230. Curación de la hemorroísa y resurrección de
la hija de Jairo.
11 de marzo de 1944.
1Aparecida
mientras estoy orando muy cansada y
afligida; por tanto, en las peores condiciones de pensar en estas cosas por mí
misma. Pero el cansancio físico y mental y la pena se han desvanecido con la
primera imagen de mi Jesús. Así que me pongo a escribir.
Va, rodeado de
mucha gente que ciertamente le estaba esperando, por un camino soleado y
polvoriento que bordea la ribera del lago. Se dirige hacia un pueblo. La
muchedumbre le oprime a pesar de que los apóstoles, a fuerza de codos y
hombros, vayan tratando de hacer hueco y levanten la voz para convencer a la
masa de dejar un poco de espacio.
Pero Jesús no
está inquieto por tanto barullo. Sobrepasando en altura con toda la cabeza a
los que le rodean, mira con dulce sonrisa a esta multitud que le apretuja;
responde a los saludos, acaricia a algún niño que logra hacerse ver por entre
la barrera de adultos y arrimarse a Él, pone la mano en la cabeza de aquellos
pequeñuelos a los que sus madres aúpan por encima de las cabezas de la gente
para que Él los toque... Y, entretanto, sigue andando, lentamente, pacientemente,
en medio de esta bulla y de estas continuas presiones que pondrían de malhumor
a cualquiera.
2Una voz de
hombre grita: «¡Dejad paso! ¡Dejad paso!», una voz que denota angustia. Muchos
deben conocerla y respetarla, como de una persona influyente, porque la
multitud se escinde ‑ aunque con mucha dificultad, porque están muy apretujados
‑ y dejan pasar a un hombre de unos cincuenta años, enteramente cubierto con un
largo y amplio indumento y con una especie de pañuelo blanco alrededor de la
cabeza, cuyo vuelo pende hasta el cuello y sobre la cara.
Llega adonde
Jesús, se postra a sus pies y dice: «¡Maestro, ¿por qué has estado fuera tanto
tiempo?! Mi hija está muy enferma. Ninguno la puede curar. Tú eres la única
esperanza mía y de la madre. Ven, Maestro. Te esperaba con ansiedad infinita.
Ven, ven en seguida. Mi única criatura se está muriendo...» y se echa a llorar.
Jesús
pone su mano sobre la cabeza de este hombre que llora, sobre esta cabeza
inclinada y convulsa por los sollozos, y le responde: «No llores. Ten fe. Tu
hija vivirá. Vamos a verla. ¡Levántate! ¡Vamos!». Las dos últimas palabras
tienen tono de imperio. Antes era el Consolador, ahora habla como Dominador.
Se
ponen de nuevo en camino. El padre, llorando, va al lado de Jesús, que le tiene
cogido de la mano; y, cuando un sollozo más fuerte agita al pobre hombre, veo
que Jesús le mira y le aprieta la mano. No hace sino esto, pero ¡cuánta fuerza
debe tornar a un alma cuando se siente tratada así por Jesús!
Antes,
donde ahora está el padre, estaba Santiago, pero Jesús le ha dicho que le
cediera el puesto. Pedro está al otro lado. Juan al lado de Pedro, tratando de
hacer con él de barrera a la gente, como hacen también Santiago y Judas
Iscariote en el otro lado, detrás del adolorado padre. Los otros apóstoles
están unos delante y otros detrás de Jesús. Pero no es suficiente.
Especialmente los tres de atrás, entre los cuales veo a Mateo, no consiguen
mantener detrás a la muralla viva. Y, cuando refunfuñan un poco demasiado y
casi casi insultan a esta muchedumbre poco discreta, Jesús vuelve la cabeza y
dice con dulzura: «¡No pongáis impedimento a estos pequeñuelos míos!...».
3Pero,
en un momento dado, se vuelve bruscamente, dejando incluso caer la mano del
hombre. Se detiene. Se vuelve (esta vez no vuelve sólo la cabeza sino todo su
cuerpo). Parece incluso más alto, porque ha tomado una actitud de rey. Con su
rostro ‑ ahora severo ‑ y su mirada inquisitiva escruta a la muchedumbre. En
sus ojos hay relámpagos, no de dureza sino de majestad.
