370. El jueves prepascual. En el convite de los
pobres en el palacio de Cusa.
26 de enero de 1946.
1«Paz
a esta casa y a todos los presentes» es el saludo de Jesús mientras
entra en el vasto vestíbulo, muy fastuoso, que está todo iluminado
a pesar de ser de día.
Y no son superfluas las
lámparas. Y es que, si bien es cierto que es de día, no es menos
cierto que afuera hay un sol cegador, en las calles y en las fachadas
blancas de cal, mientras que aquí, en este amplio, pero sobre todo
largo, corredor vestíbulo, que debe cortar toda la casa, desde el
sólido portal hasta el jardín cuyo verde lleno de sol
aparece allá, en el fondo, y parece lejano por un juego de la
perspectiva , debe haber habitualmente una penumbra que, para
quien viene de fuera, cegados sus ojos por el intenso sol, es sombra
completa. Por eso, Cusa se ha preocupado de que las grandes y
numerosas lamparillas de cobre repujado, fijadas a distancias
constantes en ambas paredes del vestíbulo, estén todas encendidas,
y también la lámpara central (un cuenco grande de alabastro rosa en
que están incrustados, en el róseo leve del alabastro, diaspros y
otras lascas preciosas y multicolores que, por la luz encendida
dentro, resplandecen como si fueran estrellas, proyectando arcoiris
sobre las paredes pintadas de azul obscuro, sobre las caras, sobre el
suelo de mármol veteado). Y parece como si menudas estrellas se
posaran en las paredes, en los rostros, en el suelo, menudas y
móviles estrellitas multicolores, porque la lámpara ondea levemente
debido a la corriente de aire que recorre el vestíbulo y los
tornasoles de las lascas preciosas cambian continuamente de posición.
«Paz a esta casa» repite Jesús
mientras se adentra y va bendiciendo sin cesar a los criados, que le
hacen una profunda reverencia, y a los invitados, asombrados de estar
allí reunidos, en contacto con el Rabí, en un palacio
principesco...
2¡Los
invitados! El pensamiento de Jesús se delinea claramente. El convite
de amor querido por Él en casa de la buena discípula es una página
del Evangelio traducida en acción. Son mendigos, tullidos, ciegos,
huérfanos, ancianos, jóvenes viudas con sus pequeñuelos agarrados
a los vestidos o que maman la escasa leche de su desnutrida madre. La
riqueza de Juana ya ha proveído a substituir los vestidos
harapientos con vestidos modestos pero limpios y nuevos. Mas si las
cabelleras ordenadas, como oportuna medida de aseo, y si los vestidos
limpios dan a estos desdichados a quienes los criados alinean
o sujetan para llevarlos al sitio un aspecto ciertamente menos
miserable del que tenían cuando Juana dispuso que fueran a
recogerlos a los callejones, a los cruces, a los caminos que conducen
a Jerusalén, a aquellos lugares en que su miseria se celaba
abochornada o se exponía en busca de limosnas; si ello es así, por
el contrario, resultan todavía visibles las penalidades en las
caras, las debilidades en los miembros, las desventuras, las
soledades en las miradas...
Jesús pasa y bendice. Cada
infeliz recibe su bendición. Si la derecha está levantada
bendiciendo, la izquierda baja a acariciar temblorosas y canas
cabezas de ancianos, o inocentes cabecitas de niños. Recorre así,
hacia arriba y hacia abajo, el vestíbulo, para bendecir a todos,
incluso a los que entran mientras ya está bendiciendo y, todavía
haraposos, se esconden con miedo y empacho en un rincón, hasta que
los criados, con modos corteses, los llevan a otro sitio para ser
lavados y vestidos con ropa limpia, como los que han llegado antes
que ellos.
3Pasa
una joven viuda con su nidada de niños... ¡Qué miseria! El más
pequeño, completamente desnudo, envuelto en el velo desgarrado de su
madre... los más grandecitos sólo con lo indispensable para salvar
la decencia; sólo el mayor, un jovencito flaquísimo, lleva un
vestido que puede llamarse tal, pero como contrapartida va descalzo.
Jesús observa esto, llama a la
mujer y dice: «¿De dónde vienes?».
«De la
llanura de Sarón, Señor. Leví ya me ha llegado a la mayoría de
edad... He tenido que acompañarle al Templo... yo... porque ya no
tiene padre» y la mujer llora quedo, ese llanto mudo de quien ha
llorado demasiado.
«¿Cuándo se te ha muerto tu
marido?».
«Ha hecho un año en Sebat.
Hacía dos lunas que estaba encinta...» y traga los sollozos para no
causar turbación, curvándose toda hacia el pequeñuelo.
«¿El niño tiene entonces ocho
meses?».
«Sí, Señor».
«¿Qué hacía tu marido?».
La mujer susurra tan bajo, que
Jesús no entiende. Se inclina para oír, diciendo: «Repite sin
temor».
«Mi marido trabajaba como
herrador en una forja... Pero se enfermó mucho... porque tenía
heridas que supuraban». Y termina en voz bajísima: «Era un soldado
de Roma».
«Pero ¿tú eres de Israel?».
«Sí, Señor. No me arrojes de
tu presencia como impura, como hicieron mis hermanos cuando fui a
implorar piedad después de la muerte de Cornelio...».
«¡No tengas esos miedos! ¿Qué
haces ahora como trabajo?».
«Soy criada, si me aceptan;
espigadora, batanera, bato el cáñamo... hago de todo... para el pan
de éstos. Leví ahora va a ponerse a trabajar en el campo... si le
aceptan, porque... es bastardo de raza».
