440. Otro sábado en Nazaret. Obstinación de José
de Alfeo.
21 de mayo de 1946.
1Un
nuevo sábado en Nazaret, o sea, un nuevo comienzo de sábado, porque
apenas está empezando la puesta del Sol del viernes, cuando,
sudorosas pero contentas, llegan Mirta y Noemí junto con el joven
Abel. Se apean de sus burritos Abel los lleva a otro lugar,
ciertamente a algún establo amigo, quizás al de los dos asnerizos
de Nazaret, ahora discípulos y entran por la puerta del
taller, abierta para dar ventilación a la amplia habitación, donde
hasta poco antes el calor de la rústica chimenea se ha hecho
cómplice del gran calor estival.
Tomás está dejando en su sitio
los instrumentos y Simón barre el serrín, mientras Jesús limpia
cazuelas y cazoletas, de colas y barnices.
«La paz a ti, Maestro, y a
vosotros, discípulos» saludan las mujeres, inclinándose mucho ya
desde el primer momento en que entran, para, atravesado el taller,
terminar postrándose a los pies de Jesús.
«La paz a vosotras. ¡Sois muy
fieles! ¡Venir con este calor!».
«¡Oh, nada! Se está tan bien
aquí, que se olvida todo. ¿Tu Madre dónde está?».
«Está por allí, terminando
una túnica de Áurea. Id si queréis».
Las dos se marchan deprisa con
sus alforjas y se oyen sus voces armónicas, más bien bajas, que se
funden con la vocecita aún no pulida de Áurea y con la voz
argentina de María.
«¡Ahora se sentirán felices!»
dice Tomás.
«Sí. Son buenas mujeres»
responde Jesús.
«Maestro, Mirta, además de
conservar el hijo que tenía, ha adquirido una nueva hija. Y en poco
más de un año...» dice el Zelote.
«Sí. En poco más de un año.
Hace ya más de un año que María de Lázaro se ha convertido. ¡Cómo
pasa el tiempo! Me parece ayer... ¡Cuántas cosas también el año
pasado! ¡Aquel hermoso retiro antes de la elección! ¡Luego Juan de
Endor! ¡Luego Margziam! Luego Daniel de Naím y luego María de
Lázaro y luego Síntica... Pero, ¿dónde estará Síntica? Pienso
en ello frecuentemente, y no sé comprender por qué...». Tomás
termina monologando consigo mismo, porque Jesús y Simón no le
responden; es más, salen al huerto a lavarse para después llegarse
donde las discípulas.
2Y
se nos reanuda la visión... Regresa Abel de Belén y encuentra
todavía a Tomás, que está pensando, delante del lugar donde
generalmente trabaja, mientras remueve distraídamente sus finas
obras maestras de orfebre.
«¿Has encontrado en qué
trabajar?» pregunta el discípulo inclinándose hacia esos objetos
finos.
«¡Oh! He hecho felices a todas
las mujeres de Nazaret. No habría imaginado nunca que hubiera que
arreglar tantas hebillas y brazaletes y collares y lises. Hasta he
tenido que rogar a Mateo que me trajera metal de Tiberíades. Me he
hecho una clientela... ¡ja! ¡ja! (ríe alegre) como no la tiene ni
siquiera mi padre. Verdad es que no pido dinero... ».
«¿Pones tú todo?».
«No. Cobro sólo el valor del
metal. El trabajo lo regalo».
«Eres generoso».
«No. Sabio. No estoy ocioso.
Doy ejemplo de laboriosidad y de desapego del dinero y... predico...
¡Calla! Creo que actuando así he predicado más, sin decir una
palabra, sin haber dicho una palabra en la sinagoga, que si hubiera
estado hablando sin parar. Y además... hago práctica. Me he
prometido a mí mismo que con el trabajo haré propaganda, cuando
tenga que ir a predicar a Jesús en medio de los infieles; me estoy
adestrando a ello».
«Eres sabio como orfebre y como
apóstol».
3«Me
esfuerzo en serlo por amor a Jesús... ¿Así que tú has ganado una
hermana? Trátala bien, ¿eh? Es como una palomita de nido; te lo
digo yo, que estoy acostumbrado por mi oficio a tratar con las
mujeres. Es una ingenua palomita que ha tenido gran miedo del
gavilán, y que busca alas maternas y fraternas como defensa. Si tu
madre no la hubiera deseado, la habría pedido yo para mi hermana
gemela. ¡Un hijo más, un hijo menos! Es muy buena mi hermana,
¿sabes?».
«También mi madre. Se le murió
una niña cuando se quedó viuda. Quizás con el dolor de la muerte
de su marido la leche se había hecho mala... Yo apenas me acuerdo de
esa hermanita... y quizás ni siquiera la recordaría, si me madre no
la llorase frecuentemente, y si todas las niñitas pobres de Belén
no hubieran tenido derecho a comida y vestidos de nuestra casa en
recuerdo de la pequeñuela muerta... Y, como he crecido yo solo con
mi madre, he acabado teniendo yo también un gran amor por las niñas
pequeñas... Me doy cuenta de que ésta ya no es una niña pequeña...
pero la veré como si lo fuera, por su corazón, si es como decís mi
madre, Noemí y tú...».