«¿Quién me ha
tocado?» pregunta. Nadie responde. «¿Quién me ha tocado?, repito» insiste
Jesús.
Responden
los discípulos: «Pero, Maestro, ¿no ves que la muchedumbre te está apretujando
por todas partes? Todos te tocan, a pesar de nuestros esfuerzos».
«Estoy
preguntando que quién me ha tocado para obtener un milagro. He sentido que
salía de mí una virtud milagrosa porque un corazón la invocaba con fe. ¿Quién
es este corazón?».
Jesús,
mientras habla, baja dos o tres veces sus ojos hacia una mujercita de unos
cuarenta años, vestida muy pobremente, de rostro demacrado, la cual busca
eclipsarse entre la muchedumbre, desaparecer tragada por la multitud. Esos ojos
puestos en ella deben quemarla. Se da cuenta de que no puede huir y vuelve
adelante. Se postra a sus pies, casi tocando el polvo con el rostro; con los
brazos extendidos, aunque sin llegar a tocar a Jesús.
«¡Perdón! Soy
yo. Estaba enferma. ¡Hacía doce años que estaba enferma! Todos huían de mí. Mi
marido me ha abandonado, He gastado todos mis haberes para no ser considerada
un oprobio, para vivir como viven todos. Ninguno ha podido curarme. Maestro, ya
ves que soy una anciana prematura. Mi vitalidad, con mi flujo incurable, ha
salido de mí, y mi paz con ella. Me dijeron que Tú eras bueno. Me lo dijo uno
al que habías curado de su lepra, uno que por su experiencia de tantos años en
que todos huían de él no sintió asco de mí. No me he atrevido a decir esto
antes. ¡Perdóname! He pensado que sólo con tocarte quedaría curada. Pero no te
he contaminado de impureza. Apenas he rozado el extremo de tu vestido que toca
el suelo, la suciedad del suelo... como mi inmundicia... ¡Pero ahora estoy
curada! ¡Bendito seas! En el momento en que he tocado tu vestido mi mal ha
cesado. Ahora soy como todas las demás. Ya no se apartará de mí la gente. Mi
marido, mis hijos, mis parientes podrán estar conmigo, los podré acariciar,
seré útil a mi casa. ¡Gracias, Jesús, Maestro bueno! ¡Bendito seas
eternamente!».
Jesús
la mira con una bondad infinita. Le sonríe y le dice: «Ve en paz, hija. Tu fe
te ha salvado. Queda curada para siempre. Sé buena y vive feliz. Ve».
4No
ha terminado de hablar cuando, al improviso, llega un hombre ‑ creo que un
siervo ‑, y se dirige al padre de la niña enferma - que durante todo este
tiempo ha estado en actitud de espera respetuosa pero angustiada,
verdaderamente en ascuas ‑ y le dice: «Tu hija ha muerto. No importunes ya al
Maestro. Su espíritu la ha dejado. Ya las plañideras están llorando. La madre
me envía a decírtelo y te ruega que vayas en seguida».
El pobre padre
exhala un gemido, se lleva las manos a la frente, frunce la frente, se comprime
los ojos, se pliega como si le hubieran herido.
Jesús, que
parecía que no debería ver ni oír nada, porque está atento a lo que le dice la
mujer y a responderla, se vuelve, sin embargo, y pone la mano sobre la espalda
curvada del pobre padre: «Hombre, te he dicho: ten fe. Te repito: ten fe. No
temas. Tu hija vivirá. Vamos adonde ella». (Y se pone de nuevo en marcha,
manteniendo estrechado contra sí a este hombre completamente destruido).
La
multitud, ante este dolor y la gracia que se ha producido, se detiene
atemorizada; se abre, deja a Jesús y a los suyos que puedan caminar ligero para
seguir luego como una estela a la
Gracia que pasa.
Se
recorren así unos cien metros, quizás más ‑ no soy buena calculadora ‑; se
entra cada vez más en el centro del pueblo.