«¡Confía en el Señor!».
«Si no
hubiera confiado, me habría matado con todos ellos,
Señor».
«Ve, mujer. Nos veremos aún»
y la saluda.
4Juana,
entretanto, se ha acercado y está arrodillada, a la espera de que el
Maestro la vea. Él, efectivamente, se vuelve y la ve.
«Paz a ti, Juana. Me has
obedecido a la perfección».
«Obedecerte
es mi alegría. Pero no he sido la única que te ha procurado "la
corte" como Tú querías. Cusa me ha ayudado en todos
los modos, y Marta y María también. Y Elisa. Quién mandando a los
criados por lo necesario y a ayudar a los criados míos a reunir a
los invitados, quién ayudando a las siervas y a los siervos de los
baños a limpiar a los "bienamados", como Tú los llamas.
Ahora, con tu permiso, voy a dar a todos un poco de comida, para que
no desfallezcan mientras esperan las viandas».
«Sí, sí, como quieras. ¿Dónde
están las discípulas?».
«En la terraza superior, donde
he dispuesto que se preparen las mesas. ¿He pensado bien?».
«Sí, Juana. Arriba estarán
tranquilos, y también nosotros».
«Sí, yo también he pensado lo
mismo. Y es que, además, en ninguna sala habría podido preparar
para tantos... Y no quería hacer separaciones para no crear celos y
dolor. ¡Las personas desagraciadas tienen una sensibilidad, es más,
una dolorabilidad, tan aguda!... Son todo una llaga, y basta una
mirada para hacerlos sufrir».
«Sí, Juana.
Tienes alma compasiva y comprendes. Que Dios te recompense tu piedad.
5¿Hay
muchas discípulas?».
«¡Todas las que están en
Jerusalén!... Pero... Señor... yo quizás he pecado... Querría
decirte una cosa en secreto».
«Llévame a un lugar
solitario».
Van los dos solos a una
habitación. Por los juguetes que hay diseminados por todas partes,
se intuye que es lugar de juegos de María y Matías.
«¿Entonces, Juana?».
«Mi Señor,
sin duda he sido imprudente... Pero el gesto me ha venido tan
espontáneo, tan impetuoso... Cusa me ha regañado. Pero la verdad es
que ya... Ha venido al Templo un esclavo de Plautina con una
tablilla. Ella y sus compañeras preguntaban si era posible verte. He
respondido: "Sí, por la tarde en mi casa". Y vendrán...
¿He hecho mal? ¡No por ti!... Por los demás, por los que son
enteramente
Israel...
y no amor como Tú. Si he faltado, repararé como convenga... Pero es
que deseo tanto que el mundo, el
mundo entero, te
ame, que... que no me he parado a pensar que en el mundo sólo Tú
eres Perfección y demasiados pocos tratan de parecerse a ti».
«Has hecho bien. Hoy os predico
a todos vosotros con las obras. Y en el futuro una de las cosas que
habrán de hacer los que crean en mí será el que entre los
creyentes en Jesús Salvador haya gentiles. ¿Dónde están los
niños?».
«Por todas partes, Señor»
sonríe Juana, ya tranquilizada, y termina: «La fiesta los exalta y
corren de un lado para otro como pajarillos felices».
Jesús la deja. Vuelve al
vestíbulo, hace un gesto a los hombres que estaban con Él y se
encamina hacia el jardín para luego subir a la amplia terraza.
6Una
alegre laboriosidad llena la casa desde los subterráneos hasta el
tejado. Unos van, otros vienen, con comida o enseres, con fajos de
vestidos, con asientos; otros acompañan a invitados o responden a
quien pregunta. Todos con alegría y amor. Jonatán, solemne en su
función de administrador, incansable, dirige, vigila, aconseja.
La anciana
Ester, feliz de ver a Juana tan animada y lozana, ríe en medio de un
círculo de niños pobres, y les distribuye unos bollos mientras
relata cosas maravillosas. Jesús se detiene un momento a escuchar la
conclusión espléndida de uno de estos relatos: «Dios concedió a
la buena Alba de mayo, que nunca se rebelaba contra el Señor por
motivo de los dolores que habían sobrevenido a su casa, muchas
ayudas, por las que en Alba de mayo pudieron hallar salvación y bien
sus hermanitos. Los ángeles llenaban la pequeña masera, terminaban
el trabajo en el telar para ayudar a la niña buena, diciendo: "Es
nuestra hermana porque ama al Señor y a su prójimo. Tenemos que
ayudarla"».
«¡Que Dios te bendiga, Ester!
¡Casi que me paro Yo también a escuchar tus parábolas! ¿Me
aceptas?» dice Jesús sonriendo.
«¡Oh, mi Señor! ¡Soy yo
quien debe escucharte a ti! ¡Pero para los pequeñuelos basto yo,
que soy una pobre vieja ignorante!».
«Tu alma justa es útil también
para los adultos. Sigue, sigue, Ester...» y le sonríe mientras se
marcha.
7Ya
están diseminados por el vasto jardín los invitados y consumen su
primer bocado mirando a su alrededor y mirándose recíprocamente con
asombro. Hablan, se intercambian comentarios sobre esta inesperada
suerte. Pero, cuando ven pasar a Jesús, se ponen en pie si pueden
hacerlo y se inclinan adorando.
«Comed, comed. Sentíos con
libertad y bendecid al Señor» dice Jesús al pasar, yendo hacia las
dependencias de los jardineros, desde las cuales empieza la escalera
que por una ventilada rampa conduce a la amplia terraza.
