Jesús no está donde estuvo en la última
visión, sino en un vasto jardín que llega hasta el lago. En medio del jardín
está la casa, precedida y flanqueada por él, que por detrás se extiende al
menos tres veces más que por los lados y por delante. Hay flores, pero, sobre
todo, árboles y bosquetes, como si estuviesen encerrados, unos en piscinas de
mármol precioso, y otros en forma de quioscos rodeados con mesas y asientos de
piedra. Probablemente hubo estatuas acá y allá, tanto al lado de los senderos
como en el centro de la piscina. Ahora solo quedan los pedestales de las
estatuas al pie de laureles y bojes que se reflejan en la piscina de agua
cristalina. La presencia de Jesús con los suyos y de la gente de Mágdala, entre
la que está el pequeño Benjamín (3) que se atrevió a llamar a Judas, malo, me
hace pensar que se trate de los jardines de la casa de Magdalena… adaptados
para su nuevo uso, quitando aquellas cosas que hubieran podido ser
desagradables o escandalizar y recordar el pasado…
■ Jesús no está mirando a lo
mismo que yo. Mira a los pobres enfermos a los que da salud; mira a los viejos
mendigos, a los que da dinero; mira a los niños que les ofrecen sus madres para
que los bendiga; y mira compasivamente a unas mujeres, hermanas, que le están
refiriendo la conducta de su único hermano —causa de la muerte de su madre, por
congoja, y de la ruina de ellas mismas—; le ruegan estas pobres mujeres que les
dé un consejo y ruegue por ellas. “Verdaderamente oraré por vosotras. Le pediré
a Dios que os dé paz y que vuestro hermano se convierta y se acuerde de
vosotras, devolviéndoos lo que es justo y, sobre todo, volviendo a amaros.
Porque si esto hace, hará todo lo demás. ¿Pero le queréis, o bien le guardáis
rencor?, ¿le perdonáis de corazón o bien hay en las lágrimas resentimiento?
Porque tampoco él se siente feliz; menos que vosotras; y, no obstante sus
riquezas, es más pobre que vosotras, y tiene necesidad de que se le compadezca.
No tiene ningún otro amor, y se encuentra sin el amor de Dios. ¿Os dais cuenta
cuán infeliz es? Con la muerte —como primero vuestra madre— cerraréis con
júbilo esta vida triste que os ha provocado; él, sin embargo, no: es más, de
los falsos placeres de ahora pasaría a un tormento eterno y atroz. Venid
conmigo. Hablándoos a vosotras voy a hablar a todos”. Y Jesús se dirige al
medio de un prado con matas de flores en cuyo centro antes debió de haber
estado una estatua; ahora queda solo el pedestal, rodeado con un seto no alto
de mirto y rositas.
■ Jesús se pone de espaldas a este seto y hace señal de que
va a hablar. Todos se callan y se le acercan. “La paz sea con vosotros.
Escuchad. Está dicho: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». ¿Y quién es el
prójimo? Todo el género humano tomado en general. Luego, más en particular,
todos los de la misma nación; luego, más en particular todavía todos los de la
misma ciudad; y luego, restringiendo aún más, todos los parientes; al fin,
último círculo de esta corona de amor ceñida cual pétalos de rosa en torno al
corazón de la flor, el amor a los hermanos de sangre, que son los primeros
prójimos. El centro del corazón de la flor de amor es Dios: el amor a Dios es
el primero que hay que tener. Alrededor de este centro, el amor a los padres,
que es el segundo que hay que tener, porque realmente el padre y la madre son
pequeños «Dios» de la tierra, al crearnos y cooperar con Dios en nuestra
creación, además de cuidarnos con amor incansable. Alrededor de este ovario
resplandeciente de pistilos, que exhala perfumes de los más selectos amores, se
disponen estrechamente ceñidos los círculos de los diversos amores (4). El
primer círculo es el del amor a los hermanos nacidos del mismo seno y de la
misma sangre de que también nosotros nacimos.
■ Pero, ¿cómo se debe amar al
propio hermano? ¿Tan sólo porque su carne y sangre son iguales que las
nuestras? Esto también lo saben hacer los pajaritos que se encuentran en el
mismo nido. Ellos, efectivamente, lo único que tienen en común es el haber
nacido de una misma nidada y el sentir en común en su lengua el sabor de la
saliva materna y paterna. Nosotros los hombres valemos más que los pájaros.
Tenemos más que carne y sangre. Tenemos al Padre, además de nuestro padre y
madre. Tenemos el alma y tenemos a Dios, Padre de todos. Así pues, hay que
saber amar al hermano como hermano por el padre y madre que nos han engendrado,
y como hermano por Dios, que es Padre universal. Hay que amarle, por tanto,
además de carnalmente, espiritualmente; amarle no sólo por la carne y la
sangre, sino por el espíritu que tenemos en común; amar más el espíritu que la
carne de nuestro hermano, porque el espíritu es más que la carne, porque el Padre
Dios es más que el padre hombre, porque el valor del espíritu es mayor que el
de la carne, porque nuestro hermano sería mucho más infeliz si perdiese al
Padre Dios que si perdiese al padre hombre. El ser huérfano de padre es algo
atroz, pero no es sino una orfandad a medias. Se resiente de ella sólo lo que
es terreno: nuestra necesidad de ayuda y caricias. El espíritu, si sabe creer,
no queda lesionado por la muerte del padre. Es más, el espíritu del hijo, para
seguir al justo hasta el lugar en que se encuentra, asciende como atraído por
una fuerza del amor. Y en verdad os digo que ello es amor, amor a Dios y al
padre que ha ascendido con su espíritu a un lugar de sabiduría. Asciende a
estos lugares donde Dios está más cercano, y obra con más rectitud, porque no
le falta lo que es la verdadera ayuda (que son las oraciones de su padre, que
ahora sabe amar cumplidamente); ni el freno que le viene de la certeza de que
su padre ahora ve las obras de su hijo mejor que en vida, y también del deseo
de poderse reunirse con él mediante una vida santa.
■ Por esta razón hay que
preocuparse más del espíritu que del cuerpo del hermano. Sería un pobre amor el
que tendiese solo a lo que perece, pero descuidando lo que no perece y que,
habiéndolo descuidado, puede perder la alegría eterna. Demasiados son los que
se afanan por cosas inútiles, se afanan por cosas de relativo mérito, y pierden
de vista lo que es verdaderamente necesario. Las buenas hermanas, los buenos
hermanos no deben preocuparse solamente de tener en orden la ropa, preparada la
comida, o de ayudar a sus hermanos con el trabajo; deben poner atención a los
espíritus de sus hermanos y oír sus voces, ver sus defectos, y, con amorosa
paciencia, trabajar para darles un espíritu sano y santo, si en esas voces y en
esos defectos ven un peligro para su vida eterna; y deben —si recibieron ofensa
del hermano— empeñarse en perdonar, y en hacer que Dios le perdone mediante su
retorno al amor, sin el cual Dios no perdona”.
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