5Hay
una aglomeración de gente delante de una casa de fino aspecto. Están comentando
con voz alta y estridente lo que ha sucedido, a manera de contrapunto de otros
gritos más altos que llegan a través de la puerta abierta de par en par: son
gritos gorjeados, agudos, mantenidos en una nota monótona y que parecen
dirigidos por una voz más aguda, solista; a ésta responden, primero un grupo de
voces más finas, luego otro de voces más llenas. Es un alboroto capaz de
producir la muerte incluso a quien está bien.
Jesús
ordena a los suyos que se queden delante de la puerta, pero llama a Pedro, Juan
y Santiago. Con ellos entra en la casa (lleva todavía agarrado de un brazo al
padre, que sigue llorando: parece como si quisiera infundirle la certeza de que
Él está ahí para consolarle con ese gesto).
Las...
plañideras, que yo llamaría más bien "chillonas", al ver al jefe de
la casa y al Maestro, doblan su gritería. Dan palmadas, agitan unas panderetas,
golpean triángulos y sobre esta... música apoyan sus plañidos.
«Callad»
dice Jesús. «No es el caso de llorar. La niña no está muerta, sólo duerme».
Las mujeres
lanzan gritos más fuertes aún. Algunas se revuelcan por el suelo, se hacen
arañazos, se arrancan los pelos (o, más bien, hacen como si se los arrancaran)
para mostrar que está realmente muerta. Los que suenan los instrumentos y los
amigos menean la cabeza como respuesta a lo que creen ser un espejismo de
Jesús.
Mas
Él repite: «¡Callad!», tan enérgicamente, que el alboroto, si bien no cesa
completamente, al menos se transforma en simple murmullo. Jesús pasa más
adentro.
6Entra
en un cuarto pequeño. Encima de la cama está extendida una niña muerta. Delgada
y palidísima, yace, ya vestida, ordenados con cuidado sus negros cabellos. La
madre llora al pie del costado derecho de la cama, mientras besa la cérea
manita de la difunta.
¡Qué hermoso
está Jesús ahora! ¡Como pocas veces le he visto! Se acerca al lecho
rápidamente, tanto que parece deslizarse sobre el suelo... volar. Los tres
apóstoles cierran la puerta sin contemplaciones para con los curiosos y
permanecen apoyados a ella. El padre se ha detenido a los pies de la cama.
Jesús
va a la parte izquierda, extiende la mano izquierda para tomar la manita
muerta de la pequeña difunta; es también la
izquierda, lo he visto bien, es la izquierda de Jesús y la izquierda de la
niña. Alza el brazo derecho hasta llevar la mano abierta a la altura del
hombro, y la baja con el gesto propio de uno que o jura o manda. Dice: «¡Niña,
Yo te lo digo, levántate!».
Transcurre
un momento en que todos, excepto Jesús y la muerta, permanecen suspendidos. Los
apóstoles alargan el cuello para ver mejor. El padre y la madre miran con ojos
acongojados a su hija. Pasa un instante... y un suspiro alza el pecho de la
pequeña difunta, un leve color sube a la carita cérea, anulando el cárdeno de
muerte. Una sonrisa se dibuja en los pálidos labios antes de abrirse los ojos,
como si la niña estuviera teniendo un dulce sueño. Jesús la tiene todavía
tomada de la mano. Entonces la niña abre dulcemente los ojos y los mueve en su
derredor como si se despertara en ese momento. Lo primero que ve es el rostro
de Jesús, que la está mirando fijamente con sus ojos espléndidos, sonriéndole
con alentadora bondad. Y ella también le sonríe.
«Levántate»
repite Jesús, mientras aparta con su mano los objetos fúnebres que estaban
colocados o sobre la propia cama o a los lados (flores, velos, etc. etc.) y la
ayuda a bajar. Y hace que dé unos primeros pasos teniéndola todavía de la
mano.
«Dadle
de comer. Ahora» ordena Jesús. «Está curada. Dios os la ha devuelto. Dadle
gracias. No digáis a nadie lo que ha sucedido. Vosotros sabéis qué le había
sucedido. Habéis creído, habéis merecido el milagro. Los otros no han tenido
fe. Es inútil tratar de persuadirlos. Dios no se muestra a quien niega el
milagro. Y tú, niña, sé buena. ¡Adiós! La paz descienda sobre esta casa». Sale
cerrando tras sí la puerta.
