437. Coloquio de Jesús con su Madre.
15 de mayo de 1946.
1No sé si es la
noche del mismo sábado. Sé que veo a Jesús y a María sentados en el asiento de
piedra que hay contra la casa, cerca de la puerta del comedor, del que sale el
tenue claror de una lámpara de aceite colocada cerca del umbral, una lámpara
que late en el aire con aumentos y disminuciones de luz, como si su luminosidad
estuviera regulada por un movimiento respiratorio; es la única luz de esta
noche todavía sin Luna. Un mínimo de claror que sale al huerto, alumbrando una
estrecha franja de terreno delante de la puerta, para morir en el primer rosal
del parterre. Pero ese mínimo es suficiente para iluminar los dos perfiles de
los Dos, reunidos en íntimo coloquio en la noche serena llena de perfumes de
jazmines y otras flores de verano.
Hablan
de los parientes... de José de Alfeo, siempre testarudo, de Simón, no muy
valiente en su profesión de fe por estar dominado por el primero de los
hermanos, que es autoritario y obstinado en sus ideas como lo era el padre. El
gran dolor de María, que quisiera ver a todos sus sobrinos discípulos de su
Jesús...
Jesús
la consuela; habla de la fuerte fe israelita de su primo, para disculparle: «Es
un obstáculo, ¿sabes? Un verdadero obstáculo. Porque todas las fórmulas y
preceptos hacen de barrera para la aceptación de la idea mesiánica en su
verdad. 2Es más fácil convertir a un pagano, si no es un espíritu
totalmente pervertido. El pagano reflexiona y ve la diferencia buena entre su
Olimpo y mi Reino. Pero a Israel... a Israel en su parte más culta... le
cuesta trabajo seguir el concepto nuevo...».
«¡Y
a pesar de todo es el mismo concepto!».
«Sí.
Es el mismo Decálogo, son las mismas profecías. Pero han sido profundamente
alterados por el hombre, que los ha tomado de las esferas sobrenaturales donde
estaban y los ha bajado al nivel de la Tierra, al ambiente del mundo, los ha manipulado
con su humanidad, y los ha alterado... El Mesías, Rey espiritual del gran Reino
- que se llama de Israel porque el Mesías nace
del tronco de Israel, pero que es más justo llamarle de Cristo, porque
Cristo centra en sí lo mejor de Israel, actual y pasado, y lo sublima con su
perfección de Dios‑Hombre ‑, el Mesías, para ellos, no puede ser el hombre
manso, pobre, sin aspiraciones al poder y a la riqueza, obediente para con los
que nos dominan por castigo divino; porque en la obediencia hay santidad cuando
esta obediencia no debilita la gran Ley. Y por esto se puede decir que su fe
trabaja contra la Fe
verdadera. 3¿Personas así, tercas y convencidas de ser justas?...
Hay muchas... en todas las clases... y también entre mis parientes y apóstoles.
Sí, Madre, su cerrazón respecto a creer en mi Pasión está en esto. Sus errores
de valoración tienen su origen en esto... Y también su actitud reacia, que se
obstina en considerar idólatras a los gentiles, mirando al hombre y no al
espíritu del hombre, ese espíritu que tiene un solo Origen y al cual
Dios querría dar un solo Destino: el Cielo. Fíjate Bartolomé... Es un
ejemplo. Es óptimo, sabio, está dispuesto a todo para darme honor y consuelo...
Pero ante ‑ no digo ya una Áglae o una Síntica, que es una flor respecto a la
pobre Áglae, a la que solamente la penitencia le hace cambiar de fango a flor ‑,
ni siquiera ante una muchacha, una pobre muchacha cuyo sino suscita todas las
compasiones y cuyo instintivo pudor induce admiración, ni siquiera ante ella
cae su repugnancia hacia los gentiles; y ni siquiera mi ejemplo le vence, ni
mis palabras sobre que he venido para todos».
