Padre Carlos Padilla
El aburguesamiento del alma es paulatino, lento, pero progresivo; saber renunciar nos hace más libres y, por lo tanto, más capaces de ser felices
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¿Cómo es nuestra oración? La Cuaresma es un tiempo privilegiado para buscar más momentos de oración, para contemplar al Señor en la adoración, para leer la biblia y saborear la Palabra de Dios.
Tiempo para meditar la propia vida a la luz de María en el Santuario, tratando de discernir los caminos que tenemos que seguir. Tiempo para leer libros de espiritualidad que nos despierten nuevas preguntas. Tiempo para mirar a Dios, en nuestra vida, en el silencio, en lo oculto. Tiempo para hacer algún retiro en el que volver la mirada sobre nuestro corazón.
¡Cuánto nos cuesta desconectar, dejar de lado las cosas, detenernos y hacer silencio! Vamos con prisas, corriendo, buscando sin encontrar, sin tiempo para que decanten todas las experiencias que tenemos. La Cuaresma nos invita a ir al desierto, siguiendo los pasos de Jesús, acompañando su búsqueda.
Jesús sintió hambre en el desierto. Jesús experimentó la necesidad, el hambre, la sed, la soledad. El hombre siempre evita tener hambre. ¡Cuánto nos cuesta hacer ayuno cuando la Iglesia lo propone! Es precisamente cuando más hambre tenemos.
En la vida buscamos satisfacer los sentidos, las necesidades a medida que van surgiendo. Si tenemos hambre, comemos; si tenemos sed, bebemos. Si necesitamos algo, lo compramos.
Pensamos que satisfacer los deseos es el camino de la verdadera felicidad. ¡Qué equivocados estamos! Un deseo satisfecho abre la puerta a otro deseo. Mayor o distinto. Y así en una interminable cadena. Saber renunciar nos hace más libres y, por lo tanto, más capaces de ser felices.
Pero, ¡cuánto nos cuesta sufrir el hambre, la sed, la renuncia! Por eso la Cuaresma adquiere un tinte gris como el de la ceniza, porque sentimos que tenemos que renunciar y nos parece que renunciar es perder algo importante y no tener es ausencia de lo que deseamos. ¿Cómo vamos a ser felices renunciando?
Siempre que sea lo que Dios nos pide, la renuncia tiene un sentido muy verdadero. Nos invita a vaciarnos para llenarnos de su amor, de su vida. Pero claro que duele, el hambre duele en lo más hondo.
El hombre hoy ha perdido la imagen positiva de la renuncia y le parece que no tiene valor. No nos gusta sufrir la escasez, lo queremos todo ya, ahora, porque lo necesitamos. Entonces, ya saciados, se empobrece nuestro amor y se debilita nuestra personalidad.
Estamos acostumbrados a tenerlo todo fácil. En esta sociedad del bienestar nos acostumbramos fácilmente a lo bueno. El aburguesamiento del alma es paulatino, lento, pero progresivo. El alma va perdiendo fuerza, ímpetu y se adormece. Se va debilitando casi sin darse uno cuenta.
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