La
visión termina.
7Le
diré que los dos momentos en que la visión me ha alegrado de forma especial han
sido: primero, cuando Jesús ha buscado entre la muchedumbre a la persona que lo
había tocado; segundo, y sobre todo, cuando, erguido al lado de la pequeñuela
muerta, le ha tomado la mano y le ha mandado levantarse. La paz, la seguridad
han entrado en mí. No es posible que con semejante piedad no pueda tener piedad
de nosotros, ni que con semejante poder no pueda vencer al Mal que nos hace
morir.
Jesús, por
ahora, no comenta. Tampoco dice nada sobre otras cosas. Me ve casi muerta, pero
no juzga oportuno que esté mejor esta tarde. Hágase como Él quiere. Ya me
siento suficientemente feliz de tener en mí su visión.
Maria Valtorta
EL EVANGELIO
COMO ME HA SIDO
REVELADO
VOLUMEN QUINTO
296. Llegada a Aera bajo la lluvia. Curación de los
enfermos que allí
esperan.
6 de octubre de 1945.
1Ya
también Arbela ha quedado lejos. Se han añadido a la comitiva Felipe de Arbela
y el otro discípulo que oigo que le llaman Marcos.
El camino está
embarrado, como si hubiera llovido mucho. El cielo está ceniciento. Un
riachuelo, bastante digno de este nombre, corta el camino de Aera. Lleno por
las lluvias ‑ que está claro que han arreciado con furia en esta zona ‑, no
presenta ciertamente un color cerúleo, sino amarillo rojizo, como si portase
aguas pasadas por terrenos ferruginosos.
«Ya
el tiempo se ha puesto mal. Has hecho bien despidiendo a las mujeres. Este
tiempo ya no es adecuado para que estén por los caminos» sentencia Santiago.
Y
Simón el Zelote, siempre sereno, incluso en su absoluta dedicación al Maestro,
proclama: «El Maestro todo lo que hace lo hace bien. No es torpe como nosotros.
Ve y prevé todo en el mejor de los modos, y más por nosotros que por Él».
Juan,
contento de ir al lado de Jesús, le mira de abajo arriba con su rostro risueño
y dice: «Eres el Maestro más encantador y bueno que jamás tuvo la tierra, tiene
ni tendrá, además del más santo».
«Esos
fariseos... ¡Qué desilusión! También el mal tiempo ha contribuido a
convencerlos de que verdaderamente Juan de Endor no estaba. Pero, ¿y por qué la
tienen tomada con él de esa forma?» pregunta Hermasteo, que siente mucha
ternura por Juan de Endor.
Responde Jesús: «Esa aversión no es contra él ni por él. Es un
instrumento que mueven contra mí».
Felipe
de Arbela dice: «Bien, pues el agua los ha requeteconvencido de que era inútil
esperar y sospechar de Juan de Endor. ¡Viva el agua! Ha servido también para
tenerte yo en mi casa cinco días».
«¡Qué
preocupados estarán los de Aera! Ya será mucho si no vemos venir a nuestro
encuentro a mi hermano» dice Andrés.
«¿A nuestro encuentro? Vendrá detrás de nosotros» observa Mateo.
«No. Iba por el camino del lago. Porque desde Gadara iba al lago y
luego con alguna barca a Betsaida, para ver a su mujer y decirle que el niño está en Nazaret y que él pronto
regresaría. De Betsaida a Merón tomaba el
camino de Damasco durante un tramo, y luego el camino
de Aera. Está, sin duda, en Aera».
2Pasa
un momento de silencio. Luego Juan dice sonriendo: «¡Pero esa viejecita,
Señor!».
«Estaba casi convencido de que le ibas a conceder la
alegría de morir apoyada en tu pecho, como a Saúl de Keriot*» observa Simón
Zelote.
«Mi
amor ha sido mayor incluso. Porque
espero a llamarla a mí en el momento en que el Cristo vaya a abrir las puertas
del Cielo. No tendrá que esperarme mucho la pequeña madre. Ahora vive con su
recuerdo y, con la ayuda de tu padre, Felipe, su vida será menos triste. Yo os
bendigo de nuevo a ti y a tu familia».
