16 de Junio de 1976
UNA GRAN HUMILDAD
Hijo mío, escribe:
¿Habéis considerado alguna vez las circunstancias en las que me llegaron las tentaciones del Maligno, especialmente las del
desierto?
Estas circunstancias de tiempo y de lugar se han considerado atentamente ya que Yo, Verbo Eterno de Dios, no he hecho nada ni
he dicho nada que no fuera inspirado por un fin altísimo.
Y si he permitido a Satanás el acercarse a Mí para tentarme, lo he hecho
para que vosotros, en quienes Yo pensaba, a los que Yo veía, aprendierais cómo se debe afrontar al Maligno y a sus pérfidas legiones.
La tentación llegó al final de mi estancia en el desierto, vino al final de mi ayuno.
Yo, Hombre y Dios, he podido y querido hacer esto, para indicaros a vosotros un planteamiento de lucha. He querido deciros a
vosotros: oración y penitencia ¡mucha oración y mucha penitencia! Solamente de esta manera se puede esperar salir victorioso del
combate.
Hoy las fuerzas del Infierno vagabundean por el mundo, imponiendo su ley, burlándose sarcásticamente ante la bonachonería de
aquellos que, bien resguardados, deberían avanzar en primera fila contra las fuerzas enemigas.
Incoherencia
Hoy el Infierno no teme ni a Obispos ni a Sacerdotes, hechas las debidas excepciones, porque no tienen en lo más mínimo la
visión, y por tanto, la convicción, de que el problema fundamental de la Iglesia es la salvación de vuestras almas en la lucha que se
lleva contra aquellos que quieren su perdición.
Es más, reaccionan negativamente ante estas realidades espirituales, ante estas
llamadas mías.
Esto significa que no son las almas lo que ellos buscan, sino a sí mismos en su sutil y aterciopelada presunción.
Reaccionan negativamente ante estas llamadas mías, y confirman de este modo su incurable ceguera, la incoherencia en una
misión que fue deseada, no para el bien de las almas, sino por intereses propios, lo que quiere decir, de la propia soberbia.
Dado que os habéis arraigado en un comportamiento antipastoral, ahora se necesita una actitud de gran humildad para salirse
fuera. Un acto de buena voluntad os volverá a traer al plano justo.
Vosotros decís: ¡A grandes males, grandes remedios! Pues bien, Yo os digo: es ciertamente un remedio extremo, es realmente una
cosa difícil para un Obispo tomar la decisión de convocar a todos sus sacerdotes a su alrededor para decirles:
"Hijos míos, todos hemos sido un poco engañados, nos hemos dejado desviar por las artes de nuestros irreductibles enemigos
espirituales. Ellos han logrado distraer nuestros cuidados y nuestras atenciones de un problema vital de la pastoral, como es
plantear toda nuestra acción en una visión más justa, más realista y que más responde a las necesidades y a los intereses de las
almas.
Yo, pastor de almas, estaré más cercano a los que sufren por culpa de las fuerzas oscuras del infierno, y seré más vigilante en
proteger a mi grey contra sus jugadas, usando los medios que Él, el Maestro divino, me ha indicado con su ejemplo y sus
palabras."
Valor humilde
Hijo mío, bien sé qué lucha debería sostener un Pastor de almas para llevar a cabo este gesto de humildad, pero este gesto de
humildad lo volvería grande delante de Dios y grande ante la Iglesia.
A veces se revisten de gran humildad en sus discursos, en sus homilías, pero si luego alguno osase decirles a ellos las cosas que
ellos dicen de sí mismos, verías una reacción inmediata y una hostilidad tenaz, porque no olvidan, como olvidarían los verdaderos
padres.
Prueba, hijo, a comparar la fingida humildad que emerge de ciertas confesiones públicas de sus miserias, de sus limitaciones, con
la humildad verdadera de San Francisco que decía a su compañero de viaje (se dirigían a un convento): "Hermano mío, si cuando
hayamos llegado nos cerraran la puerta en las narices, si luego nos insultaran y nos apalearan, y más todavía, así malparados nos
arrojaran por tierra en la nieve, esto sería verdadero gozo, verdadera alegría".
No fue en Mí una pseudo humildad, sino verdadera humildad, recibir el beso de amor que me dio el Apóstol traidor. No fue
artificio por mi parte el olvidar la ofensa, tan atroz, de Pedro que me negó tres veces.
Si meditaran en serio estos episodios de mi vida, ¡Cuántas cosas cambiarían!
Te bendigo, hijo mío.
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