8«¡Rabbuní
mío!» grita la Magdalena, saliendo rauda de una habitación, con
los brazos cargados de pañales y camisolas para los párvulos. Y su
voz aterciopelada de órgano de oro llena el pasaje umbrío, bajo el
cual hay festones de rosas.
«María, Dios esté contigo. ¿A
dónde vas tan deprisa?».
«¡Tengo a diez bebés que
vestir! Los he lavado y ahora voy a vestirlos, y luego te los traeré,
frescos como flores. Voy corriendo, Maestro, porque... ¿no los oyes?
parecen diez corderitos que balan...» y se marcha corriendo y
sonriente, espléndida y serena, con su sencilla y señorial túnica
de blanco lino, ceñida a la cintura con un cinturón delgado de
plata, y los cabellos recogidos en un moño simple sobre la nuca,
sujetos con una cinta blanca anudada a la frente.
«¡Qué distinta de la que
estaba en el Monte de las Bienaventuranzas!» exclama Simón Zelote.
9En
la primera rampa de las escaleras se cruzan con la hija de Jairo y
Analía, que bajan tan veloces que parecen volar.
«¡Maestro!», «¡Señor!»
exclaman.
«Dios esté con vosotros. ¿A
dónde vais?».
«Por unos manteles. Nos ha
mandado la criada de Juana. ¿Vas a hablar, Maestro?».
«¡Por supuesto!».
«¡Entonces corre, Miriam!
¡Vamos a darnos prisa!» dice Analía.
«Tenéis todo el tiempo que
queráis para hacer eso que tenéis que hacer. Espero a otras
personas. Pero, ¿desde cuándo, niña, te llamas Miriam?» dice
mirando a la hija de Jairo.
«Desde hoy. Desde ahora. Me ha
puesto este nombre tu Madre. Porque... ¿verdad, Analía? Hoy es un
gran día para cuatro vírgenes...».
«¡Oh, sí! ¿Se lo decimos al
Señor, o dejamos que sea María la que lo diga?».
«María, María. Ve, ve, Señor,
Tu Madre te hablará» y se marchan ágiles, apenas en la flor de su
juventud, humanas en sus hermosas formas, angélicas en sus miradas
radiantes...
10Están
en la tercera rampa cuando se cruzan con Elisa de Betsur, que baja
sosegadamente junto con la mujer de Felipe.
«¡Ah, Señor!» grita esta
última. «¡A unos quitas y a otros das!... ¡De todas formas,
bendito seas!».
«¿De qué hablas, mujer?».
«Ahora lo sabrás... ¡Qué
dolor y qué gloria, Señor! Me mutilas y me coronas».
Felipe, que está al lado de
Jesús, dice: «¿Qué dices? ¿De qué hablas? Eres mi mujer, y lo
que a ti te pasa me toca también a mí...».
«Lo sabrás, Felipe. Ve, ve con
el Maestro».
Jesús, entretanto, le está
preguntando a Elisa si está bien curada. Y la mujer, a la cual el
gran dolor de los tiempos pasados ha dado una majestad de reina
doliente, dice: «Sí, mi Señor. Pues sufrir con la paz en el
corazón no es congoja. Y yo ahora tengo la paz en mi corazón».
«Y pronto tendrás más
todavía».
«¿Qué, Señor?».
«Ve y vuelve, y lo sabrás».
11«¡Está
Jesús! ¡Está Jesús!». Es el trino de dos niños, que tienen su
carita apoyada en la baranda de arabescos que limita la terraza por
los dos lados que miran al jardín; y de la baranda penden ramas
florecidas de rosas y jazmines (porque la terraza sobre la
cual, en esta hora de sol, está extendido un toldo multicolor
es un vasto jardín pensil).
Todas las personas que en la
terraza se mueven de un lado para otro en preparativos se vuelven al
oír el grito de María y Matías, y, dejando a medias lo que estaban
haciendo, van hacia Jesús, en cuyas rodillas ya están enroscados
los dos niños.
Jesús saluda a las numerosas
mujeres que se aglomeran. Mezcladas con las que son discípulas en el
verdadero sentido de la palabra, o con las esposas, hijas o hermanas
de apóstoles y discípulos, están otras menos conocidas, menos
íntimas, como la mujer del primo Simón, las madres de los asnerizos
de Nazaret, la madre de Abel de Belén de Galilea, Ana de Judas (casa
junto al lago Merón), María de Simón, madre de Judas de Keriot,
Noemí de Éfeso, Sara y Marcela de Betania (Sara es la mujer a la
que curó Jesús en el Monte de las Bienaventuranzas y envió a casa
de Lázaro con el anciano Ismael; ahora parece doméstica de María
de Lázaro), luego la madre de Yaia, la madre de Felipe de Arbela,
Dorca (la joven madre de Cesarea de Filipo) y su suegra, la madre de
Analía, María de Bosrá (la curada de lepra que ha venido con su
marido a Jerusalén), y otras, y otras... no nuevas para la vista,
pero a las que la mente no sabe mencionar con nombre propio.
Jesús se adentra en la vasta
terraza rectangular que por un lado mira al Sixto, y va a colocarse
al lado de la habitación en que termina la escalera interior
creo y que asemeja a un hexaedro bajo puesto en el ángulo
septentrional de la terraza. Jerusalén se muestra toda, y sus
cercanías con ella: una vista estupenda. Todas las discípulas, o
mejor: todas las mujeres, dejan de ocuparse de las mesas para
juntarse alrededor de Él. Los criados prosiguen sus trabajos.
