439. María Stma. enseña a Áurea a hacer la voluntad
de Dios.
20 de mayo de 1946.
1Está muy
cansada la Virgen
cuando vuelve a poner pie en su casa. Pero viene muy feliz. Pregunta en seguida
por su Jesús, el cual está todavía trabajando, con las últimas luces del día
que ya muere, en la puerta del horno (ya va a colocarla de nuevo en su sitio).
Le ha abierto Simón, quien, después del saludo, se retira prudentemente a la
sala‑taller. A Tomás no le veo. Quizás está fuera.
Jesús
deja sus herramientas en cuanto ve a su Madre, y va hacia Ella limpiándose las
manos manchadas de grasa (está suavizando con aceite los goznes y los cerrojos)
en su mandil de trabajo. Su recíproca sonrisa parece hacer luminoso el huerto
en que va mermando la luz.
«La
paz a ti, Mamá» .
«La
paz a ti, Hijo».
«¡Qué
cansada estás! No has descansado...».
«Desde
un alba a un ocaso en casa de José. Pero sin estos grandes calores me habría
puesto en camino en seguida para venir a decirte que Áurea es tuya».
«¡¿Sí?!».
El rostro de Jesús hasta se hace más joven por esta gozosa sorpresa. Parece un
rostro de poco más de veinte años, y, con la alegría, perdiendo esa gravedad
que generalmente tienen su rostro y sus gestos, adquiere aún mayor semejanza
con el de su Madre, siempre tan serenamente niña en los ademanes y en el
aspecto.
«Sí,
Jesús. Y he obtenido esto sin ningún esfuerzo. La dama ha aceptado
inmediatamente. Se ha conmovido al reconocer que ella, y con ella sus amigas,
están demasiado contaminadas para educar a una criatura en orden a Dios. Un
reconocimiento muy humilde, muy sincero, verdadero. No es fácil encontrar a
alguien que, sin ser forzado a ello, reconozca que es defectuoso».
«Sí,
no es fácil. Muchos en Israel no lo saben hacer. Son almas hermosas sepultadas
bajo una costra de suciedad. Pero cuando caiga la suciedad...».
«¿Sucederá,
Hijo?».
«Estoy
seguro. Tienden instintivamente al Bien. Acabarán adhiriéndose. ¿Qué te ha
dicho?».
«Pocas
palabras... Nos hemos entendido en seguida. 2Pero bueno será tener
aquí en seguida a Áurea. Quiero decirle yo esto; bueno, si Tú quieres, Hijo
mío».
«Sí,
Mamá. Mandamos a Simón» y llama con fuerte voz al Zelote, que viene en seguida.
«Simón,
ve a casa de Simón de Alfeo y di que mi Madre ha vuelto; luego ven con la
muchacha y con Toma, que está allí para terminar ese trabajito que le ha rogado
hacer Salomé».
Simón
se inclina y sale acto seguido.
«Cuenta,
Mamá... Tu viaje... tu coloquio... ¡Pobre Mamá, qué cansada estás por causa
mía!».
«¡Oh,
no, Jesús! Ningún cansancio cuando Tú te sientes feliz...», y María cuenta su
viaje y los miedos de María de Alfeo, el alto en el camino en casa del
barquero, el encuentro con Valeria; y termina: «Dado que el Cielo lo permitía,
he preferido verla a esa hora. Más libre ella, más libre yo, y María Cleofás
consolada antes, porque de estar dos mujeres solas por Tiberíades sentía un
terror que sólo el amor por ti, el pensamiento de servirte, podía superar...»,
y María sonríe, recordando las angustias de su cuñada...
Jesús
también sonríe. Dice: «¡Pobrecilla! Es la verdadera mujer de Israel, la antigua
mujer, reservada, toda ella casa, la mujer fuerte
según los Proverbios. Pero en la nueva Religión la mujer no será sólo fuerte en la casa... Serán muchas las
que superarán a Judit y a Yael, siendo heroicas en sí, con un heroísmo propio
de la madre de los Macabeos... Y también lo será nuestra María. Pero por
ahora... es todavía así... 3¿Has visto a Juana?».
María
ya no sonríe. Quizás teme otra pregunta, sobre Judas. Y responde rápidamente:
«No he querido imponer más angustias a María. Hemos estado dentro de casa hasta
la mitad entre la nona y la caída de la tarde, descansando, y luego hemos
partido... Pensé que pronto la veríamos, en el lago...».
«Has
hecho bien. Me has dado la prueba del sentimiento de las romanas hacia mí. Si
Juana hubiera intervenido, se hubiera podido pensar que cedían ante la amiga.
Ahora vamos a esperar hasta el sábado y, si Mirta no viene, iremos nosotros con
Áurea».
«Hijo,
yo quisiera quedarme...».
«Estás
muy cansada. Lo veo».
«No,
no por ese motivo... Pienso que Judas podría venir aquí... Si conviene que en
Cafarnaúm haya siempre alguien que le espere para acogerle como amigo, también
conviene aquí que haya alguien que le acoja con amor».
