Comienzo del tercer sábado en Nazaret y llegada de
Pedro con otros apóstoles.
13 de mayo de 1946.
1El
sábado es el descanso. Ya se sabe. Descansan los hombres y las
herramientas, cubiertas o colocadas con buen orden en sus sitios.
Ahora que el ocaso rojo de un
viernes de verano está para cumplirse, María, sentada a la
sombra del grande manzano ante su telar más pequeño, se levanta,
tapa el telar y, con la ayuda de Tomás, le devuelve a la casa, a su
sitio, e invita a Áurea que, sentada en un pequeño taburete
a sus pies, cosía todavía, con mano desmañada, los vestidos que le
habían dado las romanas y que María ha adaptados a su talle ,
le invita a doblar el trabajo con orden y a poner todo encima de la
repisa de su habitación. Y, mientras Áurea lleva a cabo esto,
la Madre entra con Tomás en el local laboratorio donde Jesús y el
Zelote se dan prisa en poner de nuevo en sus sitios sierras,
cepillos, destornilladores, martillos, botes de barniz y de cola, y a
barrer el serrín y las virutas de los bancos y del suelo. Del
trabajo realizado hasta ese momento sólo quedan dos tablas
dispuestas en ángulo, apretadas en el torno para que se solidifique
la cola en las junturas (quizás es un futuro cajón), y un taburete
barnizado a la mitad; además de quedar el olor agudo de los
barnices todavía frescos.
2Entra
también Áurea. Va hacia el trabajo de buril de Tomás, se curva
hacia él, lo admira y pregunta, curiosita, que para qué sirve, y
también, instintivamente coqueta, pregunta que si a ella le quedaría
bien.
«Te quedaría bien, pero te
queda mejor el ser buena. Éstos son adornos que sólo hacen más
hermoso el cuerpo, pero que no sirven para el espíritu; es más,
cultivando la coquetería, perjudican al espíritu».
«¿Y entonces por qué lo
haces?» pregunta, lógica, la niña. «¿Es que quieres perjudicar a
un espíritu?».
Tomás, siempre afable, sonríe
ante esta observación y dice: «Perjudica lo superfluo, a un
espíritu débil. Pero, para un espíritu fuerte, el adorno se queda
en lo que es, ni más ni menos: un alfiler necesario para tener
sujeta la túnica».
«¿Para quién lo haces? ¿Para
tu mujer?».
«Yo no tengo mujer ni la tendré
nunca».
«Entonces para tu hermana».
«Tiene más de los que
necesita».
«Entonces para tu madre».
«¡Pobre anciana! ¿Y qué hace
con él?».
«Pero es para una mujer...».
« Sí. Pero que no eres tú».
«¡Ni siquiera lo pienso!... Y
además, ahora que has dicho que estas cosas perjudican al espíritu
débil, no lo querría. Voy a quitar también esas guarniciones a los
vestidos. ¡No quiero perjudicar a lo que es de mi Salvador!».
«¡Eres una niña como se debe!
Fíjate, tú, con esta voluntad tuya, has hecho un trabajo más
bonito que el mío».
«Lo dices porque eres
bueno...».
«Lo digo
porque es verdad. 3Mira:
yo he cogido este bloque de plata, lo he reducido a hojas a medida
que iba siendo necesario; luego, con el instrumento, o, mejor, con
los instrumentos, lo he doblado así. Pero todavía tengo que hacer
la parte mayor. Juntar las partes, y de forma natural. Por ahora
completas sólo están estas dos hojitas con su florecita unida» y
Tomás levanta entre sus gruesos dedos un liviano escapo de muguete,
recogido en una hoja que imita a la perfección las naturales. Hace
un cierto efecto ver esa cosita, que resplandece con el brillo blanco
de la plata pura, entre los dedos fuertes y bronceados del orfebre.
«¡Oh! ¡bonito! Había muchos
de éstos en la isla y nos dejaban cogerlos antes de que el Sol
saliera. Porque las rubias no debíamos nunca tomar el sol para valer
más; a las morenas, sin embargo, las hacían estar fuera, al sol,
hasta sentirse incluso mal, para que fueran más morenas. Las...
¿Cómo se dice vender una cosa diciendo que es una cuando en
realidad es otra?...».
«Pues... con engaño... con
trampa... no lo sé».
«Las engañaban diciendo que
eran árabes o del alto Nilo, de donde nace; a una la vendieron como
descendiente de la reina Saba».
«¡Nada menos! Pero no las
engañaban a ellas, sino a los compradores. Se dice entonces que
timaban. ¡Qué gentuza! Una buena sorpresa para el comprador, cuando
haya visto descolorirse la... falsa etíope! ¿Estás oyendo,
Maestro? ¡Cuántas cosas que nosotros ignoramos!...».