12María
está al lado de su Hijo. Bajo la luz dorada que se filtra a través
del gran toldo extendido sobre buena parte de la terraza, y que se
hace luz delicadamente esmeraldina en los lugares en que, para llegar
a las caras, debe filtrarse a través de un enredo de jazmines y
rosales dispuestos como pérgola, Ella parece todavía más joven y
esbelta: una hermana de las mas jovenes discípulas, apenas un poco
mayor, y hermosa, hermosa como la más espléndida de las rosas
florecidas en el jardín pensil, en los vastos macetones que lo
rodean para contener rosas, jazmines, muguetes, lirios y otras
plantas finas.
«Madre, mi mujer ha dicho una
serie de cosas que... ¿Qué ha pasado para que mi mujer se pueda
considerar mutilada y coronada al mismo tiempo?» pregunta Felipe,
que se consume en el deseo de saber.
María sonríe dulcemente
mientras le mira y Ella que es tan poco dada a confidencias
le toma la mano y le dice: «¿Serías capaz de dar a mi Jesús lo
que más amas? La verdad es que deberías... porque Él te da a ti el
Cielo y el camino para ir».
«Por supuesto, Madre, que
sabría... especialmente si lo que le diera tuviera el poder de
hacerle feliz».
«Lo tiene. Felipe, también tu
otra hija se consagra al Señor. Nos lo ha dicho hace poco a mí y a
su madre, en presencia de muchas discípulas...».
«¡¿Tú?! ¡¿Tú?!» pregunta
Felipe turbado, señalando con el índice a la gentil muchacha, que
se arrima a María casi buscando protección. El apóstol encaja con
dificultad este segundo golpe, que le priva para siempre de la
esperanza de unos nietos. Se seca el sudor repentino que le ha
producido la noticia... vuelve su mirada hacia las caras que tiene
alrededor. Lucha... Sufre.
La hija gime: «Padre... tu
perdón... y tu bendición...» y cae a sus pies.
Felipe le acaricia mecánicamente
los cabellos castaños, despeja su garganta del nudo que la comprime,
y, en fin, habla: «Se perdona a los hijos que pecan... Tú no pecas
consagrándote al Maestro... y... y... y tu pobre padre sólo puede
decirte... decirte: "¡Bendita seas!"... ¡Ah! ¡Hija!
¡Hija mía!... ¡Cuán suave y tremenda es la voluntad de Dios!» y
se inclina, la levanta, la abraza, la besa en la frente y en el pelo,
llorando... Y luego, teniéndola todavía entre sus brazos, va hacia
Jesús y le dice: «Mira, yo la he engendrado, pero Tú eres su
Dios... Tu derecho es mayor que el mío... Gracias... gracias, Señor,
por la... por la alegría que...» no puede continuar. Cae de
rodillas a los pies de Jesús y se agacha para besarle los pies
gimiendo: «¡Nunca más, nunca más tendré nietos!... ¡Mi
sueño!... ¡La sonrisa de mi ancianidad!... Perdona este llanto,
Señor... Soy un pobre hombre...».
«Levántate,
amigo mío. Y alégrate de ofrecer las primicias a los jardines
angélicos. 13Ven.
Ven aquí, entre mí y mi Madre. Oigamos de Ella cómo ha sucedido la
cosa, porque te aseguro que por mi parte no tengo ni culpa ni
mérito».
María explica: «Poco sé yo
también. Estábamos hablando las mujeres entre nosotras y, como
sucede a menudo, me preguntaban acerca de mi voto virginal, y también
sobre cómo serán las vírgenes del futuro, y sobre qué oficios y
glorias preveía para ellas. Yo respondía como sé... Para el futuro
preveía para ellas vida de oración, de consuelo de los sufrimientos
que el mundo dará a mi Jesús. Decía: "Serán las vírgenes
las que sostendrán a los apóstoles, las que lavarán este mundo
ensuciado, y lo vestirán con su pureza y con ella lo perfumarán;
serán los ángeles que cantarán las alabanzas para cubrir las
blasfemias. Y Jesús se sentirá feliz, y otorgará gracias al mundo,
y misericordia a estas corderas diseminadas en medio de lobos..."
y otras cosas decía. Ha sido entonces cuando la hija de Jairo me ha
dicho: "Dame un nombre, Madre, para mi futuro de virgen, porque
no puedo conceder el que un hombre goce el cuerpo que fue reanimado
por Jesús. Sólo de Él es este cuerpo mío, hasta que no sea la
carne del sepulcro y el alma del Cielo"; y Analía dijo: "Yo
también he sentido que debo hacer lo mismo. Y hoy estoy más alegre
que las golondrinas, porque se han roto todas las ataduras". Y
ha sido también entonces cuando tu hija, Felipe, ha dicho: "Yo
también seré como vosotras. ¡Virgen para toda la eternidad!".
Su madre se acercó entonces y le hizo considerar que así no se
podía tomar una decisión tan importante. Pero ella no cambió de
parecer. Y a quien le preguntaba si era un pensamiento ya viejo decía
"no", y a quien le preguntaba cómo le había venido decía:
"No lo sé. Como una flecha de luz, me ha abierto en dos el
corazón y he comprendido con qué amor amo a Jesús"».
La mujer de Felipe dice a su
marido: «¿Has oído?».
«Sí, mujer, la carne gime... y
debería cantar, porque es su glorificación. Nuestra carne pesada ha
engendrado a dos ángeles. No llores, mujer. Tú has dicho antes que
Él te ha coronado... Una reina no llora cuando recibe la corona...».