«Tienes
razón. Es más, precisamente los dos más resistentes son Bartolomé y Judas de
Keriot, los dos más doctos, o, por lo menos, el docto Bartolmái, y Judas de
Keriot, que no sé exactamente en qué clase se puede colocar, pero que está
embebido, saturado del ambiente del Templo. Pero... Bartolmái es bueno y su
resistencia todavía se puede disculpar. Judas... no. Ya has oído lo que ha
dicho Mateo, que fue a propósito a Tiberíades... Y Mateo es experto de la vida,
sobre todo de esa vida... Y es apropiada la observación de Santiago de
Zebedeo: "¿Pero quién es el que da tanto dinero a Judas?". Porque esa
vida cuesta... ¡Pobre María de Simón!».
Jesús
hace su típico gesto con las manos, para decir: «Así es...» y suspira. 4Luego
dice: «¿Has oído? Las romanas están en Tiberíades... Valeria no me ha
comunicado nada. Pero Yo, antes de reanudar mi camino, tengo que saber. Quiero
que estés conmigo en Cafarnaúm durante un tiempo, Mamá... Luego regresas aquí.
Yo iré hacia los confines siro‑fenicios y luego volveré para saludarte antes de
bajar hacia Judea, la oveja terca de Israel...».
«Hijo,
iré mañana por la noche... Llevaré conmigo a María de Alfeo. Áurea irá a casa
de Simón de Alfeo, porque no pasaría sin crítica el que se quedara aquí con
vosotros varios días... Así es el mundo... Y yo iré... La primera etapa, Caná;
luego, al alba, partiré para la casa de la madre de Salomé de Simón; después,
al caer de la tarde, reanudo la marcha: llegaremos, todavía con luz, a
Tiberíades. Iré a la casa del discípulo José, porque quiero ir yo,
personalmente, a ver a Valeria, y, si fuera donde Juana, querría ir ella... No.
Yo, Madre del Salvador, para Valeria, seré distinta de la discípula del
Salvador... y no me dirá no. ¡No temas, Hijo mío!».
«No
temo. Pero me aflige tu fatiga».
«¡Oh...
para salvar a un alma! ¿Qué es esta nada de unas veinte millas recorridas en un
buen período?».
«La
fatiga será también moral. Pedir... ser, quizás, humillada...».
«Poca
cosa que pasa. ¡Pero un alma permanece!».
«Serás
como una golondrina extraviada en la pervertida Tiberíades... Lleva contigo a
Simón».
«No,
Hijo mío. Nosotras dos solas, dos pobres mujeres... Pero dos madres y dos
discípulas, o sea, dos grandes fuerzas morales... No me demoraré. Déjame ir...
Únicamente bendíceme».
«Sí,
Mamá. Con todo mi corazón de Hijo y con todo mi poder de Dios. Ve y que los
ángeles te escolten por el camino».
«Gracias,
Jesús. Ahora vamos a entrar. Me tendré que levantar con el alba para preparar
todo, para quien parte y para quien se queda. Di la oración, Hijo...».
Jesús
se levanta, y también María, y juntos dicen el Pater... Luego entran de nuevo
en la casa, cierran la puerta... la luz desaparece y cesa toda voz humana.
Queda sólo el viento ligero entre las frondas y el gorgoteo ligero del hilo de
agua en la pila...
438. Maria Stma. con María de Alfeo en Tiberíades, donde
Valeria. Encuentro con Judas Iscariote.
16 de mayo de 1946.
1Tiberíades está
ya a la vista y las dos peregrinas, cansadas, prosiguen mientras desciende el
crepúsculo.
«Dentro
de poco será de noche... Y estamos todavía en medio de los campos... Dos
mujeres solas... Y cerca de una ciudad grande llena de... ¡huy, qué gente!
¡Diablos, la mayor parte diablos!...» dice María de Alfeo mirando asustada a su
alrededor.
«No
temas, María. Belcebú no nos hará ningún mal. Sólo daña a quien le acoge en su
corazón...».
«¡Pero
estos paganos le tienen!...».
«En
Tiberíades no hay sólo paganos, y entre los paganos también hay justos».
«¡Que
no! ¡Que no tienen a nuestro Dios!...».
María
no rebate porque comprende que es inútil. La buena cuñada no es sino una de las
muchas israelitas que se creen las únicas depositarias de la virtud... por ser
israelitas.
Un
momento de silencio en que se oye sólo el roce de las sandalias que calzan los
pies cansados y polvorientos.
