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Ora todos los días muchas veces: "Jesús, María, os amo, salvad las almas".

El Corazón de Jesús se encuentra hoy Locamente Enamorado de vosotros en el Sagrario. ¡Y quiero correspondencia! (Anda, Vayamos prontamente al Sagrario que nos está llamando el mismo Dios).

ESTEMOS SIEMPRE A FAVOR DE NUESTRO PAPA FRANCISCO, ÉL PERTENECE A LA IGLESIA DE CRISTO, LO GUÍA EL ESPÍRITU SANTO.

Las cinco piedritas (son las cinco que se enseñan en los grupos de oración de Medjugorje y en la devoción a la Virgen de la Paz) son:

1- Orar con el corazón el Santo Rosario
2- La Eucaristía diaria
3- La confesión
4- Ayuno
5- Leer la Biblia.

REZA EL ROSARIO, Y EL MAL NO TE ALCANZARÁ...
"Hija, el rezo del Santo Rosario es el rezo preferido por Mí.
Es el arma que aleja al maligno. Es el arma que la Madre da a los hijos, para que se defiendan del mal."

-PADRE PÍO-

Madre querida acógeme en tu regazo, cúbreme con tu manto protector y con ese dulce cariño que nos tienes a tus hijos aleja de mí las trampas del enemigo, e intercede intensamente para impedir que sus astucias me hagan caer. A Ti me confío y en tu intercesión espero. Amén

Oración por los cristianos perseguidos

Padre nuestro, Padre misericordioso y lleno de amor, mira a tus hijos e hijas que a causa de la fe en tu Santo Nombre sufren persecución y discriminación en Irak, Siria, Kenia, Nigeria y tantos lugares del mundo.

Que tu Santo Espíritu les colme con su fuerza en los momentos más difíciles de perseverar en la fe.Que les haga capaces de perdonar a los que les oprimen.Que les llene de esperanza para que puedan vivir su fe con alegría y libertad. Que María, Auxiliadora y Reina de la Paz interceda por ellos y les guie por el camino de santidad.

Padre Celestial, que el ejemplo de nuestros hermanos perseguidos aumente nuestro compromiso cristiano, que nos haga más fervorosos y agradecidos por el don de la fe. Abre, Señor, nuestros corazones para que con generosidad sepamos llevarles el apoyo y mostrarles nuestra solidaridad. Te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

jueves, 16 de febrero de 2017

Jesús lleva su cruz-ANA CATALINA EMMERICK

Jesús lleva su cruz 

Cuando Pilatos salió del tribunal, una parte de los soldados le siguió, y se formó delante del palacio; una pequeña escolta se quedó con los condenados. Veintiocho fariseos armados, entre los cuales estaban los enemigos de Jesús que habían tomado parte en su arresto en el Huerto de los Olivos, vinieron a caballo para acompañarlo al suplicio. Los alguaciles condujeron al Salvador en medio de la plaza, adonde vinieron esclavos a echar la cruz a sus pies. Los dos brazos estaban provisionalmente atados a la pieza principal con cuerdas. Jesús se arrodilló cerca de ella, la abrazó y la besó tres veces, dirigiendo a su Padre acciones de gracias por la redención del género humano. Como los sacerdotes paganos abrazaban un nuevo altar, así el Señor abrazaba su cruz. Los soldados levantaron a Jesús sobre sus rodillas, y tuvo que cargar con mucha pena con este peso sobre su hombro derecho. Vi ángeles invisibles ayudarle, pues si no, no hubiera podido levantarla. Mientras Jesús oraba, pusieron sobre el pescuezo a los dos ladrones las piezas traveseras de sus cruces, atándoles las manos; las grandes piezas las llevaban esclavos. La trompeta de la caballería de Pilatos tocó, y uno de los fariseos a caballo se acercó a Jesús, agobiado bajo su carga, y le dijo: "Basta de buenas palabras; adelante". Lo levantaron con violencia, y sintió caer sobre sus hombros todo el peso que debemos llevar después de Él, según sus santas y verídicas palabras. Entonces comenzó la marcha triunfal del Rey de los reyes, tan ignominiosa sobre la tierra y tan gloriosa en el cielo.