Una
nube más espesa que la que cubre el cielo vela ahora la alegría de Juan.
Jesús
lo ve y dice: «¿No estás contento de que la ancianita vaya pronto al Paraíso?».
«Sí...
pero no estoy contento porque ello querrá decir que Tú te marchas... ¿Por qué
morir, Señor?».
«Quien
ha nacido de mujer muere».
«¿Vas
a tenerla sólo a ella, Señor?».
«¡Oh,
no... y qué exultante será el paso de estos que salvo como Dios y que he amado
como hombre!...».
3Atraviesan otros dos pequeños ríos, muy
cercanos el uno del otro. Empieza a llover en la llana región que se abre ante
los peregrinos una vez superados los cerros (donde se cruzan con el camino que
aprovecha un valle para proseguir hacia el Norte).
Al
Norte – es más, a un noroeste poco Oeste – se delinea una alta, poderosa sierra
sobre cuyos montes se superponen nubes y más nubes, que casi crean nuevos,
ilusorios montes de nubes encima de los reales, de roca, cubiertos de bosques a
los lados y de nieves en sus cúspides. Pero es una sierra muy lejana.
«Aquí agua,
allá nieve. Es la cadena del Hermón. En las cúspides hay ahora una capa más
vasta de blancura. Si en Aera tenemos sol, veréis lo bonito que es cuando el
sol pone rosa el pico mayor» dice Timoneo, que se siente impulsado por el amor
patrio a cantar las bellezas de su región.
«Sí,
pero mientras tanto llueve. ¿Está lejos todavía Aera?» pregunta Mateo.
«Mucho.
Hasta la noche no llegaremos».
«Que
Dios nos salve entonces de cogernos alguna enfermedad» termina Mateo, poco
entusiasta de caminar con este mal tiempo.
Van
todos arrebozados en sus mantos, debajo de los cuales llevan los sacos de
viaje, para resguardarlos de la humedad, y resguardar así la ropa para poderse
cambiar nada más llegar, pues la que llevan está ya chorreando de agua y los
bajos están completamente cargados de lodo.
Jesús va a la
cabeza, absorto en sus pensamientos. Los demás van dando mordiscos a sus
respectivos panes. Juan dice alegremente: «No tenemos necesidad de buscar
fuentes para calmar la sed. Basta con volver hacía atrás la cabeza y abrir la
boca, y los ángeles nos dan el agua».
__________________________
* como a Saúl de Keriot, en 78.8.
Hermasteo,
que, siendo joven también, tiene en común con Felipe de Arbela y Juan la
envidiable suerte de tomarse todo con alegría, dice: «Simón de Jonás se quejaba
de los camellos. Pero ya preferiría yo estar encima de aquella torre sacudida
por un terremoto que no en este barro. ¿Tú qué opinas?».
Y
Juan: «Digo que en todas partes estoy bien, con tal de que esté Jesús...».
Los
tres jóvenes se dan a una animada conversación entre ellos. Los cuatro más mayores
aceleran hasta alcanzar a Jesús. La pareja restante, Timoneo y Marcos, se pone
al final, hablando...
4«Maestro, en
Aera estará Judas de Simón » dice
Andrés.
«Ciertamente. Y
con él Tomás, Natanael y Felipe».
«Maestro...
echo de menos estos días de paz» suspira Santiago.
«No
debes decir eso, Santiago».
«Lo
sé... Pero no puedo evitarlo...» y lanza otro gran suspiro.
«Estará
también Simón Pedro con mis hermanos. ¿No te alegras de ello?».
«¡Mucho!
Maestro, ¿por qué Judas de Simón es tan distinto de nosotros?».
«¿Por
qué el agua se alterna con el sol, el calor con el frío, la luz con las
tinieblas?».
«Pues porque no
se podría tener siempre una cosa. Moriría la vida en la tierra».
«Así
es, Santiago».
«Sí,
pero eso no tiene que ver con Judas...».
«Respóndeme.