Pero llora
también Felipe, 14y
otros muchos lloran, hombres y mujeres, ahora que todos están
recogidos aquí arriba. María de Simón llora a lágrima viva en un
rincón... María de Magdala llora en otro, manoseando el lino de su
túnica y arrancando mecánicamente los hilos del ribete que la
adorna. Anastática llora mientras trata de esconder con la mano su
cara llorosa.
«¿Por qué lloráis?»
pregunta Jesús.
Ninguno responde.
Jesús llama a Anastática y le
pregunta de nuevo, y ella: «Porque, Señor, por un goce nauseabundo
de una sola noche he perdido el ser una virgen tuya».
«Todos
los estados son buenos, si en ellos se sirve al Señor. En
la Iglesia futura harán falta vírgenes y matronas. Todas útiles
para el triunfo del Reino de Dios en el mundo y para el trabajo de
los hermanos sacerdotes. 15Elisa
de Betsur, ven aquí. Consuela a esta casi niña...». Y pone con sus
propias manos a Anastática entre los brazos de Elisa.
Las observa mientras Elisa la
acaricia y la otra se abandona en esos brazos de madre, y luego
pregunta: «Elisa, ¿conoces su historia?».
«Sí, Señor. Y me da mucha
pena de esta pobre paloma sin nido».
«Elisa, ¿amas a esta
hermana?».
«¿Amarla? Mucho. Pero no como
hermana. Ella podría ser hija mía. Y ahora que la tengo entre mis
brazos me parece volver a ser la madre feliz del tiempo pasado. ¿A
quién vas a confiar esta dulce gacela?».
«A ti, Elisa».
«¿A mí?». La mujer desata el
círculo de sus brazos para mirar, incrédula, al Señor...
«A ti. ¿No la quieres?».
«¡Oh! ¡Señor! ¡Señor!
¡Señor!»... Elisa, de rodillas, se arrastra hasta Jesús, y no
sabe, no sabe qué decir, ni cómo, ni qué hacer, para expresar su
alegría.
«Levántate.
Sé para ella una madre santa, y que ella sea para ti una hija santa,
y caminad las dos por el camino del Señor. 16María
de Lázaro, ¿por qué lloras, tú que estabas hace poco tan alegre?
¿Dónde están esas diez flores que me querías traer?...».
«Duermen satisfechos en la
limpieza, Maestro... Y yo lloro porque ya jamás tendré esa limpieza
de las vírgenes, y mi alma siempre llorará, nunca satisfecha,
porque... porque pequé...».
«Mi perdón y tu llanto te
hacen más limpia que esas flores. Ven aquí. No llores más. Deja el
llanto para quien tenga algo de qué avergonzarse. ¡Ánimo! Ve por
tus flores; id también vosotras, esposas y vírgenes. Id a decir a
los invitados de Dios que suban. Hay que despedirlos antes de que
cierren las Puertas, porque muchos de ellos viven diseminados por los
campos».
Obedecen. En
la terraza se quedan solamente: Jesús, donde estaba, acariciando a
María y a Matías; Elisa y Anastática, que, un poco más allá
están cogidas de la mano, mirándose a los ojos,
con
una sonrisa embebida en un llanto dichoso; María de Simón, hacia la
cual se inclina piadosamente María Stma.; y Juana, que está en la
puerta de la habitación y mira titubeante, un poco hacia dentro un
poco hacia fuera (hacia Jesús). Los apóstoles y discípulos han
bajado, junto con las mujeres, para ayudar a los criados a traer a
los tullidos, ciegos, cojos,
lisiados,
ancianos, por la larga escalera.
17Jesús,
que tenía inclinada su cabeza hacia los dos niños, la alza y ve a
María que está atendiendo a la madre de Judas. Se levanta y se
acerca a ellas. Pone la mano encima de la cabeza entrecana de María
de Simón: «¿Por qué lloras, mujer?».
«¡Oh! ¡Señor! ¡Señor! ¡Yo
he dado a luz a un demonio! ¡Ninguna otra madre de Israel me
igualará en el dolor!».
«María, otra madre, y también
por ese motivo tuyo, me ha dicho y dice estas palabras. ¡Pobres
madres!...».
«¡Mi Señor! ¿Entonces hay
otro que sea como mi Judas, pérfido y desalmado contigo? ¡No puede
ser! Él, que te tiene a ti, se ha dado a prácticas inmundas; él,
que respira tu aliento, es un lujurioso y un ladrón, y quizás se
hará homicida. ¡Mentira es su pensamiento, fiebre su vida! ¡Haz
que muera, Señor! ¡Por piedad, haz que muera!».
«María, tu corazón te le hace
ver peor de lo que es; el miedo te enajena. Cálmate y razona. ¿Qué
pruebas tienes de su actuación?».
«Respecto a ti, nada. Pero es
un alud que está descendiendo. Le he sorprendido y no ha podido
ocultar las pruebas de... Ahí está... ¡Calla, por piedad! Me mira.
Sospecha. Es mi dolor. ¡No hay ninguna madre más desdichada que yo
en Israel!...».
María susurra: «Yo... Porque a
mi dolor uno el de todas las madres infelices... Porque la causa de
mi dolor es el odio no de uno sino de todo un mundo».
18Jesús
va donde Juana, que ha solicitado su presencia. Entretanto, Judas
viene donde su madre, a la que María sigue consolando. Y la regaña:
«¿Ya has podido manifestar tus delirios? ¿Calumniarme? ¿Estás
contenta ya?».
«¡Judas! ¿Hablas así a tu
madre?» pregunta, severa, María. Es la primera vez que la veo
así...
«Sí, porque estoy cansado de
su persecución».
