar a Jesús, a la manera de los romanos. Entonces
los alguaciles, pegando y empujando a Jesús con palos, le condujeron a la
plaza, en medio del tumulto y de la saña popular. Al Norte del palacio de
Pilatos, a poca distancia del cuerpo de guardia, había una columna destinada a
que los reos sufriesen, a ella atados, la pena de azotes. Los verdugos,
provistos de látigos, varas y cuerdas, los pusieron al pie de la misma. Eran seis
hombres atezados, de menos estatura que Jesús; tenían un cinturón alrededor
del cuerpo, y el pecho cubierto de una especie de cuero o tela burda; los
brazos iban desnudos. Eran malhechores de la frontera de Egipto, condenados
por sus crímenes a trabajar en los canales y en los edificios públicos, y los más
perversos de entre ellos hacían el oficio de sayones en el Pretorio. Esos
hombres crueles habían ya atado a la propia columna y azotado hasta la
muerte a algunos pobres condenados. Parecían salvajes o demonios, y
estaban medio borrachos.
Dieron de puñadas al Señor, le arrastraron con las
cuerdas, a pesar de que se dejaba conducir sin resistencia, y lo ataron
brutalmente a la piedra. Esta columna estaba sola, y no servía de apoyo a
ningún edificio. No era muy elevada, pues un hombre alto, extendiendo el
brazo, hubiera podido alcanzar a la parte superior. A media altura había anillas
y ganchos. No se puede expresar con qué barbarie esos tigres furiosos
arrastraron a Jesús: le arrancaron el manto de irrisión de Herodes, y
derribáronle casi al suelo. Jesús temblaba y se estremecía delante de la
columna. Se despojó Él mismo de sus vestidos con las manos hinchadas y
ensangrentadas. Mientras le pegaban, oró del modo más tierno, y volvió un
instante la cabeza hacia su Madre, que estaba partida de dolor en la esquina
de una de las alas de la plaza, y que cayó sin conocimiento en brazos de las
santas mujeres que la rodeaban. Jesús abrazó la columna; los verdugos le
ataron las manos, levantadas en alto, a un ani llo de hierro que estaba arriba, y
estiraron tanto sus brazos, que sus pies, atados fuertemente a lo bajo de la
columna, tocaban apenas al suelo.
El Santo de los Santos fue así extendido
con violencia sobre la columna de los malhechores; y dos de aquellos furiosos
comenzaron a flagelar su cuerpo sagrado, desde la cabeza hasta los pies. Sus
látigos o sus varas parecían de madera blanca flexible: puede ser también que
fueran nervios de buey o correas de cuero duro y blanco.
El Salvador, el Hijo de Dios, verdadero Dios, y verdadero hombre, temblaba y
se retorcía como un gusano bajo los golpes. Sus gemidos dulces y claros se
oían como una oración -en medio del ruido de los azotes. De cuando en
cuando los gritos del pueblo y de los fariseos zumban como estruendosa
tempestad, y cubren sus quejidos lastimeros con que alternan piísimas bendiciones; clamaban; "¡Que muera! iCruciffcalo!", pues Pilatos estaba
todavía hablando con el pueblo. Y cuando quería decir algunas palabras en
medio del tumulto popular, una trompeta tocaba en demanda de silencio.
Entonces oíase de nuevo el crujir de los azotes, los sollozos de Jesús, las
imprecaciones de los verdugos y el balido de los corderos pascuales que se
lavaban en la piscina de las Ovejas. Ese balido acentuaba un espectáculo
tiernísimo: eran tristes voces que se unían a los gemidos de Jesús.
El pueblo judío estaba a cierta distancia de la columna; los soldados romanos
ocupaban diferentes puntos; muchos iban y venían silenciosos o profiriendo
insultos; otros se sentían conmovidos, y parecía que un rayo de Jesús les
tocaba. Yo vi jóvenes, monstruos de infamia, casi desnudos, que preparaban
varas frescas cerca del cuerpo de guardia; otros iban a buscar varas de espino.