Habían atado dos cuerdas a la punta del árbol de la cruz, y dos soldados la mantenían en el aire; otros cuatro tenían las cuerdas atadas a la cintura de Jesús. El Salvador, bajo su peso, me recordó a Isaac llevando a la montana el haz de leña para su sacrificio. La trompeta de Pilatos dio la señal de la marcha, porque el gobernador en persona quería ponerse a la cabeza de un destacamento para impedir todo movimiento tumu~uoso. Estaba a caballo, cubierto con sus armas, rodeado de sus oficiales y de tropa de caballería. Detrás venía un cuerpo de trescientos hombres de infantería, todos de las fronteras de Italia y de Suiza. Delante iba un trompeta que tocaba en todas las esquinas, y proclamaba la sentencia. A pocos pasos venía una multitud de hombres y de chiquillos, que traían cordeles, clavos, cuñas y cestas que contenían diferentes objetos; otros, más robustos, traían palos, escaleras y las piezas principales de las cruces de los dos ladrones; detrás venían algunos fariseos a caballo, y un joven que llevaba sobre el pecho la inscripción que Pilatos había hecho para la cruz; llevaba también en la punta de un palo la corona de espinas de Jesús, que no habían querido dejarle sobre la cabeza mientras llevaba la cruz. Ese joven no era muy malo. Al fin venía nuestro Señor, desnudos los pies y ensangrentados, abrumado bajo el peso de la cruz, temblando, lleno de llagas y de heridas, sin haber comido, ni bebido, ni dormido desde la cena de la víspera, debilitado por la pérdida de sangre, devorado por la fiebre, la sed y dolores infinitos: con la mano derecha sostenía la cruz sobre su hombro derecho; su mano izquierda, cansada, hacía de cuando en cuando esfuerzos para levantar el largo vestido, con que tropezaban sus pies heridos. Cuatro soldados tenían a cierta distancia las puntas de los cordeles atadas a la cintura: los de delante le tiraban; los dos que seguían le empujaban, de suerte que no podía afirmar el paso. Sus manos estaban heridas por los cordeles que las habían tenido atadas; su cara estaba ensangrentada e hinchada; la barba y sus cabellos manchados de sangre; el peso de la cruz y las cadenas apretaban contra su cuerpo el vestiglo de lana, que se pegaba a sus llagas y las abría. A su alrededor no había más que irrisión y crueldad; mas su boca rezaba y sus ojos perdonaban. Detrás de Jesús iban los dos ladrones, llevados también por cuerdas. No tenían más vestido que un delantal; la parte superior del cuerpo estaba cubierta de una especie de escapulario sin mangas, abierto por los dos lados; tenían la cabeza cubierta con un gorro de paja. La mitad de los fariseos a caballo cerraban la marcha; algunos de ellos corrían acá y aya para mantener el orden. A una distancia bastante grande venia la escolta de Pilatos: el gobernador romano con su uniforme de guerra, en medio de sus oficiales, precedido de un escuadrón de caballería, y seguido de trescientos infantes, atravesó la plaza, y entró en una calle bastante ancha, corriendo por el pueblo para impedir todo movimiento popular.

Jesús fue conducido por una calle estrecha y que rodeaba, para no estorbar a la gente que iba al templo ni a la tropa de Pilatos. La mayor parte del pueblo se había puesto en movimiento, después de haber condenado a Jesús. Una gran parte de los judíos se fueron a sus casas o al templo, a fin de acabar los preparativos para sacrificar el cordero pascual; sin embargo, la multitud era todavía numerosa, y se precipitaba delante para ver pasar la triste procesión: la escolta de los soldados romanos impedía que se juntasen a ellos, y los curiosos tenían que dar vueltas por calles que atravesaban, y que correr delante: la mayor parte fueron hasta el Calvario. La calle por donde pasaba Jesús era muy estrecha y muy sucia; tuvo mucho que sufrir: los soldados estaban a su lado; el pueblo lo injuriaba desde las ventanas; los esclavos le tiraban lodo e inmundicias, y hasta los niños recogían piedras en sus vestidos y se las tiraban o se las echaban ante su paso.

