Relato del Nacimiento de Jesús narrado por la Virgen a Gladys Motta
Bajo
la advocación de María del Rosario de San Nicolás
(mensaje N° 759 del 23/12/85, página 303 edición 1997 del
Movimiento Mariano de San Nicolás).
"Hija,
hoy te revelaré el nacimiento de mi amado y dulcísimo Hijo. Salió
de mi vientre de la misma manera que fue introducido, quiero decir,
sin ser tocado. Nació impulsado por el Espíritu del Señor
Todopoderoso. No sentí ningún dolor, sólo sentí que mi vientre se
abría y se cerraba, mas fue sólo una sensación, porque no me quedó
rastro alguno, quedando Yo intacta como antes. Ese fue su maravilloso
nacimiento, por la Gracia de Dios Padre."
Nacimiento
de Nuestro Señor Jesucristo (M. Valtorta)
(Escrito
el 6 de junio de 1944)
Veo el
interior de este pobre albergue rocoso que María y José comparten
con los animales. La pequeña hoguera está a punto de apagarse, como
quien la vigila a punto de quedarse dormido. María levanta su cabeza
de la especie de lecho y mira. Ve que José tiene la cabeza inclinada
sobre el pecho como si estuviese pensando, y está segura que el
cansancio ha vencido su deseo de estar despierto. ¡Qué hermosa
sonrisa le aflora por los labios! Haciendo menos ruido que haría una
mariposa al posarse sobre una rosa, se sienta, y luego se arrodilla.
Ora. Es una sonrisa de bienaventurada la que llena su rostro. Ora con
los brazos abiertos no en forma de cruz, sino con las palmas hacia
arriba y hacia adelante, y parece como si no se cansase con esta
posición. Luego se postra contra el heno orando más intensamente.
Una larga plegaria.
José se
despierta. Ve que el fuego casi se ha apagado y que el lugar está
casi oscuro. Echa unas cuantas varas. La llama prende. Le echa unas
cuantas ramas gruesas, y luego otras más, porque el frío debe ser
agudo. Un frío nocturno invernal que penetra por todas las partes de
estas ruinas. El pobre José, como está junto a la puerta - llamemos
así a la entrada sobre la que su manto hace las veces de puerta -
debe estar congelado. Acerca sus manos al fuego. Se quita las
sandalias y acerca los pies al fuego. Cuando ve que éste va bien y
que alumbra lo suficiente, se da media vuelta. No ve nada, ni
siquiera lo blanco del velo de María que formaba antes una línea
clara en el heno oscuro. Se pone de pie y despacio se acerca a donde
está María.
« ¿No
te has dormido? » le pregunta. Y por tres veces lo hace, hasta que
Ella se estremece, y responde: « Estoy orando. » « ¿Te hace falta
algo? » « Nada, José. »
« Trata de dormir un poco. Al menos
de descansar. » « Lo haré. Pero el orar no me cansa. »
«
Buenas noches, María. » « Buenas noches, José».
María
vuelve a su antigua posición. José, para no dejarse vencer otra vez
del sueño, se pone de rodillas cerca del fuego y ora. Ora con las
manos juntas sobre la cara. Las mueve algunas veces para echar más
leña al fuego y luego vuelve a su ferviente plegaria. Fuera del
rumor de la leña que chisporrotea, y del que produce el borriquillo
que algunas veces golpea su pezuña contra el suelo, otra cosa no se
oye.
Un rayo de luna se cuela por entre una grieta del techo y
parece como hilo plateado que buscase a María. Se alarga, conforme
la luna se alza en lo alto del cielo, y finalmente la alcanza. Ahora
está sobre su cabeza que ora. La nimba de su candor.
María
levanta su cabeza como si de lo alto alguien la llamase, nuevamente
se pone de rodillas. ¡Oh, qué bello es aquí! Levanta su cabeza que
parece brillar con la luz blanca de la luna, y una sonrisa
sobrehumana transforma su rostro. ¿Qué cosa está viendo? ¿Qué
oyendo? ¿Qué cosa experimenta? Sólo Ella puede decir lo que vio,
sintió y experimentó en la hora dichosa de su Maternidad. Yo sólo
veo que a su alrededor la luz aumenta, aumenta, aumenta. Parece como
si bajara del cielo, parece como si manara de las pobres cosas que
están a su alrededor, sobre todo parece como si de Ella
procediese.