«Estoy oyendo. Pero lo más
triste no está en el timo al comprador... sino en el destino de esas
muchachas...».
«Es verdad. Almas profanadas
para siempre. Perdidas...».
«No. Dios puede siempre
intervenir...».
«Respecto a mí lo ha hecho.
¡Tú me has salvado!...» dice Áurea, volviéndose hacia el Señor
con su mirada clara, serena. Y termina: «¡Y yo soy muy feliz!» y,
no pudiendo ir a abrazar a Jesús, va a ceñir a María con un brazo,
apoyando su rubia cabeza en el hombro de la Virgen en un gesto de
confiado amor. Las dos cabezas rubias resaltan, con sus distintas
coloraciones, contra la pared obscura: un grupo dulcísimo.
Pero María se acuerda de la
cena. Se sueltan y se van.
4¿Se
puede entrar?» dice tras la puerta del taller que da a la calle la
voz un poco ronca de Pedro.
«¡Simón! ¡Abrid!» .
«¡Simón! ¡No ha sabido estar
separado!» dice Tomás riendo, mientras se apresura a abrir.
«¡Simón! Era previsible...»
dice sonriendo el Zelote.
Pero no es sólo el rostro de
Pedro el que se enmarca en el cuadro de la puerta; son todos los
apóstoles del lago, todos menos Bartolomé y menos Judas Iscariote.
Y con ellos están ya Judas y Santiago de Alfeo.
«¡La paz a vosotros! ¿Pero,
por qué habéis venido con este calor?».
«Porque... ya no podíamos
estar separados. Han pasado dos semanas y media, ¿sabes!
¿Comprendes! ¡Dos semanas y media que no te vemos!» y Pedro parece
decir: «¡Dos siglos! ¡Una enormidad!».
«Pero os había dicho que
esperarais a Judas todos los sábados».
«Sí. Pero no ha venido dos
sábados... y al tercero venimos nosotros. Allí se ha quedado
Natanael, que no está demasiado bien. Si Judas va, le recibirá...
Pero ciertamente no irá... Benjamín y Daniel nos dijeron que le
habían visto en Tiberíades, pasando por Tiberíades para venir
donde nosotros, antes de ir hacia el Hermón grande, y... bueno, ya
te diré después...» dice Pedro, cuya palabra ha sido cortada por
un tirón de la túnica por parte de su hermano.
«De acuerdo. Luego me dirás...
¡Pero, deseabais tanto descansar, y ahora que podéis reposar os
pegáis estas carreras!... ¿Cuándo habéis salido?».
«Ayer al caer de la tarde. Con
un lago que era un espejo. Hemos desembarcado en Tariquea para evitar
Tiberíades para... para no encontrar a Judas...».
«¿Por qué?».
«Porque, Maestro, queríamos
gozar de ti en paz» .
«¡Sois egoístas!».
«No. Él ya
tiene sus
alegrías...
¡En fin! No sé quién le da tanto dinero para gozárselo con... Sí,
comprendido, Andrés. Pero deja de tirarme tan fuerte de la túnica.
Ya sabes que sólo tengo ésta. ¿Quieres que me vaya con la túnica
rasgada?».
Andrés se pone colorado. Los
otros se ríen. Jesús sonríe.
«Bien. Hemos bajado a Tariquea
también porque... bueno no me regañes... Será el calor, será que
lejos de ti me hago malo, será que pensar que él se ha separado de
ti para unirse a... ¡Pero bueno, deja ya de arrancarme la manga! ¡Ya
ves que sé pararme a tiempo!... En fin, Maestro, será por muchas
cosas... Yo no quería pecar, y si veía a Judas lo hacía. Así que
me he dirigido a Tariquea. Y al alba nos hemos puesto en camino».
«¿Habéis pasado por Caná?».
«No. No queríamos alargar el
viaje... Pero ha sido muy largo de todas formas. Y el pescado se
ponía malo... Se lo dimos a la gente de una casa, en cambio de
alojamiento durante algunas horas, las más calurosas. Y hemos
partido de allí a mitad de tiempo de después de la nona... ¡Un
horno!...».
« Os lo podíais haber
ahorrado. Yo habría ido pronto...».
«¿Cuándo?».
«Cuando el Sol hubiera salido
del León».
«¿Y Tú crees que podíamos
estar tanto sin ti? ¡Hombre, desafiamos a mil calores semejantes
pero venimos a verte! ¡Nuestro Maestro! ¡Nuestro adorado Maestro!»
y Pedro se abraza a su Tesoro de nuevo hallado.