«¡Hijo mío, no es una
persecución! Es amor. Dices que estoy enferma. Pero el enfermo eres
tú. Dices que te calumnio y que escucho a tus enemigos. Pero tú te
haces daño a ti mismo y sigues a personas nefastas que te
arrastrarán tras sí, y cultivas su compañia. Porque eres débil,
hijo mío, y ellos se han dado cuenta... Escucha a tu madre. Escucha
a Ananías, anciano y sabio. ¡Judas! ¡Judas! ¡Piedad de ti, de mí!
¡¡¡Judas!!! ¡¿A dónde vas, Judas?!».
Judas, que está cruzando casi
corriendo la terraza, se vuelve y grita: «A donde soy útil y
venerado» y baja atropelladamente la escalera, mientras la infeliz
madre, asomándose al antepecho, le grita: «¡No vayas! ¡No vayas!
¡Quieren tu ruina! ¡Hijo! ¡Hijo! ¡Hijo mío!...».
Judas ha llegado abajo, y los
árboles le ocultan a la vista de su madre. Se le vuelve a ver un
momento en un espacio vacío antes de entrar en el vestíbulo.
«Va... La soberbia le devora»
gime su madre.
«Vamos a orar por él, María.
Las dos juntas...» dice la Virgen teniendo cogida de la mano a la
triste madre del futuro deicida.
19Mientras
tanto, empiezan a subir los invitados... y Jesús habla con Juana.
«De acuerdo. Que vengan. Sí. Mucho mejor si se han puesto vestidos
hebreos, para no chocar con el prejuicio de muchos. Las espero aquí.
Ve a llamarlas» y, apoyado a la jamba, observa el aflujo de los
invitados, guiados con amorosidad a las mesas por discípulos y
discípulas según un orden ya establecido. En el centro está la
mesa baja de los niños; luego, a una parte y a otra, todas las otras
mesas, paralelas.
Y, mientras ciegos, cojos,
lisiados, tullidos, ancianos, viudas y mendigos, imprimidas en sus
rostros sus historias de dolores, se colocan, he aquí que traen
delicados como cestos de flores unos cestos transformados en
cunas, e incluso unas pequeñas arquetas, donde duermen satisfechos,
colocados encima de almohadones, los lactantes tomados de sus madres
mendigas. Y María de Magdala, ya tranquila, se acerca a Jesús
presurosa y dice: «Han llegado las flores. Ven a bendecirlas,
Señor».
Pero contemporáneamente aparece
Juana por la escalera interior y dice: «Maestro, están aquí las
discípulas paganas». Son siete mujeres, que vienen con vestidos
obscuros y humildes semejantes a los de las hebreas. Todas traen los
rostros velados y vienen cubiertas hasta los pies con un manto. Dos
son altas y de aspecto majestuoso; las otras, de media estatura. Pero
cuando, habiendo venerado antes al Maestro, se quitan el manto, es
fácil reconocer a Plautina, a Lidia, a Valeria, a la liberta Flavia
(la que escribió las palabras de Jesús en el jardín de Lázaro). Y
otras tres desconocidas: una que, a pesar de tener mirada
acostumbrada a mandar, se arrodilla y le dice al Señor: «Y que
conmigo se postre Roma a tus pies»; otra es una venusta matrona de
unos cincuenta años; en fin, una jovencita grácil y serena como una
flor del campo.
María de Magdala reconoce a las
romanas, a pesar de sus vestidos hebreos, y susurra: «¡¡¡Claudia!!!»,
con los ojos como platos.
«Yo. ¡Basta ya de oír por
palabras ajenas! La Verdad y la Sabiduría deben ser recogidas
directamente de la fuente».
«¿Crees que nos reconocerán?»
pregunta Valeria a María de Magdala.
«Si no os descubrís
nombrándoos, creo que no. Además, os voy a poner en un sitio
seguro».
«No, María. A las mesas, a
servir a los mendigos. Ninguno podrá pensar que las patricias sean
siervas de los pobres, de los ínfimos del mundo hebraico» dice
Jesús.
«Bien sentencias, Maestro.
Porque la soberbia es innata en nosotros».
«Y la humildad es el signo más
claro de mi doctrina. Quien me quiera seguir debe amar la Verdad, la
Pureza y la Humildad, debe tener caridad con todos y heroísmo para
desafiar la opinión de los hombres y las presiones de los tiranos.
Vamos».
«Perdona, Rabí. Esta jovencita
es una esclava hija de esclavos. La he rescatado porque es de origen
israelita y Plautina la tiene consigo. Pero yo te la ofrezco, porque
pienso que es lo correcto. Su nombre es Egla. Te pertenece».
«María, acógela. Luego
veremos cómo... Gracias, mujer».
20Jesús
va a la terraza a bendecir a los niños. Las damas despiertan mucha
curiosidad, pero vestidas y peinadas así a la hebrea, con túnicas
casi pobres, no levantan sospechas. Jesús va al centro de la
terraza, junto a la mesa de los niños, y ora, ofreciendo por todos
el alimento al Señor, bendice y da la orden de empezar la comida.
Apóstoles, discípulos, discípulas, damas, son los siervos de los
pobres, y Jesús da ejemplo remangándose las amplias mangas de la
túnica roja y ocupándose de "sus" niños, ayudado por
Miriam. de Jairo y por Juan. Las bocas de muchos desnutridos trabajan
egregiamente, mas todos los ojos se centran en el Señor. Cae la
tarde y se recoge el toldo; contemporáneamente, los criados traen
lamparas que todavía son superfluas.