«Hubiera
sido mejor recorrer el camino habitual... Ése le conocíamos... Le recorre más
gente... Éste... entre huertas, solitario... desconocido... ¡Bueno, que tengo
miedo!».
«¡No,
María! Mira. La ciudad está allí, a dos pasos. Y aquí hay huertos tranquilos de
los cultivadores de Tiberíades, y allí, a dos pasos, está la orilla. ¿Quieres
que vayamos por la orilla? Encontraremos pescadores... Hay que atravesar sólo
estas huertas».
«¡No,
no! ¡Nos alejamos otra vez de la ciudad! Y además... los barqueros son casi
todos griegos, cretenses, árabes, egipcios, romanos...» y parece como si
nombrara clases infernales con cada una de estas palabras. María Stma. no puede
evitar sonreír tras la sombra de su velo.
Prosiguen.
El camino se transforma en una alameda; por tanto, la máxima sombra... y el
ápice del miedo para María de Alfeo, que invoca a Yeohveh a cada paso que da,
cada vez más lento.
«¡Venga,
sé fuerte! ¡Rauda, si tienes miedo!» la anima María, que a cada invocación ha
respondido: «¡Maran Athá!».
2Pero María de
Alfeo se para del todo y pregunta: «¿Pero por qué has querido venir aquí?
¿Quizás para hablar con Judas Iscariote?» .
«No,
María. O, por lo menos, no exactamente para eso. He venido para hablar con la
romana Valeria...».
«¡Misericordia!
¿Vamos a su casa? ¡Ah! ¡no! ¡María! ¡No hagas eso! ¡Yo... yo ya no lo acompaño!
¿Pero qué vas a hacer allí? ¡Donde ésas... donde ésas... donde esos
reprobados!...».
María
Stma. cambia su dulce sonrisa por una expresión seria, y pregunta: «¿Y no
recuerdas que Áurea ha de ser salvada? Mi Hijo ha comenzado su liberación. Yo
la cumpliré. ¿Así practicas tú el amor hacia las almas?».
«Pero
no es de Israel...».
«¡Verdaderamente
no has entendido todavía ni una palabra de la Buena Nueva! Eres una
discípula muy imperfecta... No trabajas para tu Maestro y me causas mucho
dolor».
María
de Alfeo agacha la cabeza... Y su corazón, lleno de los prejuicios de Israel,
sí, pero congénitamente bueno, prevalece. Rompe a llorar, abraza a María y
dice: «¡Perdóname! ¡Perdóname! ¡No me digas que te causo dolor y que no sirvo a
mi Jesús! ¡Sí, sí! Soy muy imperfecta, merezco reprensión... Pero no lo volveré
a hacer... ¡Voy, voy! Hasta al Infierno, si vas tú a él a arrancar un alma para
dársela a Jesús... Dame un beso, María, para decir que me perdonas...».
María
la besa y vuelven al camino, ágiles, alentadas de nuevo por el amor...
3Ya están en
Tiberíades, hacia el pequeño puerto de los pescadores. Buscan la casita de
José, el barquero discípulo... La encuentran. Llaman...
«¡La Madre de mi Maestro! ¡Entra,
Mujer! Y Dios esté contigo y conmigo que te recibo en mi casa. Entra también tú
y que la paz sea contigo, madre de apóstoles».
Entran,
mientras la mujer y la jovencita hija del barquero acuden para saludarlas,
seguidas por un grupo de hijuelos más pequeños...
Pronto
toman la parca comida, y María de Cleofás, cansada, se retira con los niños de
la casa. En la terraza alta, desde la cual se ve el lago ‑ se oye, más
que verse, porque no hay luna todavía ‑ chocando en la playa con sus olas, se
quedan María Stma., el barquero y la mujer de éste, que se esfuerza en hacer
buena compañía, pero que en realidad duerme cabeceando contra el pecho.
«¡Está
cansada!...» la disculpa José.
«¡Pobrecilla!
4Las mujeres de casa están siempre cansadas por la noche».
«Sí,
trabajan ellas. No son como aquéllas de allí, entregadas a la diversión» dice
con desprecio el barquero, señalando a unas barcas iluminadas que se separan de
la orilla entre cantos y sonidos. «Ellas salen ahora. Para ellas empieza ahora
la fatiga. Cuando las buenas personas duermen. Y perjudican a los que trabajan,
porque van a fingir que pescan a los lugares mejores y nos echan a nosotros,
que del lago sacamos el pan para la familia...».
