Otro abatimiento en Pedro. Lección sobre las
posesiones (divinas y diabólicas).
25 de septiembre de 1946.
lAcaban
de cruzar el vado de Betabara. Al otro lado del río, azul, bastante
lleno de agua por haberse nutrido de los afluentes colmados de
lluvias otoñales, se ve la otra orilla, la oriental, con muchas
personas gesticulantes. En la orilla occidental, sin embargo, donde
está Jesús con los suyos, hay sólo un pastor y un rebaño que roza
la hierba verde del margen.
Pedro se sienta encima de un
resto de murete que se encuentra allí, sin secarse siquiera las
piernas, húmedas por el vado. Porque en esta estación del año usan
las barcas, es verdad, pero, para que no se enarenen en este lugar de
bajo fondo, las usan en la parte más profunda, deteniéndose a dejar
bajar a los transbordados en donde ya roza la quilla con las hierbas
sumergidas. Así que el que atraviesa el río debe caminar algunos
pasos en el agua.
«¿Qué te pasa? ¿Te
encuentras mal?» le preguntan.
«No. Pero no puedo más. En el
Nebo esa violencia, y antes en Esebón, y antes en Jerusalén, y
antes en Cafarnaúm, y después del Nebo en Caliroe, y ahora en
Betabara... ¡Oh!...», agacha la cabeza, la mete entre las manos y
llora...
«No te abatas, Simón. No me
hagas pobre también de tu coraje, de vuestro coraje» le dice Jesús,
yendo a su lado y poniendo una mano sobre la gruesa túnica gris que
cubre al apóstol.
«¡No puedo,
no puedo ver esto! ¡No puedo verte maltratado de esta manera! Si me
dejaras reaccionar... quizás podría. Pero así... Tenerme que
contener... y asistir a sus insultos, a tus sufrimientos, como un
impotente niño... ¡Oh, se me desgarra todo por dentro y me quedo
echo un trapo!... ¡Fijaos vosotros, si es posible verle así! Parece
un enfermo, uno que esté muriéndose de fiebres... ¡Parece un
culpable perseguido que no encuentra dónde detenerse a tomar un
bocado, a beber un trago, a buscarse una piedra para reclinar la
cabeza! ¡Esa hiena del Nebo! ¡Esas serpientes de Caliroe! ¡Ese
energúmeno que todavía está allí! (y señala la otra orilla).
Menos demonio el de Caliroe, a pesar de que sea el segundo sólo del
que dices que está dominado por Belcebú. 2Tengo
miedo de los endemoniados, pienso que si los ha atrapado de esa
manera Satanás deben haber sido muy malos. Pero... el hombre puede
caer sin absoluta voluntad de hacerlo. ¡Sir embargo, los que sin
estar poseídos hacen lo que hacen, con toda su razón libre!... ¿No
los vas a vencer nunca, dado que no quieres castigarlos? Y ellos...
te vencerán...». Y el llanto del fiel apóstol, que se había
calmado un poco bajo el fuego de la indignación, vuelve fuerte...
«Pedro mío, ¿y crees que ésos
no están endemoniados? ¿Crees que para estarlo hay que estar como
aquel de Caliroe y otros que hemos encontrado? ¿Crees que la
posesión se manifiesta sólo con los gritos descompuestos, los
saltos, los arrebatos de furia, la extravagancia de vivir en las
guaridas, los mutismos, los miembros impedidos, la razón
entorpecida, de forma que el poseído habla y obra inconscientemente?
No. Existen también otras posesiones diabólicas, que, es más, son
las más sutiles y potentes, las más peligrosas, porque no ponen
obstáculo a la razón ni la debilitan para que no haga cosas buenas,
sino que la desarrollan, es más, la aumentan para que sea poderosa
en su servicio a aquel que la posee. Dios, cuando posee a un
intelecto y lo usa para que le sirva, transfunde en él, en las horas
en que está al servicio de Dios, una inteligencia sobrenatural que
aumerta en mucho la inteligencia natural del sujeto. ¿Pensáis, por
ejemplo, que Isaías, Ezequiel, Daniel, y los otros profetas, si
hubieran tenido que leer y explicar esas profecías como escritas por
otros, no habrían encontrado las obscuridades indescifrables que en
ellas encuentran los contemporáneos? Pues bien, no obstante, Yo os
digo que mientras las recibían las comprendían perfectamente. Mira,
Simón. Consideremos esta flor que ha nacido aquí, a tus pies. ¿Qué
ves en la sombra que envuelve al cáliz? Nada. Ves un cáliz profundo
y una pequeña boca y nada más. Mírala ahora que la tomo y la
traigo aquí a este aro de sol. ¿Qué ves?».
«Veo pistilos, veo polen, y, en
torno a los pistilos, una coronita de pelitos que parecen pestañas y
una franjita que adorna el pétalo largo y los dos pequeños, ciliada
toda ella con minuciosidad... y veo una gotita de rocío en el fondo
del cáliz... y... ¡ah! un mosquito ha bajado a beber dentro y se ha
enviscado en la hebra ciliada y ya no es capaz de liberarse... ¡Ah,
entonces! Déjame ver mejor. ¡Oh! La hebrita está como recubierta
de miel, es pegajosa... ¡Comprendo! Dios lo ha hecho así o para que
la planta se nutra, o se nutran los pajarillos viniendo a picar las
moscas, o para que se limpie de moscas el aire... ¡Qué maravilla!».