Primera caída de Jesús debajo de la cruz

La calle, poco antes de su fin, tuerce a la izquierda, se ensancha y sube un poco: por ella pasa un acueducto subterráneo, que viene del monte Sión: antes de la subida hay un hoyo, donde hay con frecuencia agua y lodo cuando llueve, por cuya razón han puesto una piedra grande para facilitar el paso. Cuando llego Jesús a este sitio, ya no podía andar: como los soldados tiraban de El y lo empujaban sin misericordia, se cayó a lo largo contra esa piedra, y la cruz cayó a su lado. Los verdugos se pararon, llenándole de imprecaciones y pegándole; la escolta se paró un momento en desorden. En vano Jesús tendía la mano para que le ayudasen, diciendo: "¡Ah, presto se acabará!", y rogó por sus verdugos; mas los fariseos gritaron: "¡Levantadlo, si no morirá en nuestras manos!" A los dos lados del camino había mujeres llorando y niños asustados. Sostenido por un socorro sobrenatural, Jesús levantó la cabeza, y aquellos hombres atroces, en lugar de aliviar sus tormentos, le pusieron la corona de espinas. Habiéndole levantado, le cargaron la cruz sobre los hombros, y tuvo que ladear la cabeza, con dolores infinitos, para poder colocar sobre el hombro el peso con que estaba cargado.

Segunda caída de Jesús debajo de la cruz

La dolorosa Madre de Jesús había salido de la plaza después de pronunciada la sentencia iracunda, acompañada de Juan y de algunas mujeres. Había vis~ado muchos sitios santificados por los padecimientos de Jesús: pero cuando el sonido de la trompeta, el ruido del pueblo y la escolta de Pilatos anunciaron la ida para el Calvario, no pudo resistir al deseo de ver todavía a su divino Hijo, y pidió a Juan que la condujese a uno de los s~ios por donde Jesús había de pasar; se fueron a un palacio cuya puerta daba a la calle adonde entró la escolta después de la primera caída de Jesús; era, si no me equivoco, la hab~ación del sumo pontífice Caifás, pues su tribunal estaba sólo en Sión. Juan obtuvo de un criado o portero compasivo el permiso de ponerse a la puerta con María y los que la acompañaban. La Madre de Dios estaba pálida y con los ojos llenos de lagrimas, y cubierta enteramente con un manto pardo azulado. Se oía el ruido que se acercaba, el sonido de la trompeta y la voz del pregonero publicando la sentencia en las esquinas. El criado abrió la puerta; el ruido era cada vez más grande y espantoso. María oro, y dijo a Juan: "¿Debo ver este espectáculo? ¿Debo huir? ¿Cómo podré yo soportarlo?" Al fin salieron a la puerta: María se paró y miró; la escolta estaba a ochenta pasos; no había gente delante, sino por los lados y atrás. Cuando los que llevaban los instrumentos del suplicio se acercaron con aire insolente y triunfante, la Madre de Jesús se puso a temblar y a gemir, juntando las manos, y uno de aquellos hombres preguntó: "¿Quién es esa Mujer que se lamenta?", y otro respondió: "Es la Madre del Galileo". Cuando los miserables oyeron tales palabras, llenaron de injurias a esta dolorosa Madre, la señalaban con el dedo, y uno de ellos tomó en sus manos los clavos con que debían clavar a Jesús en la cruz, y se los presentó a la Virgen burlándose. María miró a Jesús, y se agarró a la puerta para no caerse, pálida como un cadáver, con los labios lívidos. Los fariseos pasaron a caballo; después el niño que llevaba la inscripción; detrás su Santísimo Hijo Jesús, temblando, doblado bajo la pesada carga de la cruz, inclinando sobre el hombro su cabeza coronada de espinas. Echaba sobre su Madre una mirada de compasión, y, habiendo tropezado, cayó por segunda vez sobre sus rodillas y sobre sus manos, María, en medio de la violencia del dolor, no vio ni soldados ni verdugos; no vio más que a su querido Hijo; se precipitó desde la puerta de la casa en medio de los soldados que maltrataban a Jesús, cayó de rodillas a su lado, y se abrazó a El. Yo oí estas palabras: "¡Hijo mío¡", "¡Madre mía!"; pero no sé si realmente fueron pronunciadas, o sólo en el pensamiento.