Algunos alguaciles de los príncipes de los sacerdotes daban dinero a los
verdugos. Les trajeron también un cántaro que contenía una bebida espesa y
colorada, y bebieron hasta embriagarse. Pasado un cuarto de hora, los
sayones que azotaban a Jesús fueron reemplazados por otros dos. El cuerpo
del Salvador estaba cubierto de manchas negras, lívidas y coloradas, y su
sangre corría por el suelo. Por todas partes se oían las injurias y las burlas.
Los segundos verdugos lanzáronse con rabia de hambrientos lobos sobre
Jesús; tenían otra especie de varas; eran de espino con nudos y puntas. Los
golpes rasgaron todo el cuerpo de Jesús; la sangre saltó a distancia, y ellos
tenían los brazos manchados. Jesús gemía, oraba y se estremecía. Muchos
forasteros pasaron por la plaza, montados sobre camellos, y alejáronse
poseídos de horror y de pena cuando el pueblo les explicó lo que ocurría. Eran
caminantes que habían recibido el bautismo de Juan, o que habían oído los
sermones de Jesús sobre la montaña. El tumulto y los gritos no cesaban
alrededor de la casa de Pilatos.
Otros nuevos verdugos pegaron a Jesús con correas, que tenían en las puntas
garfios de hierro, con los cuales le arrancaban la carne a tiras. ¡Ah! ¡Cómo
describir este tremendo y doloroso espectáculo! Sin embargo, su rabia no
estaba todavía satisfecha; desataron a Jesús, y atáronle de nuevo de espaldas
a la columna. No pudiendo sostenerse, le pasaron cuerdas sobre el pecho,
debajo de los brazos y por bajo de las rodillas, anudándole las manos detrás de
aquel potro de martirio. Entonces cayeron sobre El. Uno de ellos le pegaba en
el rostro con saña indecible, con una vara nueva. El cuerpo del Salvador era
todo una llaga. Miraba a sus verdugos con los ojos llenos de sangre, y parecía
que les pedía misericordia; pero redoblaban su ira, y los gemidos de Jesús
eran cada vez más débiles.
La horrible flagelación había durado tres cuartos de hora,
cuando un extranjero de clase inferior, pariente del ciego Ctesifón, curado por
Jesús, se precipitó sobre la columna con un hierro que tenía la figura de una
cuchilla, gritando, loco de indignación: "¡Basta! No peguéis a ese inocente
hasta hacerle morir". Los verdugos, hartos, se pararon sorprendidos; cortó
rápidamente las cuerdas atadas detrás de la columna, y fue a perderse entre la
multitud. Jesús cayó casi sin sentido al pie de la columna, sobre un charco de sangre. Los verdugos le dejaron, y fuéronse a beber, llamando a los criados
que estaban en el cuerpo de guardia tejiendo la corona de espinas.
Mientras Jesús estaba caído al pie de la columna, vi a algunas mujeres
públicas, con cínico descaro, acercarse a Jesús agarradas por las manos. Se
pararon un instante mirándole con desprecio. En este momento el dolor de sus
heridas se redobló, y alzo hacia ellas la faz ensangrentada. Se alejaron
entonces, y los soldados les dijeron palabras desvergonzadas.
Durante la flagelante, vi muchas veces ángeles llorando alrededor de Jesús, y
oí su oración por nuestros pecados, que subía constantemente hacia su Padre,
en medio de los golpes que daban sobre Él. Cuando estaba tendido al pie de la
columna, vi a un ángel presentarle una cosa luminosa que le dio fuerzas. Los
soldados volvieron, y le pegaron patadas y palos, diciéndole que se levantara.
