230. Curación de la hemorroísa y resurrección de
la hija de Jairo.
11 de marzo de 1944.
1Aparecida
mientras estoy orando muy cansada y
afligida; por tanto, en las peores condiciones de pensar en estas cosas por mí
misma. Pero el cansancio físico y mental y la pena se han desvanecido con la
primera imagen de mi Jesús. Así que me pongo a escribir.
Va, rodeado de
mucha gente que ciertamente le estaba esperando, por un camino soleado y
polvoriento que bordea la ribera del lago. Se dirige hacia un pueblo. La
muchedumbre le oprime a pesar de que los apóstoles, a fuerza de codos y
hombros, vayan tratando de hacer hueco y levanten la voz para convencer a la
masa de dejar un poco de espacio.
Pero Jesús no
está inquieto por tanto barullo. Sobrepasando en altura con toda la cabeza a
los que le rodean, mira con dulce sonrisa a esta multitud que le apretuja;
responde a los saludos, acaricia a algún niño que logra hacerse ver por entre
la barrera de adultos y arrimarse a Él, pone la mano en la cabeza de aquellos
pequeñuelos a los que sus madres aúpan por encima de las cabezas de la gente
para que Él los toque... Y, entretanto, sigue andando, lentamente, pacientemente,
en medio de esta bulla y de estas continuas presiones que pondrían de malhumor
a cualquiera.
2Una voz de
hombre grita: «¡Dejad paso! ¡Dejad paso!», una voz que denota angustia. Muchos
deben conocerla y respetarla, como de una persona influyente, porque la
multitud se escinde ‑ aunque con mucha dificultad, porque están muy apretujados
‑ y dejan pasar a un hombre de unos cincuenta años, enteramente cubierto con un
largo y amplio indumento y con una especie de pañuelo blanco alrededor de la
cabeza, cuyo vuelo pende hasta el cuello y sobre la cara.
Llega adonde
Jesús, se postra a sus pies y dice: «¡Maestro, ¿por qué has estado fuera tanto
tiempo?! Mi hija está muy enferma. Ninguno la puede curar. Tú eres la única
esperanza mía y de la madre. Ven, Maestro. Te esperaba con ansiedad infinita.
Ven, ven en seguida. Mi única criatura se está muriendo...» y se echa a llorar.
Jesús
pone su mano sobre la cabeza de este hombre que llora, sobre esta cabeza
inclinada y convulsa por los sollozos, y le responde: «No llores. Ten fe. Tu
hija vivirá. Vamos a verla. ¡Levántate! ¡Vamos!». Las dos últimas palabras
tienen tono de imperio. Antes era el Consolador, ahora habla como Dominador.
Se
ponen de nuevo en camino. El padre, llorando, va al lado de Jesús, que le tiene
cogido de la mano; y, cuando un sollozo más fuerte agita al pobre hombre, veo
que Jesús le mira y le aprieta la mano. No hace sino esto, pero ¡cuánta fuerza
debe tornar a un alma cuando se siente tratada así por Jesús!
Antes,
donde ahora está el padre, estaba Santiago, pero Jesús le ha dicho que le
cediera el puesto. Pedro está al otro lado. Juan al lado de Pedro, tratando de
hacer con él de barrera a la gente, como hacen también Santiago y Judas
Iscariote en el otro lado, detrás del adolorado padre. Los otros apóstoles
están unos delante y otros detrás de Jesús. Pero no es suficiente.
Especialmente los tres de atrás, entre los cuales veo a Mateo, no consiguen
mantener detrás a la muralla viva. Y, cuando refunfuñan un poco demasiado y
casi casi insultan a esta muchedumbre poco discreta, Jesús vuelve la cabeza y
dice con dulzura: «¡No pongáis impedimento a estos pequeñuelos míos!...».
3Pero,
en un momento dado, se vuelve bruscamente, dejando incluso caer la mano del
hombre. Se detiene. Se vuelve (esta vez no vuelve sólo la cabeza sino todo su
cuerpo). Parece incluso más alto, porque ha tomado una actitud de rey. Con su
rostro ‑ ahora severo ‑ y su mirada inquisitiva escruta a la muchedumbre. En
sus ojos hay relámpagos, no de dureza sino de majestad.
«¿Quién me ha
tocado?» pregunta. Nadie responde. «¿Quién me ha tocado?, repito» insiste
Jesús.