«Pero sin la fuerte luz del Sol
no habrías visto nada».
«¡No, claro!».
«Lo mismo ocurre en la posesión
divina. La criatura, que por su parte pone únicamente la buena
voluntad de amar totalmente a su Dios, el abandono a los deseos de
Dios, la práctica de las virtudes y el dominio de las pasiones, es
absorbida en Dios y, en la Luz que es Dios, en la Sabiduría que es
Dios, todo lo ve y todo lo comprende. Después, cesada ya la acción
absoluta, se produce en la criatura un estado en que lo recibido se
transforma en norma de vida y de santificación; pero lo que antes
parecía tan claro se vuelve obscuro o, mejor, crepuscular. El
demonio, perpetuo y torpe remedador de Dios, produce un efecto
análogo en los poseídos en la mente, aunque limitado porque sólo
Dios es infinito, en sus poseídos que espontáneamente se han
entregado a él para triunfar, y les comunica una inteligencia
superior pero únicamente dirigida hacia el mal, que mira a causar
daño, a herir a Dios y al hombre. Y la acción satánica,
encontrando en el alma consentimiento, es continua, siendo así que,
por grados, conduce a la total ciencia del Mal. Éstas son las peores
posesiones. Nada se ve externamente, por lo cual no se huye de estos
endemoniados. Pero existen estas posesiones. Como he dicho varias
veces, serán los poseídos de esta manera los que descarguen su mano
sobre el Hijo del hombre».
«¿Pero Dios no podría
descargar la suya contra el Infierno?» pregunta Felipe.
«Podría. Es el más fuerte».
«¿Y por qué no lo hace para
defenderte?».
«Las razones de Dios serán
conocidas en el Cielo. Venga, vamos. Y no os deprimáis».
3E1
pastor, que ha estado escuchando aunque sin aparentarlo, pregunta:
«¿Tienes lugar a donde ir? ¿Te espera alguien?».
«No, hombre. Debería ir hasta
más lejos de Jericó. Pero no me espera nadie».
«¿Y estás muy cansado,
Rabí?».
«Cansado, sí. No nos han
concedido alojamiento ni descansos desde el Nebo».
«Entonces... Te quería
decir... Yo soy de cerca de Betagla la antigua... Tengo a mi padre
ciego y no puedo ir lejos para no dejarle durante varias lunas. Pero
el corazón y el rebaño sufren por ello. Si quisieras... Te daría
posada. No está lejos. El anciano cree mucho en ti. José, el hijo
de José, tú discípulo, lo sabe».
«Vamos».
El hombre no se lo deja decir
dos veces. Reúne el rebaño y le pone en camino hacia el pueblo, un
pueblo que debe estar al noroeste del lugar en que están ahora.
Jesús se pone, con los suyos, detrás del rebaño.
4«Maestro»
dice después de un rato Judas Iscariote, «Betagla seguro que no
ofrece ni un comprador de los regalos de aquel hombre...».
«Cuando vayamos a Jericó para
ir donde Nique los venderemos».
«Es que... el hombre, éste, es
pobre y habrá que compensarle con dinero, y no tengo ni una moneda».
«Tenemos víveres, y muchos.
Incluso para algún mendigo. Por ahora no hace falta más».
«Como quieras. Pero hubiera
sido mejor que me hubieras mandado adelante. Habría podido...».
«No hace falta...».
«¡Maestro, eso es
desconfianza! ¿Por qué ya no nos mandas de dos en dos como antes?».
«Porque os quiero y pienso en
vuestro bien».
«No está bien el tenernos tan
en el anonimato. Pensarán que... somos indignos, incapaces... Antes
nos dejabas ir predicando, haciendo milagros, y éramos
conocidos...».
«¿Te dueles de no hacerlo ya?
¿Te hacía bien ir sin mí? Eres el único que se queja de no ir
solo... ¡Judas!...».
«¡Maestro, Tú sabes que te
amo!» dice seguro Judas.
«Lo sé. Y para que tu espíritu
no se corrompa te tengo conmigo. Eres ya el que recoge y distribuye,
vende o permuta para los pobres. Esto basta. Y es ya demasiado.
Observa a tus compañeros. Ni uno de ellos pide lo que tú pides».
«Pero a los discípulos se lo
has concedido... Es una injusticia esta diferencia».
«Judas, eres el único que me
llama injusto... Pero te perdono. Ve adelante. Y mándame a Andrés».
Y Jesús aminora el paso, para
esperar a Andrés y hablarle aparte. No sé lo que le dice. Sé que
Andrés sonríe con su apacible sonrisa y se inclina para besar las
manos del Maestro y luego vuelve adelante.
Jesús se queda solo, al final
de todos... y, muy cabizbajo, continúa andando y se seca la cara con
el extremo de su manto como si sudara. Pero son lágrimas y no gotas
de sudor lo que recorre las mejillas enjutas y pálidas.
5Dice
Jesús: «Aquí pondréis la visión del 3 de octubre de 1944: "La
esposa del saduceo nigromante"».
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