Hubo un momento de desorden: Juan y las santas mujeres querían levantar a María. Los alguaciles la injuriaban; uno de ellos le dijo: "Mujer, ¿qué vienes a hacer aquí? Si lo hubieras educado mejor, no estaría en nuestras manos". Algunos soldados tuvieron compasión. Sin embargo, echaron a la Virgen hacia atrás, pero ningún alguacil la tocó. Juan y las santas mujeres la rodearon, y cayó como muerta sobre sus rodillas, encima de la piedra angular de la puerta, donde sus manos se imprimieron. Esta piedra, que era muy dura, fue trasportada a la primera iglesia católica, cerca de la piscina de Betesda, en el episcopado de Santiago el Menor. Los dos discípulos que estaban con la Madre de Jesús se la llevaron al interior de la casa, y cerraron la puerta. Mientras tanto, los alguaciles levantaron a Jesús, le pusieron de otro modo la cruz sobre los hombros. Los brazos de la cruz se habían desatado; uno de ellos había resbalado, y se había enredado en las cuerdas; éste fue el que Jesús abrazó; de suerte que por detrás todo el peso del madero arrastraba más por el suelo. Yo vi acá y allá, en medio de la multitud que seguía la escolta profiriendo maldiciones e injuries, algunas mujeres cubiertas con sus velos y derramando lagrimas.

Simón Cirineo. Tercera caída de Jesús 

Llegaron a la puerta de una muralla vieja interior de la ciudad. Delante de ella hay una plaza, de donde parten tres calles. En esa plaza, Jesús, al pasar sobre una piedra gruesa, tropezó y cayó; la cruz quedó a su lado, y no se pudo levantar. Algunas personas bien vestidas que pasaban para ir al templo, exclamaron, llenas de compasión: "¡Ah! ¡El pobre Hombre se muere!" Hubo algún tumulto: no podían poner a Jesús en pie, y los fariseos dijeron a los soldados: "No podremos llevarlo vivo, si no buscáis un hombre que le ayude a llevar la cruz". Vieron a poca distancia un pagano, llamado Simón Cirineo, acampanado de sus tres hijos, que llevaba debajo del brazo un haz de ramas menudas, pues era jardinero y venía de trabajar en los jardines situados cerca de la muralla oriental de la ciudad. Estaba en medio de la multitud, de donde no podía salir, y los soldados, habiendo reconocido por su traje que era un pagano y un obrero de clase inferior, le tomaron y le mandaron que ayudara al Galileo a llevar su cruz. Primero rehusó, pero tuvo que ceder a la fuerza. Sus hijos lloraban y gritaban, y algunas mujeres que los conocían los recogieron. Simón sentía mucho disgusto y repugnancia a causa del triste estado en que se hallaba Jesús, y de su ropa toda llena de lodo. Mas Jesús lloraba, y le miraba con ternura. Simón le ayudo a levantarse, y al instante los alguaciles ataron sobre sus hombros uno de los brazos de la cruz. El seguía a Jesús, que se sentía aliviado de su carga. Se pusieron otra vez en marcha. Simón era un hombre robusto, de cuarenta años; sus hijos llevaban vestidos de universos colores. Dos eran ya crecidos, se llamaban Rucio y Alejando; se reunieron después a los discípulos de Jesús. El tercero era más pequeño, y lo he visto con San Esteban, aun niño. Simón no llevó mucho tiempo la cruz sin sentirse penetrado de compasión.