«¿Quiénes
son?».
«Romanas
y sus semejantes. Y en las semejantes mete a Herodías, a su lujuriosa hija y
también otras hebreas... Porque tenemos muchas Marías Magdalenas... Quiero
decir Marías antes del arrepentimiento...».
«Son
infelices...».
«¿Infelices?
Infelices nosotros, que no las apedreamos para limpiar a Israel de esas que se
han pervertido y nos acarrean las maldiciones de Dios».
Entretanto
otras barcas se separan de la orilla y las luces de las barcas de los vividores
rojean en el lago.
«¿Sientes
qué hedor de resinas! Lo primero se embriagan con el humo, luego hacen el resto
en los banquetes. Son capaces de ir a los manantiales calientes de la otra
orilla... En las Termas de allí... suceden cosas de Infierno. Regresarán al
alba, a la aurora, quizás más tarde... borrachos, tumbados como sacos los unos
encima de los otros, hombres y mujeres; los esclavos los llevarán a sus casas,
a que se les pase la orgía... ¡Esta noche es que van todas las barcas
elegantes, eh! ¡Mira! ¡Mira!... Pero mi ira es más contra los judíos que se
mezclan allí, que no contra ellos. ¡Ellos... ya se sabe! Animales sin recato.
¡Pero nosotros!... 5Mujer, ¿sabes que está aquí Judas el apóstol?».
«Lo
sé».
«
No da buen ejemplo, ¿sabes?».
«¿Por
qué? ¿Va con aquellos?...».
«No...
pero... malos compañeros... y una mujer. Yo no le he visto... Ninguno de
nosotros le ve así. Pero unos fariseos se han mofado de nosotros diciéndonos:
"Vuestro apóstol ha cambiado de maestro. Ahora tiene una mujer y está en
buena compañía de publicanos"».
«No
juzgues, José, sobre lo que solamente has oído referir. Tú sabes que los
fariseos no os aman y que tampoco alaban al Maestro».
«Eso es
verdad... Pero la voz circula... y daña...».
«De
la misma forma que ha empezado terminará. Tú no peques contra tu hermano.
¿Sabes en qué casa está?».
«Sí.
En casa de un amigo, creo. Uno que tiene un almacén de vinos y especias. El
tercer almacén del lado de oriente del mercado, después de la fuente...».
6«¿Todas las
romanas son iguales?».
«¡Más
o menos!... Aunque eviten ser vistas, hacen el mal».
«¿Quiénes
son las que evitan ser vistas?».
«Las
que fueron a casa de Lázaro en Pascua. Están más retiradas... Quiero decir que
no siempre van a los banquetes. Pero en todo caso van lo suficiente como para
poder decir que son impuras».
«¿Pero
hablas así porque estás seguro de ello, o porque tu prejuicio hebreo te hace
hablar así? Examínate de verdad...».
«Bueno... en realidad... no sé... No las he vuelto a ver en las barcas
de los inmundos... Pero van en barca de noche por el lago».
«Tú también vas».
«¡Claro! ¡Si quiero pescar!».
«El calor es muy fuerte. Sólo hay alivio en el lago de noche. Son tus
palabras mientras cenábamos».
«Es verdad».
«¿Y entonces, por qué no pensar que ellas también van por este motivo
por el lago?».
El hombre calla... Luego dice: «Es tarde. Las estrellas dicen que es
la segunda vigilia. Me voy a retirar, Mujer. ¿No vienes?».
«No. Me quedo aquí en oración. Saldré pronto. No te asombres si no me
ves al alba».
«Eres dueña de hacer lo que quieras. ¡Ana! ¡Venga! ¡Vamos a la cama!»
y menea a su mujer, que duerme profundamente. Se marchan.
7María se queda sola... Se arrodilla y ora,
ora, ora... pero no pierde nunca de vista las barcas que surcan el lago, las
barcas de los señores, las que navegan llenas de luz, entre flores, cantos e
inciensos... Muchas van, van, van hacia oriente, se hacen pequeñas en la
lejanía... y el sonido de los cantos ya no llega. Queda, solitaria, una barca,
ante Tiberíades, resplandeciente en medio del lago luminoso por la luna
menguante. Navega lentamente hacia arriba y hacia abajo... María la observa
hasta que la ve volver la proa hacia la orilla.