Jesús circula entre las mesas.
No deja a ninguno sin el consuelo de unas palabras o de una ayuda.
Así, pasa varias veces casi rozando a las regias Claudia y Plautina,
que, humildes, cortan el pan o acercan el vino a los labios de los
ciegos, paralíticos y mancos; sonríe a sus vírgenes, que se ocupan
de las mujeres; a las madres discípulas llenas de piedad para con
estos pobrecillos; a María de Magdala, dedicada solícitamente a una
mesa de personas muy ancianas, la mesa más triste de todas, llena de
toses, de temblores, de mandíbulas desdentadas que mascujan y de
bocas que babean; y ayuda a Mateo que da unos zarandeos a un niñito
al que se le ha atravesado una miga de torta que estaba chupando y
mordiendo con sus dientecitos nuevos; felicita a Cusa, quien, llegado
al principio de la comida, está trinchando las carnes y sirviendo
como un criado experto.
La comida termina. En las caras
con color, en los ojos ahora más alegres, se manifiesta la
satisfacción de estos pobrecillos.
21Jesús
se inclina hacia un anciano tembloroso y dice: «¿En qué piensas,
padre, que sonríes?».
«Pienso que no es un sueño.
No, no lo es. Hasta hace poco creía dormir y estar soñando. Pero
ahora siento que realmente es verdad. ¿Pero quién te hace tan
bueno, que haces tan buenos a tus discípulos? ¡Viva Jesús! »
grita para terminar.
Y todas las voces de estos
desdichados y son centenares gritan: «¡Viva Jesús!».
Jesús va de nuevo al centro y
abre los brazos haciendo señal de que guarden silencio y estén
quietos, y empieza a hablar, sentado con un niñito encima de sus
rodillas.
«Viva, sí,
viva Jesús. No porque Yo sea Jesús, sino porque Jesús quiere decir
el amor de Dios hecho carne y venido aquí abajo, en medio de los
hombres, para que le conozcan y para dar a conocer el amor, que será
el signo de la nueva era. Viva Jesús porque Jesús quiere decir
"Salvador". Y Yo os salvo. A todos: ricos y pobres, niños
y ancianos, israelitas y paganos. A todos. Con tal de que vosotros
queráis darme la voluntad de ser salvados*. Jesús es para todos, no
es para éste o para aquél, es de todos; de todos los hombres y para
todos los hombres. Para todos soy el Amor misericordioso y la
Salvación segura. ¿Qué es necesario hacer para ser de Jesús, y,
por tanto, para ser salvados? Pocas cosas, pero grandes.
No
grandes porque sean cosas difíciles como las que hacen los reyes,
sino grandes porque exigen que el hombre se renueve para llevarlas a
cabo y para ser de Jesús. Por tanto, amor, humildad, fe,
resignación, compasión. Esto es. Vosotros, que sois discípulos,
¿qué habéis hecho hoy de grande? Diréis: "Nada. Hemos
servido una comida". No. Habéis servido el amor. Os habéis
humillado. Habéis tratado como hermanos a desconocidos de todas las
razas, sin preguntar quiénes son, si están sanos, si son buenos. Y
lo habéis hecho en nombre del Señor. Quizás esperabais de mí
grandes palabras, para vuestra instrucción. He querido que hicierais
grandes hechos. Hemos empezado el día con la oración hemos
socorrido a leprosos y mendigos, hemos adorado al Altísimo en su
Casa, hemos comenzado los ágapes fraternos y el cuidado de
peregrinos y pobres, hemos servido porque servir por amor es
asemejarse a mí, que soy Siervo de los siervos de Dios, Siervo hasta
el anonadamiento de la muerte para daros salvación...».
________________________
*
Y Yo os salvo. A todos: ...Con tal de que vosotros queráis darme la
voluntad de ser salvados. Este
concepto, que aparece repetidamente en la Obra, y que volveremos a
encontrar en 520.5, sirve para justificar ciertas expresiones de
impotencia por parte de Jesús, comenzando por la que encontramos en
95.6, hasta la más reciente, de 368.12, y otras más profundizadas
que veremos en 503.4/7. Incluso cuando no está cuestionada la
salvación
(como en 455.9, últimos renglones), Jesús puede no ejercitar la
propia omnipotencia divina si falta la adhesión de la libre voluntad
del hombre.
22Un
fuerte rumor de voces y pasos interrumpe a Jesús. Un grupo exaltado
de israelitas está subiendo apresuradamente las escaleras. Las
romanas más conocidas, o sea, Plautina, Claudia, Valeria y Lidia,
buscan un lugar retirado y se echan el velo. El grupo perturbador
irrumpe en la terraza como si buscaran... ¡que se yo que cosa!
Cusa, ofendido, se pone delante
de ellos y pregunta: «¿Qué queréis?».
«Nada que se refiera a ti.
Buscamos a Jesús de Nazaret, no a ti».
«Aquí estoy. ¿No me veis?»
pregunta Jesús dejando en el suelo al niño e irguiéndose
majestuoso.
«¿Qué haces aquí?».
«Ya lo veis. Hago lo que
enseño, y enseño lo que se debe hacer: el amor a los pobres. ¿Qué
os habían dicho?».
«Se han oído gritos de
sedición. Y, dado que donde Tú estás hay sedición, hemos venido a
ver».
«Donde Yo estoy hay paz. El
grito era: "Viva Jesús"».
«Precisamente eso. Se ha
pensado, tanto en el Templo como en el palacio de Herodes, que aquí
hubiera una conjura contra...».
«¿Quién? ¿Contra quién?