Verónica y el sudario

La escolta entró en una calle larga, que torcía un poco a la izquierda, y que estaba cortada por otras transversales. Muchas personas bien vestidas se dirigían al templo; pero algunas se retiraban a vista de Jesús, por el temor farisaico de contaminarse: otras mostraban alguna compasión. Habían unos doscientos pasos desde que Simón ayudara a Jesús a llevar la cruz, cuando una mujer de elevada estatura y de aspecto imponente, llevando de la mano a una niña, salió de una hermosa casa situada a la izquierda, y se puso delante. Era Serafia, mujer de Sirac, miembro del Consejo del templo, que llamó Verónica, de Vera /con (verdadero retrato), a causa de lo que hizo ese día.
Serafia había preparado en su casa un excelente vino aromatizado, con la piadosa intención de dárselo a beber al Señor en su camino de agonía. Salió a la calle, cubierta con su velo; tenia un lienzo sobre sus hombros; una niña de nueve años, que había adoptado, estaba a su lado, y escondió, al acercarse la escolta, el vaso lleno de vino. Los que iban delante quisieron rechazarla; mas ella se abrió paso en medio de la multitud, de los soldados y de los alguaciles: llegó hasta Jesús, se arrodilló, y le presento el lienzo extendido, diciendo: "Permitidme que limpie la cara de mi Señor", El Señor tomó el paño, lo aplicó sobre su cara ensangrentada, y se lo devolvió, dándole las gracias. Serafia, después de haberlo besado, lo metió debajo de su manto, y se levantó. La niña alzó tímidamente el vaso de vino hacia Jesús; pero los soldados no permitieron que bebiera. La osadía y la prontitud de esta acción habían excitado un movimiento en la multitud, por lo que se paró la escolta cerca de dos minutos, y Verónica había podido presentar el sudario. Los fariseos y los alguaciles, irritados de esta parada, y, sobre todo, de este homenaje público rendido al Salvador, pegaron y maltrataron a Jesús, mientras la Verónica entraba en su casa. Apenas había penetrado en su cuarto, extendió el sudario sobre la mesa que tenia delante, y cayó sin conocimiento. La niña se arrodilló a su lado llorando. Un amigo que venia a verla la hallo así al lado de un lienzo extendido, en que la cara ensangrentada de Jesús veíase estampada de un modo maravilloso. Se sorprendió con ese espectáculo; la hizo volver en si, y le mostró el sudario, delante del cual ella se arrodilló, llorando y diciendo: "Ahora lo quiero dejar todo, pues el Señor me ha dado un recuerdo". Este sudario era de lana fina, tres veces mas largo que ancho, y se llevaba habitualmente alrededor del cuello: era costumbre ir con un sudario semejante a socorrer los afligidos o los enfermos, y limpiarles la cara en señal de dolor o de compasión. Verónica guardó siempre el sudario a la cabecera de su cama. Después de su muerte fue para la Virgen, y después para la Iglesia por intermedio de los apóstoles.
Serafia era prima de Juan Bautista, pues su padre y Zacarfas eran hijos de dos hermanos.

Cuando María, a la edad de cuatro años, fue llevada a Jerusalén para formar parte de las vírgenes del templo, Joaquín y Ana se hospedaron en casa de Zacarías. Se hallaba en ella Serafia, que tenía lo menos cinco años más que la Virgen, y asistió a su casamiento con San José. Era también parienta del viejo Simeón, que profetizó entonces la presentación de Jesús en el templo, y estaba unida con sus hijos desde su infancia. Estos tenían, como su padre, un vivo deseo de la venida del Mesías, y también lo tenía Serafia. Cuando Jesús, de edad de doce años, se quedó en Jerusalén para enseñar en el templo, Serafia, que estaba todavía soltera, le enviaba su comida a una pequeña posada a un cuarto de legua de Jerusalén, en que permanecía cuando no estaba en el templo, y adonde María poco después de la Natividad, viniendo de Belén para presentar a Jesús en el templo, se había detenido un día y dos noches en casa de dos ancianos. Eran esenios, que conocían a la Sagrada Familia. Esta posada era una fundación para los pobres: Jesús y los discípulos venían con frecuencia a alojarse en ella.