Entonces se pone de pie y dice: «¡Señor, ayúdame! Haz que sea...» y
desciende ágil la pequeña escalera, y entra despacio en una habitación que
tiene la puerta entornada... Al blanco claror de la luna es posible distinguir
un lecho. María se inclina hacia él y llama: «¡Maria! ¡Maria! ¡Despiértate!
¡Vamos!».
María de Alfeo se despierta y, atónita por el sueño, pregunta mientras
se restriega los ojos: «¿Ya es hora de marcharnos? ¡Qué pronto se ha hecho de
día!». Está tan adormilada, que ni siquiera comprende que no es luz de alba
sino de luna la tenue fosforescencia que entra por la puerta abierta. Pero se
da cuenta de esto cuando está fuera, en el pequeño pedazo de tierra cultivada
que hay delante de la casa del barquero. «¡Pero si es de noche!» exclama.
«Sí. Pero vamos a acortar el tiempo y a salir antes de esta ciudad...
al menos eso espero. ¡Ven! Por aquí, siguiendo la orilla. ¡Apresúrate! Antes de
que la barca toque tierra...».
«¿La barca? ¿Qué barca?» pregunta María. Pero corre detrás de la Virgen, que va muy deprisa
por la orilla desierta en dirección al pequeño espigón hacia el que se dirige
la barca.
Llegan,
jadeantes, unos instantes antes que ésta... María agudiza la mirada. Exclama:
«¡Alabado sea Dios! Son ellas. Ahora ven detrás de mí... porque hay que ir a
donde vayan ellas... No sé dónde viven...».
«¡Pero
María... por piedad!... ¡Nos van a tomar por meretrices!...».
8La Purísima menea la
cabeza y susurra: «Basta con no serlo. ¡Ven!» y la lleva a la penumbra de una
casa.
La
barca arriba, y, mientras hace las maniobras para abordar, una litera que
estaba esperando cerca y que ahora estaban acercando, se detiene. Suben a ella
dos mujeres, mientras que otras dos se quedan abajo y van andando al lado de la
litera. La litera se pone en movimiento al paso cadencioso de cuatro númidas
vestidos con una cortísima túnica sin mangas que apenas si les cubre el
torso...
Y
María detrás, a pesar de las protestas medio veladas de María de Alfeo: «¡Dos
mujeres solas!... ¡Detrás de ésos! Están medio desnudos... ¡Válgame Dios!...».
Pocos
metros de camino y luego la litera se detiene. Baja una mujer, mientras el guía
llama a un portal.
«¡Adiós,
Lidia!».
«¡Adiós,
Valeria! Acaricia a Faustina por mí. Mañana por la noche volveremos a leer en
tranquilidad, mientras los otros juerguean...».
El
portal se abre, y Valeria, con su esclava o liberta, está ya para entrar.
9María va hacia ella y dice:
«¡Señora! ¡Una palabra!» .
Valeria
mira a las dos mujeres envueltas en un manto hebreo, muy sencillo y que cubre
mucho el rostro, y cree que son unas mendigas. Ordena: «¡Bárbara, da el
óbolo!».
«No,
señora. No pido dinero. Soy la
Madre de Jesús de Nazaret y ésta es mi pariente. Vengo en su
Nombre para solicitarte una cosa».
«¡Dómina!
Quizás... es que persiguen a tu Hijo...».
«No
más de lo habitual. Pero Él querría...».
«Entra,
Dómina. No es digno que te quedes en la calle como una mendiga».
«No.
Lo digo pronto, si me escuchas en secreto...».
«¡Fuera
todos vosotros!» ordena Valeria a la esclava, o quizás liberta, y a los
porteros. «Estamos solas. ¿Qué quiere el Maestro? Yo no he ido por no ser causa
de mal para Él en su ciudad. ¿Y Él? ¿No ha venido por no causarme daño ante mi
esposo?».
«No.
Por consejo mío. A mi Hijo le odian, señora».
«Lo
sé».
«Encuentra
consuelo sólo en su misión».