Habiéndole puesto en pie, no le dieron tiempo para cubrir sus carnes; echaron
sus ropas sobre los hombros, y con ellas limpióse la sangre que le inundaba el
rostro. Le condujeron al sitio adonde estaban sentados los príncipes de los
sacerdotes, que gritaron: "¡Que muera! ¡Que muera!" y volvían la cara con
repugnancia. Después lo condujeron al patio interior del cuerpo de guardia,
donde no había soldados, sino esclavos, alguaciles y chusma; en fin, la hez del
pueblo.
Como la ciudad andaba revuelta y en extremo agitada, Pilatos mandó venir un
refuerzo de la guarnición romana de la ciudadela Antonia. Esta tropa, puesta en
buen orden, rodeaba el cuerpo de guardia. Podían hablar, reír y burlarse de
Jesús, pero les estaba prohibido salirse de sus fi las. Pilatos quería contener así
al pueblo.
Había mil hombres. XXXIII
María durante la flagelación de Jesús
Vi a la Virgen Santísima en éxtasis continuo mientras la flagelación de nuestro
divino Redentor. Ella vio y sufrió con amor y dolor indecibles todo lo que sufría
su Hijo. Muchas veces salían de su boca leves quejidos, y sus ojos estaban
bandos en lágrimas. Cúbrela un velo y vésela tendida en los brazos de María
de Helí, su hermana mayor, que era ya vieja, y se parecía mucho a Ana, su
madre. María de Cleofás, hija de María(*) de Helí, estaba también con Ella. Las
amigas de María y de Jesús, trémulas de dolor y de espanto, rodean a la
Virgen y lloran como si esperasen su sentencia de muerte. María lleva un
vestido largo, azul, y por encima una capa de lana blanca, con velo blanco
también, casi amarillo. Magdalena yace pálida y agobiada de pena: los cabellos
asoman en desorden debajo del
manto.
Cuando Jesús, después de la flagelación, cayó al pie de la columna, vi a
Claudia Procla, mujer de Pilatos, enviar a la Madre de Dios grandes piezas de
tela. No sé si creía que Jesús seria libertado, y que su Madre necesitaría esa
tela para aplicarla a sus llagas, o si esa pagana compasiva sabia a qué uso la
Virgen Santísima destinaría su regalo.
Habiendo vuelto en sí, María vio a su
Hijo, todo despedazado, conducido por los soldados; Jesús se limpió los ojos,
llenos de sangre, para mirar a su Madre. Ella extendió las manos hacia El, y
siguió con los suyos las huellas ensangrentadas de sus pies. Habiéndose
apartado el pueblo, María y Magdalena se aproximaron al sitio en donde Jesús
fuera azotado; escondidas por las otras santas mujeres y otras personas bien
intencionadas que las cercan, se bajan al suelo, junto a la columna, y limpian
por todas partes la sangre sagrada de Jesús con el lienzo que Claudia Procla
había mandado. Juan no estaba entonces con las santas mujeres, que eran
veinte. El hijo de Simeón, el de Verónica, el de Obed, Aram y Temni, sobrinos
de José de Arimatea, estaban ocupados en el templo, llenos de tristeza y de
angustia. Eran las nueve de la mañana cuando se acabó la flagelación.
( *) Cítase con frecuencia a María de Helí en esta historia. Según las visiones
de la monja sobre la sagrada Familia, aquella, era hija de Joaquín y de Ana:
nació unos veinte años antes que la Virgen. No era la hija de la promesa, y se
distingue de las otras Marías con el nombre de María de Helí, porque era hija
de Joaquín o Heliaquim. Su marido se llamaba Cleofás y su hija María de
Cleofás. Esta última, sobrina de la Virgen, tenía más edad que ella. Su primer
marido se llamaba Alfeo: los hijos que habfa tenido de él eran los apóstoles
Simón, Santiago el Menos y Judas Tadeo. Habfa tenido de Sabas, su segundo
marido, a José Barsabás; y de Jonás, su tercer marido, a Simón que fue
Obispo de Jerusalén.
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