¿Por qué las estrellas no son todas como el Sol, grandes, calientes,
espléndidas, poderosas?».
«Porque...
la tierra se abrasaría bajo tanto fuego».
«¿Por
qué las plantas ‑ me refiero a todos los vegetales ‑ no son como aquellos
nogales?».
«Porque...
los animales no podrían comérselas».
«¿Y
entonces por qué no son todas como hierbas?».
«Porque...
no tendríamos leña para el fuego, para las casas, para hacer utensilios,
carros, barcas, muebles».
«¿Por
qué los pájaros no son todos águilas y todos los animales elefantes o
camellos?».
«¡Buenos
estaríamos si fuera así!».
«¿Esta
variedad te parece entonces una cosa buena, no?».
«Sin
duda».
«Juzgas
entonces que... ¿Por qué, según tú, Dios la ha hecho?».
«Para
ofrecernos la mayor ayuda posible».
«Entonces
para bien, ¿no? ¿Estás seguro de ello?».
«Como
de que vivo en este momento».
«Entonces,
si ves justo que haya variedad de especies animales, vegetales y astrales, ¿por
qué pretendes que todos los hombres sean iguales? Cada uno tiene su misión y su
forma. ¿La infinita diversidad de especies te parece signo de potencia o de
impotencia del Creador?».
«De
potencia. Una sirve para hacer resaltar a la otra».
«Muy
bien. También Judas sirve para lo mismo, y tú les sirves a tus compañeros, y
tus compañeros a ti. Tenemos treinta y dos dientes en la boca, pero, si los
miras bien, entre sí son bien diferentes. No sólo por lo que respecta a las
tres clases, sino incluso entre los elementos de una misma clase. Pues bien,
puesto que estás comiendo, observa su oficio. Verás que incluso los que parecen
poco útiles y que trabajan poco son precisamente los que hacen el primer
trabajo de cortar el pan y de llevarlo a los otros, que lo desmenuzan, para
pasarlo a los otros que lo transforman en papilla. ¿No es así? A ti te parece
que Judas no hace nada, o que su actuación es negativa. Te recuerdo que ha
evangelizado, y bien, la Judea
meridional, y que ‑ tú lo has dicho ‑ sabe tener tacto con los fariseos».
«Es
verdad».
Mateo observa:
«También es muy hábil para obtener dinero para los pobres. Pide, sabe pedir
como no lo sé hacer ni siquiera yo... Quizás porque el dinero ahora me da
asco».
5Simón Zelote
agacha el rostro, carmesí de tan rojo como se ha puesto.
Andrés lo ve y
pregunta: «¿Te encuentras mal?».
«No,
no... El cansancio... no sé».
Jesús
le mira fijamente y Simón se pone cada vez más rojo. Pero Jesús no dice nada.
Viene
corriendo Timoneo: «Maestro, allí se ve el pueblo antes de Aera. Podremos hacer
un alto en el camino o pedir burros».
«Ya
está dejando de llover. Es mejor seguir».
«Como
quieras Maestro. Pero ahora, con tu permiso, me adelanto».
«Bien».
Timoneo se echa
a correr con Marcos. Jesús, sonriendo, observa: «Quiere que tengamos un ingreso
triunfal».
De nuevo están
todos en grupo. Jesús deja que se metan a hablar con pasión de las diferencias
de las regiones. Luego se retrasa, tomando consigo al Zelote. En cuanto están
solos, pregunta: «¿Por qué te has puesto colorado, Sinión?». Vuelve a ponerse
rojo como las brasas, pero no dice nada. Jesús repite la pregunta. Simón, más
rojo y más callado. Jesús insiste en la pregunta.
«¡Señor,
pero si Tú ya lo sabes! ¿Por qué me obligas a hablar?» grita el Zelote, dolido
como si fuera un torturado.
«¿Tienes
certeza?».
«No
me lo ha negado. Sin embargo, ha dicho: "Lo hago por previsión. Soy
sensato. El Maestro no piensa nunca al mañana". Forzando las cosas, hasta
podría ser así. Pero... en todo caso es... en todo caso es... Maestro, mete Tú
la palabra exacta».
«En
todo caso es una demostración de que Judas es solamente un "hombre".