¿Quién es rey en Israel? No es el Templo, ni Herodes. Domina Roma.
Y quien piense en proclamarse rey donde Roma impera es un loco».
«Tú dices que eres rey».
«Soy Rey. Pero no de este
reino. ¡Demasiado mísero para mí! Demasiado mísero es también el
imperio. Soy Rey del Reino santo de los Cielos, del Reino del Amor y
del Espíritu. Idos en paz, o quedaos, si queréis, y aprended cómo
se entra en este Reino mío. Estos son mis súbditos: los pobres, los
infelices, los oprimidos; y también los buenos, los humildes, los
caritativos. Quedaos, uníos a ellos».
«Pero siempre estás en
banquetes en casas lujosas, entre mujeres guapas y...».
«¡Basta! No se provoca ni se
ofende al Rabí en mi casa. ¡Salid!» grita Cusa con voz de trueno.
23Pero
en esto, de la escalera interna, sale al improviso a la terraza una
figurita esbelta de joven velada. Corre ligera, como una mariposa,
hasta Jesús, y arroja velo y manto; cae a sus pies y trata de
besárselos.
«¡Salomé!» grita Cusa, y con
él otros.
Jesús se ha retirado tan
violentamente, para huir del contacto, que su asiento se vuelca y Él
aprovecha para ponerlo entre sí y Salomé como separación. Sus ojos
están fosforescentes, son terribles: tanto que dan miedo.
Salomé, frívola y descarada,
zalamera al máximo, dice: «Sí, yo. La aclamación ha llegado al
Palacio. Herodes envía una embajada para decirte que desea verte.
Pero la he precedido. Ven conmigo, Señor. ¡Yo te amo mucho y te
deseo mucho! Yo también soy carne de Israel».
«Márchate a tu casa».
«La Corte te espera para
tributarte honor».
«Mi Corte es ésta. No conozco
otra Corte, ni otros honores» y con la mano señala a los pobres que
están sentados a las mesas.
«Te traigo presentes para ella.
Aquí tienes mis joyas».
«No las quiero».
«¿Por qué las rechazas?».
«Porque son inmundas y se
ofrecen con inmunda finalidad. ¡Vete!».
Salomé se levanta confundida.
Mira de refilón al Terrible, al Purísimo que la fulmina con su
brazo extendido y su mirada de fuego. Mira furtivamente a todos, y ve
burla y náusea en las caras. Los fariseos están petrificados
observando la fuerte escena. Las romanas se aventuran a acercarse
para ver mejor.
Salomé intenta una última
prueba: «Tratas incluso con los leprosos...» dice en tono sumiso y
suplicante.
«Son personas enfermas. Tú
eres una impúdica. ¡Vete! ».
El último «¡vete!» es tan
imperioso que Salomé recoge velo y manto, y, agachada, se arrastra
hacia las escaleras.
«¡Ten cuidado, Señor!...
Tiene poder... ¡Podría perjudicarte!» susurra Cusa en voz baja.
Pero Jesús responde con voz
fortísima, para que todos puedan oír, sobre todo la expulsada. «No
importa. Prefiero que me maten antes que aliarme con el vicio. Sudor
de mujer lasciva y oro de meretriz son venenos de infierno. Las
alianzas viles con los poderosos son pecado. Yo soy Verdad, Pureza y
Redención. Y no cambio. Ve. Acompáñala...».
«Castigaré a los criados que
la han dejado pasar».
«No castigarás a nadie. Sólo
una debe ser castigada. Ella. Y ya lo es. Y que sepa, y sepáis
vosotros, que conozco su pensamiento, y me repele. Que vuelva la
serpiente a su guarida, que el Cordero vuelve a sus jardines».
24Se
sienta. Suda. Guarda silencio. Luego dice: «Juana, da a cada uno el
óbolo, para que durante algunos días sea menos triste la vida...
¿Qué más debo hacer con vosotros, hijos del dolor? ¿Qué queréis,
que os pueda dar? Leo en los corazones. ¡A los enfermos que saben
creer, paz y salud!».
Un instante de pausa y luego un
grito... y son muchísimos los que se alzan curados. Los judíos, que
habían venido con ánimo de pillar a Jesús en renuncio, se marchan
atónitos por el milagro y la pureza de Jesús, y desapercibidos en
medio del delirio general de aclamaciones.
Jesús sonríe mientras besa a
los niños. Luego despide a los invitados. Pero detiene un momento a
las viudas y habla con Juana en favor de ellas. Juana toma nota y las
invita para el día siguiente; luego se marchan también ellas. Los
últimos en salir son los ancianos...
Se quedan los apóstoles, los
discípulos, las discípulas y las romanas. Jesús dice: «Así es y
debe ser la unión futura. No hay palabras. Que sean los hechos los
que hablen con su evidencia a los espíritus y a las mentes. La paz
sea con vosotros».
Se dirige hacia la escalera
interior y desaparece seguido por Juana y luego por los demás.
25Al
pie de la escalera se topa con Judas: «¡Maestro, no vayas a
Getsemaní! Hay enemigos que te buscan allí. Y tú, madre, ¿qué
dices ahora?, tú que me acusas. Si no hubiera ido, no me habría
enterado de la asechanza que tienden al Maestro. ¡A otra casa!
¡Vamos a otra casa!».
«A la nuestra, entonces. En
casa de Lázaro sólo entran los que son amigos de Dios» dice María
de Magdala.
«Sí. Los que ayer estaban en
Getsemaní que vengan con las hermanas a la residencia de Lázaro.
Mañana tomaremos una serie de medidas».
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