«Lo
sé».
«No
pide honores ni soldados, no aspira a reinos ni a riquezas. Pero hace valer su
derecho sobre los espíritus».
«Lo
sé».
«Señora...
Él debería traerte a aquella niña... Pero, y no te enojes si te lo digo, aquí
ella no podría hacer que su espíritu fuera de Jesús. Tú eres mejor que las
otras... Pero alrededor de ti... demasiado vivo está el fango del mundo».
«Es
verdad. ¿Y entonces?».
«Tú
eres madre... Mi Hijo tiene sentimientos de padre para con todos los espíritus.
¿Soportarías tú que tu hija creciera en medio de quienes podrían causar su
ruina?...».
«No.
Y he comprendido... Bueno, pues... di a tu Hijo estas palabras: "En
recuerdo de Faustina, salvada en la carne, Valeria te deja a Áurea para que
salves su espíritu...". ¡Es cierto! Estamos demasiado pervertidos como
para inspirar confianza a un santo... ¡Señora, ora par mí!» y se retira antes
de que María pueda darle las gracias. Se retira, yo diría, llorando...
María
de Alfeo se ha quedado de piedra.
«Vamos,
María... Mañana al añochecer partimos y al caer de la tarde estaremos en
Nazaret...».
«Vamos...
La ha cedido como... como una cosa...».
«Para
ellos es una cosa. Para nosotras es un alma. Ven. Mira... Ya blanquea el cielo
allá en el fondo. Se puede decir que no hay noche en este mes...».
10Van, en vez de
por el camino de la orilla, por el que se abre ante ellas no ya en penumbra. Un
camino que va por detrás de una fila de casitas modestas... Cuando están a la
mitad del recorrido, de detrás de una esquina sale Judas, visiblemente
embriagado; un Judas que viene de quién sabe qué festín, despeinado, arrugadas
las vestiduras, el rostro ajado.
«¡Judas!
¿Tú? ¿En este estado?».
A
Judas no le da tiempo a fingir que no la conoce, tampoco puede huir... La
sorpresa le aclara la mente y le clava donde está, sin reacción.
María
se le acerca, venciendo la repugnancia que despierta en ella el aspecto del
apóstol, y le dice: «Judas, desgraciado hijo, ¿qué haces? ¿No piensas en Dios?
¿En tu alma? ¿En tu madre? ¿Qué haces, Judas? ¿Par qué quieres ser pecador?
¡Mírame, Judas! No tienes derecho a matar tu alma...» y le toca, tratando de
tomarle una mano.
«Déjame
tranquilo. Al fin y al cabo soy un hombre. Y... y soy libre de hacer lo que
todos hacen. Dile a Él, que te manda para espiarme, que no soy todavía todo
espíritu, y que soy joven».
«No
eres libre de destruirte. ¡Judas, ten piedad de ti mismo!... Actuando así no
serás nunca un espíritu beato... Judas... Él no me ha mandado para espiarte. Él
ora por ti, sólo eso, y yo con Él. En nombre de tu madre...».
«Déjame
tranquilo» dice Judas con descortesía. Y luego, quizás sintiéndose ruin,
corrige: «No merezco tu piedad... Adiós...» y huye...
«¡Qué
demonio!... Se lo voy a decir a Jesús» exclama María de Alfeo. «¡Tiene razón mi
Judas!».
«Tú
no dirás nada a nadie. Orarás por él, eso sí...».
«¿Lloras?
¿Lloras por él? ¡Oh!...».
«Lloro...
Me sentía feliz de haber salvado a Áurea... Ahora lloro porque Judas es
pecador. Pero a Jesús, que está muy afligido, le llevaremos sólo la noticia
hermosa. Y le arrebataremos, con penitencias y oraciones, el pecador a
Satanás... ¡Como si fuera hijo nuestro, María! ¡Como si fuera hijo nuestro!...
Tú también eres madre, y sabes... Por esa madre infeliz, por esta alma
pecadora, por nuestro Jesús...».
«Sí,
oraré... Pero no creo que él lo merezca...».
«¡Maria!
No digas eso...».
«No
lo digo. Pero... es así. ¿No vamos a casa de Juana?».
«No.
Iremos pronto a su casa con Jesús...».
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