No sabe elevarse a ser un espíritu. Pero, más o menos, sois todos así. Teméis
por estupideces. Os preocupáis de previsiones inútiles. No sabéis creer que la Providencia es potente
y está presente. Bien, que esto quede entre nosotros dos. ¿No es verdad?».
«Sí,
Maestro».
Un
momento de silencio. Luego Jesús dice: «Pronto volveremos al lago... Será
hermoso un poco de recogimiento después de tanto camino. Nosotros dos iremos a
Nazaret y estaremos allí un tiempo, hacia las Encenias. Estás sólo... Los otros
estarán en familia. Tú, conmigo».
«Señor,
Judas y Tomás, y también Mateo, están solos».
«No
te preocupes. Cada uno celebrará las fiestas con la familia. Mateo tiene a su
hermana. Tú estás solo. A menos que quieras ir con Lázaro...».
«No, Señor»
interviene inmediatamente Simón. «No. Quiero a Lázaro. Pero estar contigo es
estar en el Paraíso. Gracias, Señor» y le besa la mano.
6Hace
poco que han dejado atrás el pueblecillo, cuando he aquí que, bajo otro
aguacero, aparecen de nuevo por el camino inundado Timoneo y Marcos, que gritan:
«¡Deteneos! Está Simón Pedro con unos burros. Le he encontrado mientras venía
para acá. Lleva ya tres días de camino hacia aquí con los animales, bajo la
lluvia».
Se detienen al
amparo de un robledal que resguarda un poco del chaparrón. Y ven venir, montado
en un asno ‑ el primero de una fila de borriquillos ‑ a Pedro, que, con la
manta que se ha echado sobre la cabeza y la espalda, parece un fraile.
«¡Dios te
bendiga, Maestro! ¡Ya decía yo que estaría mojado como uno que se hubiera caído
al lago! ¡Venga, en seguida, a caballo todos, que Aera hace tres días que está
ardiendo de tanto como tiene encendidas sus chimeneas para secarte! Rápido,
rápido... ¡En qué estado!... ¡Fijaos aquí! ¡Pero no erais capaces de hacerle
esperar? ¡Ah, si no estoy yo! ¡Pero, yo digo...! ¡Pero mirad aquí! Tiene el
pelo tieso como un ahogado. Debes estar helado. ¡Con toda esta agua! ¡Qué
imprudencias! ¿Y vosotros? ¿Y vosotros? ¡Infames! Tú el primero, hermano, que
no piensas. Y todos los demás. ¡Bien guapos estáis! Parecéis sacos caídos a un
pantano! ¡Venga, ligeros! ¡Ya no me vuelvo a fiar de confiárosle! Me falta poco
para ahogarme de horror...».
«Y
de lo que hablas, Simón» dice sereno Jesús mientras el asno trota al lado del
de Pedro, a la cabeza de la caravana asnal. Jesús repite: «Y de lo que hablas.
De palabras inútiles. No me has dicho si han llegado los otros, si han partido
las mujeres, si tu mujer está bien... No me has dicho nada».
«Te
diré todo. Pero ¿por qué te has puesto en camino con esta lluvia?».
«¿Y
tú por qué has venido?».
«Porque
tenía prisa de verte, Maestro mío».
«Porque
tenía prisa de reunirme contigo, Simón mío».
«¡Oh, mi
querido Maestro! ¡Cuánto te quiero! ¿Mujer, niño, casa? ¡Nada, nada! Todo es
feo si Tú no estás. ¿Crees que te quiero así?».
«Lo
creo. Sé quién eres, Simón».
«¿Quién?».
«Un
grande niño lleno de pequeños defectos, y, bajo estos defectos, sepultadas,
muchas dotes excelentes. Pero hay una que no está sepultada: tu honestidad en
todo. 7¿Y entonces, quién está en Aera?».
«Judas,
tu hermano, con Santiago, más Judas de Keriot con los otros. Parece que Judas
ha hecho las cosas muy bien. Todos le alaban...».
«¿Te
ha hecho preguntas?».
«¡Muchas!