«Puedes estar seguro de ello.
Vamos allá...».
4Allá,
o sea, en el comedor, están las mujeres, Jesús y el Zelote. Y
Mirta, que ha venido ya con una gran esperanza, está conquistando a
Áurea, probándole una túnica de lino que ha cosido para la
muchacha.
«Te cae muy bien» dice
mientras se la quita y la acaricia, y mientras le coloca bien la
túnica que, al meter la nueva, se ha descolocado. «Te cae muy bien.
Bueno, todo irá bien. Ya verás, hija mía... ¡Oh, ahí está mi
Abel! Acércate, hijo. Ésta es Áurea. ¿Sabes que ahora va a ser
nuestra?».
«Lo sé, madre, y estoy
contento junto contigo». Mira a la muchacha... la estudia... sus
ojos obscuros se quedan fijos y se pierden en los grandes iris de
pálido cielo de ella. El examen le satisface. Le sonríe. Le dice:
«Nos amaremos en el Señor, que nos ha salvado, y le amaremos a Él
y haremos que le amen. Y seré para ti hermano en el espíritu y en
el afecto. Lo prometo delante del Maestro y de mi madre» y, con una
hermosa sonrisa límpida de joven puro, ya encaminado hacia la alta
espiritualidad, le tiende la mano fuerte y morena.
Áurea titubea, pero luego,
ruborizándose, pone su mano izquierda en la derecha que le ofrecen,
y dice: «Así lo haremos. En el Señor».
Los adultos se sonríen entre
sí...
5«Aquí
se puede entrar sin llamar a las puertas...».
«¡Ahí está Simón de Jonás!
Esta vez no ha resistido la tentación...» ríe Tomás mientras se
apresura a ir afuera.
«Sí, no he
resistido... ¡La paz a ti, Maestro!». Besa a Jesús y Jesús le
besa. «¿Quién puede resistir?». Ve a María y se inclina para
saludar, luego prosigue: «Pero, por escrúpulo, hemos pasado por
Tiberíades y hemos buscado a Judas. Porque... ¡estamos todos, eh!
Los otros están llegando. También Margziam... Bueno, estaba
diciendo que hemos pasado por Tiberíades. ¡Mmm!... en fin, buscando
a Judas, por si... hubiera pensado, al menos para el cuarto sábado,
venir a Cafarnaúm... Habría sido feo que no hubiéramos estado
ninguno... Y le hemos encontrado... En fin, bueno, le ha encontrado
Isaac, que iba a saludar a Jonatán... Porque Isaac ha terminado por
venir a Cafarnaúm a esperarte con no sé cuántos, que se han
quedado allí para hacerse más sabios bajo la guía de Hermas y
Esteban, de tu hijo, Noemí, y del sacerdote Juan... Pero Isaac debe
haber destruido las impaciencias, los resentimientos, las furias, en
su larga enfermedad... ¡No reacciona nunca! Aunque le estén dando
bofetadas, sonríe... ¡Qué hombre más pacífico! Bien. Nos dijo:
"He visto a Judas. No va. No insistáis". Comprendí. Y
dije: "¿Te ha respondido mal? Dilo. Soy el jefe y debo
saberlo...". "¡Oh, no?" respondió. "No ha
respondido mal él, sino su
mal. Hay que compadecerse de él"... Pues nada,
compadezcámosle... Bueno, en definitiva, que estamos aquí. Y bien
contentos de... 6Ahí
están los otros...».
Y con los otros están también
Judas y Santiago de Alfeo, con su madre y los discípulos de Nazaret:
Aser, Ismael y Simón de Alfeo, y, cosa rara, también José de
Alfeo.
Descargan sus bolsas. Natanael
ha traído miel. Felipe una cesta pequeña de uva blonda como los
cabellos de Áurea. Pedro, pescado marinado, y lo mismo los hijos de
Zebedeo. Mateo, que no tiene una casa gobernada por mujeres, y, por
tanto, no tiene ninguna cosa buena, ha traído una ánfora llena de
tierra y dentro de ella un tronco sutil, que, por las hojas, diría
que es un limonero o un naranjo a otra planta de agrios, y explica:
«Una primicia... Sólo quien haya estado en Cirene puede tenerlo, y
conozco a uno que ha ido a Cirene, uno del fisco, como era yo antes.
Ahora ya no trabaja y está en Ippo. He ido para que me diera esta
plantita, porque se debe plantar con la Luna nueva. Son frutos
buenos, hermosos, y la flor tiene un suave aroma y parece una
estrella de cera, una estrella como tu nombre... Aquí tienes» y
ofrece la planta a María.
«¡Pero cuánto has trabajado
con este peso, Mateo! Te lo agradezco. Mi huerto cada vez es más
bonito por vosotros: el alcanfor de Porfiria, las rosas de Juana, tu
planta rara, Mateo, las otras, de flores, que trajo Judas de
Keriot... ¡Cuántas cosas bonitas! ¡Qué buenos sois todos con la
Madre de Jesús!».