Serafia se casó tarde; su marido, Sirac, era descendiente de la casta Susana: era miembro del Consejo del templo, Al principio era muy opuesto a Jesús, y su mujer tuvo mucho que sufrir de él a causa de su amor al Salvador. José de Arimatea y Nicodemo lo redujeron a mejores sentimientos, y permitió a Serafia que siguiera a Jesús. En el juicio en casa de Caifás se declaró en favor de Jesús con José y Nicodemo, y, como ellos, se separó del Sanedrín. Serafia era mujer de mas de cincuenta años: en la entrada triunfal del Domingo de Ramos la vi desatar su velo y echarlo en el camino por donde pasaba el Salvador. Este mismo velo fue el que presento a Jesús en esta marcha todavía más triunfante para limpiarle el rostro adorable, y que le hizo dar, a la que lo poseía, el nuevo nombre de Verónica.

Cuarta y quinta caídas de Jesús

La escolta estaba todavía a cierta distancia de la puerta situada en la dirección del Sudoeste. Se pasa debajo de una bóveda, por encima de un puente y debajo de otra bóveda. A la izquierda de la puerta, la muralla de la ciudad se dirige al Mediodía para rodear el monte de Sión. Al acercarse a la puerta, los alguaciles empujaron a Jesús en medio de un lodazal. Simón Cirineo quiso pasar al lado, y habiendo ladeado la cruz, Jesús cayó por la cuarta vez en el lodo. Entonces, en medio de sus lamentos, dijo con voz inteligible; "¡Ah Jerusalén, cuanto te he amado! ¡He querido juntar a tus hijos como la gallina junta a sus polluelos debajo de sus alas, y tu me echas tan cruelmente fuera de tus puertas!" Al oír estas palabras, los fariseos le insultaron de nuevo, le pegaron y le arrastraron para sacarle del lodo. Simón Cirineo se indignó tanto de ver esa crueldad, que exclamó: "Si no ceséis en vuestras infamias, dejo la cruz, aunque me matéis también".

Al salir de la puerta se ve un camino estrecho y pedregoso, que se dirige al Norte y conduce al Calvario. El camino real, del cual se aparta aquel, se divide en tres a cierta distancia: el uno vuelve a la izquierda y conduce a Belén por el valle de Gihón; el otro se dirige al Occidente y conduce a Emaús y a Joppé; el tercero da la vuelta al Calvario, y concluye en la puerta del ángulo que conduce a Betsur. Desde esta puerta, por donde salió Jesús, se puede ver la de Belén. Habían puesto en el sitio donde empieza el camino del Calvario, sobre un palo, una tabla anunciando la condenación a muerte de Jesús y de los dos ladrones. En el ángulo de este camino había una multitud de mujeres que lloraban y gemían. Eran vírgenes y pobres mujeres de Jerusalén, con sus niños, que habían ido delante; otras habían venido, para la Pascua, de Belén, de Hebroso y de los lugares circunvecinos. Jesús se desfalleció, pero no cayó al suelo, porque Simón dejó la cruz en tierra, se acercó a Él y le sostuvo. Esta es la quinta caída de Jesús debajo de la cruz. A vista de su cara tan desfigurada y tan llena de heridas, comenzaron a dar lamentos, y según la costumbre de los judíos, le presentaron lienzos para limpiarse el rostro. El Salvador se volvió hacia ellas, y les dijo: "Hijas de Jerusalén, no lloréis por Mí; llorad sobre vosotras mismas y sobre vuestros hijos, pues vendrá un tiempo en que se dirá: ¡felices las estériles y las entrañas que no han engendrado y los pechos que no han dado de mamar! Entonces empezarán a decir a los montes: "¡Caed sobre nosotros!" y a las alturas: "¡Cubridnosl", Pues si así se trata a la madera verde, ¿qué será con la seca?" se pararon en este sitio: los que llevaban los instrumentos del suplicio fueron al monte Calvario, seguidos de cien soldados romanos de la escolta de Pilatos, que le seguían de lejos. Al llegar a la puerta, se volvió al interior de la ciudad.