Responden
los discípulos: «Pero, Maestro, ¿no ves que la muchedumbre te está apretujando
por todas partes? Todos te tocan, a pesar de nuestros esfuerzos».
«Estoy
preguntando que quién me ha tocado para obtener un milagro. He sentido que
salía de mí una virtud milagrosa porque un corazón la invocaba con fe. ¿Quién
es este corazón?».
Jesús,
mientras habla, baja dos o tres veces sus ojos hacia una mujercita de unos
cuarenta años, vestida muy pobremente, de rostro demacrado, la cual busca
eclipsarse entre la muchedumbre, desaparecer tragada por la multitud. Esos ojos
puestos en ella deben quemarla. Se da cuenta de que no puede huir y vuelve
adelante. Se postra a sus pies, casi tocando el polvo con el rostro; con los
brazos extendidos, aunque sin llegar a tocar a Jesús.
«¡Perdón! Soy
yo. Estaba enferma. ¡Hacía doce años que estaba enferma! Todos huían de mí. Mi
marido me ha abandonado, He gastado todos mis haberes para no ser considerada
un oprobio, para vivir como viven todos. Ninguno ha podido curarme. Maestro, ya
ves que soy una anciana prematura. Mi vitalidad, con mi flujo incurable, ha
salido de mí, y mi paz con ella. Me dijeron que Tú eras bueno. Me lo dijo uno
al que habías curado de su lepra, uno que por su experiencia de tantos años en
que todos huían de él no sintió asco de mí. No me he atrevido a decir esto
antes. ¡Perdóname! He pensado que sólo con tocarte quedaría curada. Pero no te
he contaminado de impureza. Apenas he rozado el extremo de tu vestido que toca
el suelo, la suciedad del suelo... como mi inmundicia... ¡Pero ahora estoy
curada! ¡Bendito seas! En el momento en que he tocado tu vestido mi mal ha
cesado. Ahora soy como todas las demás. Ya no se apartará de mí la gente. Mi
marido, mis hijos, mis parientes podrán estar conmigo, los podré acariciar,
seré útil a mi casa. ¡Gracias, Jesús, Maestro bueno! ¡Bendito seas
eternamente!».
Jesús
la mira con una bondad infinita. Le sonríe y le dice: «Ve en paz, hija. Tu fe
te ha salvado. Queda curada para siempre. Sé buena y vive feliz. Ve».
4No
ha terminado de hablar cuando, al improviso, llega un hombre ‑ creo que un
siervo ‑, y se dirige al padre de la niña enferma - que durante todo este
tiempo ha estado en actitud de espera respetuosa pero angustiada,
verdaderamente en ascuas ‑ y le dice: «Tu hija ha muerto. No importunes ya al
Maestro. Su espíritu la ha dejado. Ya las plañideras están llorando. La madre
me envía a decírtelo y te ruega que vayas en seguida».
El pobre padre
exhala un gemido, se lleva las manos a la frente, frunce la frente, se comprime
los ojos, se pliega como si le hubieran herido.
Jesús, que
parecía que no debería ver ni oír nada, porque está atento a lo que le dice la
mujer y a responderla, se vuelve, sin embargo, y pone la mano sobre la espalda
curvada del pobre padre: «Hombre, te he dicho: ten fe. Te repito: ten fe. No
temas. Tu hija vivirá. Vamos adonde ella». (Y se pone de nuevo en marcha,
manteniendo estrechado contra sí a este hombre completamente destruido).
La
multitud, ante este dolor y la gracia que se ha producido, se detiene
atemorizada; se abre, deja a Jesús y a los suyos que puedan caminar ligero para
seguir luego como una estela a la
Gracia que pasa.
Se
recorren así unos cien metros, quizás más ‑ no soy buena calculadora ‑; se
entra cada vez más en el centro del pueblo.
5Hay
una aglomeración de gente delante de una casa de fino aspecto. Están comentando
con voz alta y estridente lo que ha sucedido, a manera de contrapunto de otros
gritos más altos que llegan a través de la puerta abierta de par en par: son
gritos gorjeados, agudos, mantenidos en una nota monótona y que parecen
dirigidos por una voz más aguda, solista; a ésta responden, primero un grupo de
voces más finas, luego otro de voces más llenas. Es un alboroto capaz de
producir la muerte incluso a quien está bien.
Jesús
ordena a los suyos que se queden delante de la puerta, pero llama a Pedro, Juan
y Santiago. Con ellos entra en la casa (lleva todavía agarrado de un brazo al
padre, que sigue llorando: parece como si quisiera infundirle la certeza de que
Él está ahí para consolarle con ese gesto).