Todos los apóstoles están
conmovidos; lo único, se miran con el rabillo del ojo unos a otros
cuando María nombra a Judas.
7«Sí.
Te quieren. Pero también nosotros» dice serio y todo erguido José
de Alfeo.
«¡Ciertamente! Vosotors sois
los queridos hijos de Alfeo, pariente mío y de María, que es muy
buena. Y me queréis. Pero esto es natural. Somos parientes... Éstos,
sin embargo, no son de la sangre, y, no obstante, son como hijos para
mí, como hermanos para Jesús, por lo mucho que le aman y por cómo
le siguen...».
José
comprende la alusión; se aclara la voz buscando las palabras... Las
encuentra... Dice: «Ya, claro. Pero si yo no estoy todavía con
ellos es porque pienso también en las consecuencias para Él, para
ti... y... y... En definitiva, también es amor el mío,
especialmente hacia ti, pobre mujer que te quedas sola demasiado
tiempo... Y he venido a decir a Jesús que me alegro de que se haya
recordado también de las necesidades de su Madre y haya hecho lo que
era útil hacer aquí...» y, contento de ser la "cabeza"
de
la parentela y de poder alabar y reconvenir, se digna encomiar a
Jesús por todos los trabajos de carpintería, barnizado y otros,
hechos en ese mes: «¡Así hay que hacer! ¡Ahora se ve que esta
mujer tiene un hijo! Y me alegro de poder decir que reconozco a mi
sabio Jesús de Nazaret. ¡Sí, señor, muy bien!».
Y el sabio Jesús de José, el
sapientísimo Verbo Divino humillado en una carne, manso y humilde,
acoge estas alabanzas mezcladas con los... autorizados consejos de su
primo José con una sonrisa tan dulce, que sirve para frenar
cualquier intempestiva reacción apostólica en favor de Jesús.
Y José, que ya ha tomado
carrerilla, viéndose escuchado de esa manera, no se refrena, sino
que prosigue: «Mi esperanza es que de ahora en adelante Nazaret no
tenga ya la imagen de una pobre madre abandonada y de un hijo suyo
que, imprudente, se sale del sendero común para recorrer caminos
poco seguros respecto a las metas y a las consecuencias. Hablaré con
mis amigos, con el arquisinagogo... Te perdonaremos... ¡Nazaret se
alegrará mucho de volverte a abrir sus brazos como a un hijo que
vuelve, y que vuelve como ejemplo de virtud para todos los
habitantes; mañana mismo, yo mismo, iré de nuevo contigo a la
sinagoga y...».
8Jesús
alza la mano, imponiendo silencio, y, sereno pero bien
decidido,
dice: «A la sinagoga, como fiel, ciertamente iré, como he ido los
otros sábados. Pero no hace falta que intercedas en favor mío. Por
que una hora después de la puesta del Sol me marcharé para
evangelizar de nuevo, como es mi deber de obediencia al
Altísimo».
¡Oh, una humillación grande
para José!... ¡Muy grande!... Toda su mansedumbre se quebranta y
vuelve a emerger su hostil intransigencia: «De acuerdo. Pero no me
busques cuando necesites algo. Yo he cumplido con mi deber. Tus
seguras desventuras no caen sobre mí. Adiós. Aquí sobro, porque no
puedo comprenderos a vosotros y vosotros no podéis comprenderme a
mí. Me retiro, sin rencor, pero muy afligido... Que el Señor lo
proteja como protege a todos los... simples de mente, incompletos...
¡Adiós, María! ¡Sé fuerte, pobre madre!».
«Adiós, José. Pero no es por
Él por quien debo ser fuerte, sino por ti. Porque tú eres el que
está fuera del camino de Dios, y me causas dolor» dice serena pero
segura María.
«¡Lo que pasa es que eres un
necio! Y, si no fuera porque ahora eres el jefe de casa, te pegaría,
fruto de mi sangre pero no de mi espíritu...» grita María de
Alfeo. Y diría más cosas, pero María le suplica: «¡Calla! Por
amor a mí».
«Callo. Sí. Pero... fijaos...
¡que tenga que ver entre mis hijos a un bastardo como ése!...».
Entretanto, el bastardo se ha
marchado, mientras la buena María de Alfeo descarga todo su peso por
este hijo obstinado. Y termina su desahogo en un fuerte llanto, y, en
medio de sollozos, manifiesta lo que, dentro de su pena, es su mayor
pena: «¡Y a ése no le voy a tener conmigo en el Cielo, no le voy a
tener! ¡Le veré en medio de tormentos! ¡Oh, Jesús, haz Tú el
milagro!».
«¡Sí, mujer¡ ¡Sí, María!
¡No llores! También tendrá su hora él. La undécima, quizás.
Pero la tendrá. Te lo aseguro. No llores...» la consuela Jesús...
Y, una vez terminado el llanto, dice a los apóstoles y discípulos:
«Venid al olivar mientras las mujeres preparan sus cosas. Vamos a
hablar entre nosotros».
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