Más argumentos contra la tesis de Pablo González de Castejón. Dejando aparte la demografía de los musulmanes con respecto a los europeos nativos, el islam es un código político y bélico con una base sobrenatural. Ese es su secreto.
Candela Sande -
20/06/2017
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Compartir en Twitter Un grupo de terroristas del Estado Islámico posan amenazadores con sus armas.
Somos, si no esclavos, al menos rehenes de las palabras en el discurso público, y eso explica buena parte de nuestros malentendidos y confusiones.
Por poner un ejemplo actual, la opinión dominante está desconcertada e irritada con el resultado de algunas votaciones transcendentales en los últimos tiempos, qué sé yo, el ‘Brexit’ o la elección de Trump, pero en lugar de argumentar con buena lógica y decir que a veces la mayoría se equivoca y que la democracia no garantiza mágicamente el resultado óptimo -¿por qué no? Si Juan, Alberto, Ana y María se equivocan por separado, ¿por qué van a acertar juntos?-, sudan la gota gorda alambicando tesis absurdas según las cuales consultar al pueblo es, en ocasiones, antidemocrático.
Y todo porque llevamos décadas rodeando la palabra ‘democracia’ y sus derivados de un halo sacro que se da de bofetadas con el sentido común.
El otro día,
en mi pesimista visión de Occidente y su destino, me dejé mucho en el tintero, lo más importante, y hoy querría subsanar en parte mi pereza.
Los héroes no nos van a salvar porque solo salvan a una civilización que se deja, que les llama, que les venera y aplaude. Y no es en absoluto el caso.
Nada sería imposible, al contrario, si todo el problema se expusiera de un modo claro, con palabras simples y con la realidad sin velos ni sesgos delante. Pero vivimos atrapados en una narrativa de palabras trucadas y términos explosivos como minas antipersona.
Digamos que buena parte del malentendido está en nuestra concepción de eso que corresponde al título del libro de cabecera de George Soros y al nombre de su fundación principal: la sociedad abierta.
Para que exista, prospere y se mantenga, una sociedad abierta no puede consagrar ninguna cosmovisión por encima de las demás, no puede marginar oficialmente ninguna ideología ni puede vetar colectivo alguno. Solo debe velar para que ningún grupo trate de hacer de su visión un credo obligatorio.
Ahora bien, esto que puede sonar estupendamente, tiene dos fallos inmediatamente perceptibles. El primero es que es imposible. Sin una visión común, por mínima que sea, las sociedades no funcionan; no existe el mínimo de cohesión, de confianza social para que la vida común se perpetúe.
Pero si esto no está lo bastante claro, creo que el segundo punto resultará indudable: solo es posible, incluso teóricamente, si una mayoría es lo bastante escéptica o insegura sobre lo que cree para tolerar visiones rivales.
Y si estamos en una democracia, esa mayoría no puede asegurarse y, en cualquier caso, dependerá en buena medida de la demografía.
Todo lo que predica el Corán coincide en que la sharia debe imponerse desde la autoridad, y que esa autoridad debe ser musulmana en toda la tierra
Y aquí es donde entra el islam. Obviaremos el asunto de la demografía de los musulmanes con respecto a los europeos nativos, que ya hemos tratado a menudo. El islam es un código político y bélico con una base sobrenatural.
Todo lo que predica el Corán, la Sira, los ahadith, las cinco escuelas coránicas y todas las sentencias de los faquíes coincide en que la sharia debe imponerse desde la autoridad, y que esa autoridad debe ser musulmana en toda la tierra.
No hay nada secreto ni oculto; no hay nada que no pueda leerse, oírse o estudiarse en sus catorce siglos de historia.
Pero en Occidente, víctimas de un supremacismo inverso, hemos decidido que nosotros, miserables kuffar, sabemos mejor que ellos y que las generaciones que les precedieron y que las mismísimas palabras de Mahoma cuál es el ‘verdadero’ Islam.
Que eso no escandalice a quienes siempre acusan al hombre blanco de dictar al mundo su peculiar visión de las cosas es bastante llamativo.
Se puede argumentar que el judaísmo bíblico también presuponía una autoridad política para cosas como lapidar adúlteras y otras por el estilo, y que sí el que practican hoy los judíos prescinde de la vertiente política, lo mismo puede hacer el islam.
Se me ocurren varias respuestas a ese argumento. La más obvia es que, vale, en cuanto hayan dado ese paso volvemos a hablar.
Otra es que se produce un fenómeno conocido como ‘la espiral de pureza’ que afecta a religiones maximalistas sin una autoridad formal e indiscutible: que aunque unos opten por una versión pacífica y ‘personal’ del Islam -bastante ‘contra litteram’, pero dejemos eso de momento-, nada impide que surjan otros diciendo que representan el Islam genuino, el de casi milenio y medio, el que se desprende de los textos sagrados, y todo vuelva al punto de partida.
El islam es para el poder en Occidente una fe infinitamente más cómoda que el cristianismo para el control y la dirección de masas
Por último, los judíos se vieron forzados al cambio: eran pocos, vencidos, y vieron destruido el centro de su vida religiosa, el Templo. Los musulmanes son más de mil quinientos millones, su religión es oficial en muchos países, cuentan con la riqueza derivada del petróleo y no parece que la Kaaba sufra un peligro inmediato.
En este punto, estoy por decir que el islam es para nuestra civilización algo peor que una amenaza: es una tentación.
Para el Poder sería, como lo ha sido desde su origen, un maravilloso ‘instrumentum regni’, una fe infinitamente más cómoda que el cristianismo para el control y la dirección de masas.
Y para el pueblo es un credo sin grandes complicaciones teológicas, fácil de entender y practicar, con un cielo que cualquiera comprende y, sobre todo, con las certezas que el occidental moderno añora tanto sin atreverse a expresarlo.
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