No he respondido a nada. He dicho que no sabía nada. Y es así, porque ¿qué sé
yo, aparte de haber acompañado hasta Gadara a las mujeres? Mira, no le he dicho
nada de Juan de Endor. Él cree que está contigo. Deberías decírselo a los
otros».
«No.
Ellos, como tú, tampoco saben dónde está Juan. Inútil decir más cosas. ¡Pero
estos burros?... ¡tres días!... ¡Qué gasto! ¿Y los pobres!».
«Los pobres...
Judas tiene un montón de dinero. Se ocupa él. Estos burros no me cuestan una
perra. Los habitantes de Aera me habrían dejado incluso mil, sin ningún gasto,
para ti. He tenido que levantar la voz para impedir venir a buscarte con un
ejército de asnos. Tiene razón Timoneo. Aquí todos creen en ti. Son mejores que
nosotros...» y suspira.
«¡Simón,
Simón! En la
Transjordania nos honraron; hubo un galeote, paganas,
pecadoras, mujeres, que os dieron lecciones de perfección. Recuérdalo siempre,
Simón de Jonás».
«Trataré
de recordarlo, Señor. Mira, mira, los primeros de Aera. ¡Mira cuánta gente!
Está la madre de Timoneo. Ahí están tus hermanos entre la multitud. Y los
discípulos a los que habías dicho que se adelantaran, y los que luego han
venido con Judas de Keriot. Ahí está el más rico de Aera con sus servidores.
Quería que te alojaras en su casa. Pero la madre de Timoneo ha hecho valer su
derecho y estarás en su casa. ¡Mira, mira! Están irritados porque el agua apaga
las antorchas. 8Hay muchos enfermos, ¡eh! Se han quedado en la ciudad, junto a
las puertas, para verte en seguida. Uno que tiene un almacén de leña ha puesto
a su disposición los cobertizos. Hace tres días que están allí, ¡pobre gente!;
desde que llegamos nosotros y nos extrañamos de no verte».
El
grito de la multitud impide que Pedro continúe, así que se calla y permanece al
lado de Jesús como si fuera un escudero. Ya han llegado a la gente. La multitud
se va abriendo, y Jesús pasa con su borriquillo, bendiciendo continuamente
mientras pasa.
Entran
en la ciudad.
«Donde los
enfermos, inmediatamente» dice Jesús, sin hacer caso de las protestas de
quienes quisieran ofrecerle un techo y darle alimento y fuego por miedo a que
sufra demasiado. «Ellos sufren más que Yo» responde.
Tuercen
a la derecha. Ya llegan al rústico recinto del almacén de la leña.
Abren de par en
par la puerta. Del interior del recinto sale un clamor quejumbroso: «¡Jesús,
Hijo de David, ten piedad de nosotros!». Es un coro suplicante, constante como
una letanía. Voces de niños, de mujeres, de hombres, de ancianos: tristes como
balidos de corderos en pena; acongojadas como de madres en agonía;
descorazonadas como de quien tiene una sola esperanza; temblorosas como de
quien ya sólo sabe llorar...
Jesús
entra en el recinto. Se yergue lo más que puede sobre los estribos, y,
levantando la mano derecha, dice con su voz potente: «A todos los que creen en
mí, salud y bendición».
Se
apoya de nuevo en la silla y hace ademán de volver afuera. Pero la multitud le
oprime, los que han quedado curados se cierran en torno a Él. Y, a la luz de
las antorchas, que al amparo de los pórticos arden y dan viveza de resplandores
al crepúsculo, se ve al gentío que bulle delirante de alegría aclamando al
Señor; al Señor, que casi desaparece en medio de un tapiz de flores de niños
sanados que las madres le han puesto en los brazos, en el regazo, y hasta en el
cuello del asno, sujetándolos para que no se caigan. Jesús tiene los brazos
colmados de niños, como si fueran flores, y sonríe feliz, y los besa, porque,
sujetándolos como está con los brazos, no puede bendecirlos. En fin, retiran a
los niños. Ahora son los ancianos curados los que lloran de alegría y le besan
el vestido, y luego los hombres y las mujeres...
Es ya de noche
cuando puede entrar en la casa de Timoneo y reponerse con el fuego y la ropa
seca.
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