«Y pensar que cuando estamos
juntos no hacéis otra cosa sino quejaros del tiempo, de lo largo que
es el camino...».
«Porque somos unos necios.
Porque, mientras estamos juntos, no comprendemos bien lo que Tú eres
para nosotros... Pero aquí nos tienes. Ya tenemos lugares. Quién en
casa de María de Alfeo, quien con Simón de Alfeo, quién con
Ismael, quién con Aser y quién con Alfeo, que está aquí cerca.
Ahora descansamos y mañana, al caer de la tarde, otra vez en marcha,
más contentos».
5«El
sábado pasado hemos tenido aquí a Mirta y a Noemí, que habían
venido para ver otra vez a la niña» dice Tomás.
«¿Ves como quien tiene la
posibilidad de venir, en cuanto puede viene aquí?».
«Sí, Pedro. Y vosotros ¿qué
habéis hecho en este tiempo?».
«Hemos pescado... hemos
barnizado barcas... reparado redes... Ahora Margziam sale
frecuentemente con los mozos, cosa que hace disminuir los improperios
de mi suegra contra "el holgazán que hace morir de hambre a su
mujer después de traerle un bastardo". ¡Y pensar que Porfiria
no ha estado nunca tan bien como ahora que tiene a Margziam, por el
corazón y por todo lo demás! Las ovejas, de tres, han pasado a
cinco, y pronto serán más... ¡No es poco útil esto para una
pequeña familia como la nuestra! Y Margziam con la pesca suple a lo
que yo no hago sino muy raramente. Pero esa mujer tiene lengua
viperina, a pesar de que su hija la tiene de paloma... Veo que tú
también has trabajado...».
«Sí, Simón.
Hemos
trabajado.
Todos. Mis hermanos en su casa, Yo con éstos en la mía; para
procurar satisfacción y descanso a nuestras madres».
«¡Hombre, también nosotros!»
dicen los hijos de Zebedeo.
« Y yo a mi mujer, trabajando
en colmenas y viñas» dice Felipe.
«¿Y tú, Mateo?».
«Yo no tengo a quién hacer
feliz... y ahora me he hecho feliz a mí mismo, escribiendo las cosas
que más me gusta recordar...».
«Entonces lo vamos a referir la
parábola del barniz. La he provocado yo, muy inexperto pintor...»
dice el Zelote.
«Pero has aprendido pronto el
oficio. ¡Fijaos qué bien ha dejado esta silla!» dice Judas Tadeo.
El acuerdo entre ellos es
perfecto. Y Jesús, cuya cara aparece más descansada desde que está
en su casa, resplandece de alegría por tener en torno a sí a sus
queridos apóstoles.
6Entra
Áurea y se queda sorprendida en el umbral de la puerta.
«¡Ah, ahí
está! ¡Fíjate
qué bien
está! Pasa por una pequeña hebrea, vestida así».
Áurea se pone roja como la
púrpura y no sabe qué decir. Pero Pedro se muestra tan afable y
paternal, que en seguida se recobra y dice: «Me esfuerzo en serlo
y... con mi Maestra espero serlo pronto... Maestro, voy a decir a tu
Madre que están ellos...» y se retira ágil.
«Es una buena muchacha»
declara el Zelote.
«Sí. Quisiera que se quedara
con nosotros israelitas. Bartolomé, rechazándola, ha perdido una
buena ocasión y una alegría...» dice Tomás.
«Bartolomé está muy ligado a
las... fórmulas» dice Felipe para disculparle.
«Es su único defecto» observa
Jesús.
Entra María...
«La paz a ti, María» dicen
los que han venido de Cafarnaúm.
«La paz a vosotros... No sabía
que estabais aquí. En seguida me ocupo de vosotros... Entretanto
venid...».
«De casa vendrá nuestra madre
con bastante comida, y también Salomé. No to preocupes, María»
dice Santiago de Alfeo.
«Vamos al huerto... Se está
alzando el viento de la noche y se está bien...» dice Jesús.
Y entran en el huerto. Se
sientan acá o allá. Hablan fraternalmente, mientras las palomas
zurean disputándose la última comida, que Áurea esparce por el
suelo... Luego es el riego de los cuadros florecidos, o simplemente
de útiles y bonitas verduras necesarias para el hombre. Quieren
hacerlo los apóstoles, alegremente, mientras María de Alfeo, que ha
llegado en ese momento, con Áurea y María, preparan la cena para
los llegados. Y el olor de los alimentos que chirrían se mezcla con
el de la tierra regada, de la misma forma que el gorjeo de los
pájaros, que se disputan, presuntuosos, un buen sitio entra las
tupidas frondas del huerto, se mezclan con las voces profundas o
agudas de los apóstoles...
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