Jesús sobre el Gólgota. Sexta y séptima caídas de Jesús 

Se pusieron en marcha. Jesús, doblado bajo su carga y bajo los golpes de los verdugos, subió con mucho trabajo el rudo camino que dirigía al Norte, entre las murallas de la ciudad y el monte Calvario. En el sitio en donde el camino tuerce al Mediodía, se cayó por la sexta vez, y esta caída fue muy dolorosa. Le empujaron y pegaron más brutalmente que nunca, y llegó a la roca del Calvario, adonde cayó por la séptima vez.

Simón Pirineo, maltratado también cansado, estaba lleno de indignación y de piedad: hubiera querido aliviar todavía a Jesús, pero los alguaciles le echaron, llenándole de injurias. Se reunió poco después a los discípulos. Echaron también toda la gente que había venido sin tener nada que hacer. Los fariseos a caballo habían seguido caminos cómodos, situados al lado occidental del Calvario. Desde esta altura se puede ver por encima de los muros de la ciudad. El llano que hay en la elevación, teatro horrendo del suplicio, es de forma circular; esta rodeado de un terraplén cortado por cinco caminos. Estos cinco caminos se hallan en muchos sitios del país, en los cuales se baña, se bautiza, en la piscina de Betesda: muchos pueblos tienen también cinco puertas. Hay en esto, como en todo lo de la Tierra Santa, una profunda significación profética, a causa de la abertura de los cinco medios de salvación en las cinco llagas de] Salvador. Los fariseos a caballo se pararon delante de la llanura al lado occidental, adonde la cuesta es suave: el lado por donde conducen a los condenados es áspero y rápido. Cien soldados romanos se hallaban dispersos acá y aya, Algunos estaban con los ladrones, que no habían sido conducidos al llano para dejar la plaza libre; pero los habían recostado sobre las espaldas un poco más abajo, dejándoles los brazos atados a los maderos trasversales de sus cruces. Mucha gente, la mayor parte de baja clase, extranjeros, esclavos, paganos, estaban alrededor del llano o sobre las alturas circunvecinas.

Eran las doce menos cuatro cuando el Señor dio la última caída y echaron a Simón. Los alguaciles tiraron de Jesús para levantarlo, desataron los pedazos de la cruz, y los pusieron en el suelo. ¡Qué doloroso espectáculo presentaba el Salvador, de pie, en el sitio de su suplicio, tan triste, tan pálido, tan despedazado, tan ensangrentado! Los alguaciles lo tiraron al suelo, insultándolo: "Rey de los judíos, le decían, vamos a alzar tu trono". Pero Él mismo se acostó sobre la cruz, y lo extendieron para tomar medidas de sus miembros; después lo condujeron a sesenta pasos al Norte, a una especie de cavidad abierta en la roca, que parecía una cisterna: lo empapujaron tan brutalmente, que se hubiera roto las rodillas contra la piedra, si los ángeles no lo hubiesen socorrido. Le oí gemir de un modo que partía el corazón. Cerraron la entrada, y dejaron centinelas. Entonces comenzaron sus preparativos. En medio del llano circular estaba el punto más elevado de la roca del Calvario: era una eminencia redonda, de dos pies de altura, a la cual se subía por escalones. Abrieron en ella tres hoyos, adonde debían plantarse las tres cruces, y pusieron a derecha y a izquierda las cruces de los dos ladrones, excepto las piezas trasversales, a las cuales ellos tenían las manos atadas, y que fueron clavadas después sobre la pieza principal. Pusieron la cruz en el sitio adonde debían en clavarlo, de modo que pudieran levantarla sin dificultad y dejarla caer en el hoyo. Clavaron los dos brazos y el pedazo de madera para sostener los pies; abrieron agujeros para los clavos y para la inscripción; hicieron muescas para la corona y para los rincones del Señor, a fin de que todo su cuerpo fuese sostenido y no colgado, y que el peso no pendiera de las manos, que se hubieran podido arrancar de los clavos. Clavaron estacas en la tierra, y fijaron en ellas un madero que debía servir de apoyo a las cuerdas para levantar la cruz; en fin, hicieron otros preparativos de esta especie.

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