Su vestido azul oscuro, ahora parece estar teñido de
un suave color de miosotis, sus manos y su rostro parecen tomar el
azulino de un zafiro intensamente pálido puesto al fuego. Este
color, que me recuerda, aunque muy tenue, el que veo en las visiones
del santo paraíso, y el que vi en la visión de cuando vinieron los
Magos, se difunde cada vez más sobre todas las cosas, las viste,
purifica, las hace brillantes.
La luz emana cada vez con más
fuerza del cuerpo de María; absorbe la de la luna, parece como que
Ella atrajese hacia sí la que le pudiese venir de lo alto. Ya es la
Depositaria de la Luz. La que será la Luz del mundo. Y esta
beatífica, incalculable, inconmensurable, eterna, divina Luz que
está para darse, se anuncia con un alba, una alborada, un coro de
átomos de luz que aumentan, aumentan cual marea, que suben, que
suben cual incienso, que bajan como una avenida, que se esparcen cual
un velo...
La
bóveda, llena de agujeros, telarañas, escombros que por milagro se
balancean en el aire y no se caen; la bóveda negra, llena de humo,
apestosa, parece la bóveda de una sala real. Cualquier piedra es un
macizo de plata, cualquier agujero un brillar de ópalos, cualquier
telaraña un preciosismo baldaquín tejido de plata y diamantes. Una
lagartija que está entre dos piedras, parece un collar de esmeraldas
que alguna reina dejara allí; y unos murciélagos que descansan
parecen una hoguera preciosa de ónix. El heno que sale de la parte
superior del pesebre, no es más hierba, es hilo de plata y plata
pura que se balancea en el aire cual se mece una cabellera suelta.
El
pesebre es, en su madera negra, un bloque de plata bruñida. Las
paredes están cubiertas con un brocado en que el candor de la seda
desaparece ante el recamo de perlas en relieve; y el suelo... ¿ qué
es ahora? Un cristal encendido con luz blanca; los salientes parecen
rosas de luz tiradas como homenaje a él; y los hoyos, copas
preciosas de las que broten aromas y perfumes.
La luz crece cada
vez más. Es irresistible a los ojos. En medio de ella desaparece,
como absorbida por un velo de incandescencia, la Virgen... y de ella
emerge la Madre.
Sí. Cuando soy capaz de ver nuevamente la luz,
veo a María con su Hijo recién nacido entre los brazos. Un
Pequeñín, de color rosado y gordito, que gesticula y mueve Sus
manitas gorditas como capullo de rosa, y Sus piecitos que podrían
estar en la corola de una rosa; que llora con una vocecita trémula,
como la de un corderito que acaba de nacer, abriendo Su boquita que
parece una fresa selvática y que enseña una lengûita que se mueve
contra el paladar rosado; que mueve Su cabecita tan rubia que parece
como si no tuviese ni un cabello, una cabecita redonda que la Mamá
sostiene en la palma de su mano, mientras mira a su Hijito, y lo
adora ya sonriendo, ya llorando; se inclina a besarlo no sobre Su
cabecita, sino sobre Su pecho, donde palpita Su corazoncito, que
palpita por nosotros... allí donde un día recibirá la lanzada. Se
la cura de antemano Su Mamita con un beso inmaculado.
El buey, que
se ha despertado al ver la claridad, se levanta dando fuertes patadas
sobre el suelo y muge. El borrico vuelve su cabeza y rebuzna. Es la
luz la que lo despierta, pero yo me imagino que quisieron saludar a
su Creador, creador de ellos, creador de todos los animales.
José que
oraba tan profundamente que apenas si caía en la cuenta de lo que le
rodeaba, se estremece, y por entre sus dedos que tiene ante la cara,
ve que se filtra una luz. Se quita las manos de la cara, levanta la
cabeza, se voltea. El buey que está parado no deja ver a María.
Ella grita: « José, ven. »
José corre. Y cuando ve, se
detiene, presa de reverencia, y está para caer de rodillas donde se
encuentra, si no es que María insiste: « Ven, José», se sostiene
con la mano izquierda sobre el heno, mientras que con la derecha
aprieta contra su corazón al Pequeñín. Se levanta y va a José que
camina temeroso, entre el deseo de ir y el temor de ser irreverente.