Las...
plañideras, que yo llamaría más bien "chillonas", al ver al jefe de
la casa y al Maestro, doblan su gritería. Dan palmadas, agitan unas panderetas,
golpean triángulos y sobre esta... música apoyan sus plañidos.
«Callad»
dice Jesús. «No es el caso de llorar. La niña no está muerta, sólo duerme».
Las mujeres
lanzan gritos más fuertes aún. Algunas se revuelcan por el suelo, se hacen
arañazos, se arrancan los pelos (o, más bien, hacen como si se los arrancaran)
para mostrar que está realmente muerta. Los que suenan los instrumentos y los
amigos menean la cabeza como respuesta a lo que creen ser un espejismo de
Jesús.
Mas
Él repite: «¡Callad!», tan enérgicamente, que el alboroto, si bien no cesa
completamente, al menos se transforma en simple murmullo. Jesús pasa más
adentro.
6Entra
en un cuarto pequeño. Encima de la cama está extendida una niña muerta. Delgada
y palidísima, yace, ya vestida, ordenados con cuidado sus negros cabellos. La
madre llora al pie del costado derecho de la cama, mientras besa la cérea
manita de la difunta.
¡Qué hermoso
está Jesús ahora! ¡Como pocas veces le he visto! Se acerca al lecho
rápidamente, tanto que parece deslizarse sobre el suelo... volar. Los tres
apóstoles cierran la puerta sin contemplaciones para con los curiosos y
permanecen apoyados a ella. El padre se ha detenido a los pies de la cama.
Jesús
va a la parte izquierda, extiende la mano izquierda para tomar la manita
muerta de la pequeña difunta; es también la
izquierda, lo he visto bien, es la izquierda de Jesús y la izquierda de la
niña. Alza el brazo derecho hasta llevar la mano abierta a la altura del
hombro, y la baja con el gesto propio de uno que o jura o manda. Dice: «¡Niña,
Yo te lo digo, levántate!».
Transcurre
un momento en que todos, excepto Jesús y la muerta, permanecen suspendidos. Los
apóstoles alargan el cuello para ver mejor. El padre y la madre miran con ojos
acongojados a su hija. Pasa un instante... y un suspiro alza el pecho de la
pequeña difunta, un leve color sube a la carita cérea, anulando el cárdeno de
muerte. Una sonrisa se dibuja en los pálidos labios antes de abrirse los ojos,
como si la niña estuviera teniendo un dulce sueño. Jesús la tiene todavía
tomada de la mano. Entonces la niña abre dulcemente los ojos y los mueve en su
derredor como si se despertara en ese momento. Lo primero que ve es el rostro
de Jesús, que la está mirando fijamente con sus ojos espléndidos, sonriéndole
con alentadora bondad. Y ella también le sonríe.
«Levántate»
repite Jesús, mientras aparta con su mano los objetos fúnebres que estaban
colocados o sobre la propia cama o a los lados (flores, velos, etc. etc.) y la
ayuda a bajar. Y hace que dé unos primeros pasos teniéndola todavía de la
mano.
«Dadle
de comer. Ahora» ordena Jesús. «Está curada. Dios os la ha devuelto. Dadle
gracias. No digáis a nadie lo que ha sucedido. Vosotros sabéis qué le había
sucedido. Habéis creído, habéis merecido el milagro. Los otros no han tenido
fe. Es inútil tratar de persuadirlos. Dios no se muestra a quien niega el
milagro. Y tú, niña, sé buena. ¡Adiós! La paz descienda sobre esta casa». Sale
cerrando tras sí la puerta.
La
visión termina.
7Le
diré que los dos momentos en que la visión me ha alegrado de forma especial han
sido: primero, cuando Jesús ha buscado entre la muchedumbre a la persona que lo
había tocado; segundo, y sobre todo, cuando, erguido al lado de la pequeñuela
muerta, le ha tomado la mano y le ha mandado levantarse. La paz, la seguridad
han entrado en mí. No es posible que con semejante piedad no pueda tener piedad
de nosotros, ni que con semejante poder no pueda vencer al Mal que nos hace
morir.
Jesús, por
ahora, no comenta. Tampoco dice nada sobre otras cosas. Me ve casi muerta, pero
no juzga oportuno que esté mejor esta tarde. Hágase como Él quiere. Ya me
siento suficientemente feliz de tener en mí su visión.
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