A los
pies de la cama de paja ambos esposos se encuentran y se miran con
lágrimas llenas de felicidad.
« Ven, ofrezcamos a Jesús al
Padre» dice María.
Y mientras José se arrodilla, Ella de pie
entre dos troncos que sostienen la bóveda, levanta a su Hijo entre
los brazos y dice: « Heme aquí. En Su Nombre, ¡oh Dios! te digo
esto. Heme aquí para hacer Tu Voluntad. Y con El, yo, María y José,
mi esposo. Aquí están Tus siervos, Señor. Que siempre hagamos a
cada momento, en cualquier cosa, Tu Voluntad, para gloria Tuya y por
amor Tuyo. » Luego María se inclina y dice: « Tómalo, José» y
ofrece al Pequeñín.
« ¿Yo? ¿Me toca a mí? ¡ Oh, no! ¡No
soy digno! » José está terriblemente despavorido, aniquilado ante
la idea de tocar a Dios.
Pero María sonriente insiste: « Eres
digno de ello. Nadie más que tú, y por eso el Altísimo te escogió.
Tómalo, José y tenlo mientras voy a buscar los pañales. »
José,
rojo como la púrpura, extiende sus brazos, toma ese montoncito de
carne que chilla de frío y cuando lo tiene entre sus brazos no
siente más el deseo de tenerlo separado de sí por respeto, se lo
estrecha contra el corazón diciendo en medio de un estallido de
lágrimas: « ¡ Oh, Señor, Dios mío! » y se inclina a besar los
piececitos y los siente fríos. Se sienta, lo pone sobre sus rodillas
y con su vestido café, con sus manos procura cubrirlo, calentarlo,
defenderlo del viento helado de la noche. Quisiera ir al fuego, pero
allí la corriente de aire que entra es peor. Es mejor quedarse aquí.
No. Mejor ir entre los dos animales que defienden del aire y que
despiden calor. Y se va entre el buey y el asno y se está con las
espaldas contra la entrada, inclinado sobre el Recién nacido para
hacer de su pecho una hornacina cuyas paredes laterales son una
cabeza gris de largas orejas, un grande hocico blanco cuya nariz
despide vapor y cuyos ojos miran bonachonamente.
María
abrió ya el cofre, y sacó ya lienzos y fajas. Ha ido a la hoguera a
calentarlos. Viene a donde está José, envuelve al Niño en lienzos
tibios y luego en su velo para proteger Su cabecita. «¿Dónde lo
pondremos ahora?» pregunta.
José mira a su alrededor. Piensa...
« Espera » dice. « Vamos a echar más acá a los dos animales y su
paja. Tomaremos más de aquella que está allí arriba, y la ponemos
aquí dentro. Las tablas del pesebre lo protegerán del aire; el heno
le servirá de almohada y el buey con su aliento lo calentará un
poco. Mejor el buey. Es más paciente y quieto. » Y se pone hacer lo
dicho, entre tanto María arrulla a su Pequeñín apretándoselo
contra su corazón, y poniendo sus mejillas sobre la cabecita para
darle calor. José vuelve a atizar la hoguera, sin darse descanso,
para que se levante una buena llama. Seca el heno y según lo va
sintiendo un poco caliente lo mete dentro para que no se enfríe.
Cuando tiene suficiente, va al pesebre y lo coloca de modo que sirva
para hacer una cunita. « Ya está » dice. « Ahora se necesita una
manta, porque el heno espina y para cubrirlo completamente... » «
Toma mi manto » dice María. « Tendrás frío. »
« ¡Oh, no
importa! La capa es muy tosca; el manto es delicado y caliente. No
tengo frío para nada. Con tal de que no sufra Él. »
José toma
el ancho manto de delicada lana de color azul oscuro, y lo pone
doblado sobre el heno, con una punta que pende fuera del pesebre. El
primer lecho del Salvador está ya preparado.
María, con su dulce
caminar, lo trae, lo coloca, lo cubre con la extremidad del manto; le
envuelve la cabecita desnuda que sobresale del heno y la que protege
muy flojamente su velo sutil. Tan solo su rostro pequeñito queda
descubierto, gordito como el puño de un hombre, y los dos,
inclinados sobre el pesebre, bienaventurados, lo ven dormir su primer
sueño, porque el calor de los pañales y del heno han calmado Su
llanto y han hecho dormir al dulce Jesús.
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