«Gracias,
Mamá. Tú eres la única que comprende lo que le puede salvar todavía...».
Suspiran
los dos por el discípulo causante de dolor...
4Regresan Simón
y Tomás con Áurea, que corre hacia María. Jesús la deja con su Madre y se
dirige a casa con los apóstoles.
«Has
orado mucho, hija, y el buen Dios te ha escuchado...» empieza a hablar María.
Pero
la niña la interrumpe con un grito de alegría: «¡Me quedo contigo!» le echa los
brazos al cuello y la besa.
María
devuelve el beso y, teniéndola aún entre sus brazos, dice: «Cuando uno hace un
gran favor hay que corresponder, ¿no es verdad?».
«¡Oh,
sí! Y yo corresponderé contigo con mucho amor».
«Sí,
hija. Pero por encima de mí está Dios. Es Él el que te ha hecho este gran
favor, el que te ha concedido esta gracia sin medida, de acogerte entre los
miembros de su pueblo, de hacerte discípula del Maestro Salvador. Yo no he sido
sino el instrumento de la gracia, pero la gracia ha sido Él, el Altísimo, el
que te la ha concedido. ¿Qué vas a dar, pues, al Altísimo para decirle que se
lo agradeces?».
«Pues...
no sé... Dímelo tú, Madre...».
«Amor,
esto sin duda. Pero el amor, para ser tal verdaderamente, debe estar unido al
sacrificio, porque si una cosa cuesta tiene más valor, ¿no es verdad?».
«Sí,
Madre».
«Bien,
pues entonces diría que tú, con la misma alegría con que has gritado: "¡Me
quedo contigo!", deberías gritar: "¡Sí, oh Señor!" cuando yo,
pobre sierva suya, te diga la voluntad del Señor para ti».
«Dímela,
Madre» dice Áurea, aunque poniéndose serio su rostro.
«La
voluntad de Dios te confía a dos buenas madres, a Noemí y a Mirta...» .
En
los ojos claros de la muchacha brillan gruesos lagrimones, y ruedan luego abajo
por su carita rosada.
«Son
buenas. Jesús y yo las queremos. A una le ha salvado Jesús al hijo, a la otra
yo se lo he alactado. Y tú misma has visto que son buenas...».
«Sí...
pero esperaba estar contigo...».
«Hija,
no todo se puede tener. 5Ya ves que yo tampoco estoy con mi Jesús.
Os le doy, y estoy lejos, muy lejos de Él, mientras va recorriendo Palestina,
predicando, curando, salvando a las jovencitas...».
«Es
verdad...».
«Si
le quisiera para mí sola, no habrías sido salvada; si le quisiera para mí sola,
vuestras almas no serían salvadas. Considera cuán grande es mi sacrificio. Os
doy a un Hijo para que sea inmolado por vuestras almas. Por lo demás, yo y tú
estaremos siempre unidas, porque las discípulas están y estarán siempre unidas
en torno a Cristo, formando una gran familia unida por el amor a Él».
«Es
verdad. Y luego... voy a volver aquí, ¿no es verdad? ¿Nos seguiremos viendo?».
«Ciertamente.
Mientras Dios lo quiera».
«Y orarás siempre por mí...».
«Oraré
siempre por ti».
«Y, cuando estemos juntas, ¿me vas a seguir
instruyendo?».
«Sí,
hija...».
«¡Ah,
yo quería llegar a ser como tú! ¿Podré? Saber, para ser buena...».
«Noemí
es madre de un arquisinagogo y discípulo del Señor; Mirta, de un hijo que ha
merecido la gracia del milagro y es discípulo bueno. Y las dos mujeres son
buenas y sabias, además de personas muy llenas de amor».
«¿Me
lo aseguras?».
«Sí,
hija».
«Entonces...
bendíceme y hágase la voluntad del Señor... como dice la oración de Jesús. La
he dicho muchas veces... Es justo que ahora haga lo que he dicho, para obtener
el no volver jamás con los romanos...».
«Eres
una buena muchacha. Y Dios te ayudará cada vez más. Ven, vamos a decirle a
Jesús que la más joven discípula sabe hacer la voluntad de Dios...» y,
llevándola de la mano, María vuelve a entrar en casa, con la niña.
440. Otro sábado en Nazaret. Obstinación de José
de Alfeo.
21 de mayo de 1946.
1Un nuevo sábado
en Nazaret, o sea, un nuevo comienzo de sábado, porque apenas está empezando la
puesta del Sol del viernes, cuando, sudorosas pero contentas, llegan Mirta y
Noemí junto con el joven Abel. Se apean de sus burritos ‑ Abel los lleva a otro
lugar, ciertamente a algún establo amigo, quizás al de los dos asnerizos de
Nazaret, ahora discípulos ‑ y entran por la puerta del taller, abierta para dar
ventilación a la amplia habitación, donde hasta poco antes el calor de la
rústica chimenea se ha hecho cómplice del gran calor estival.
Tomás
está dejando en su sitio los instrumentos y Simón barre el serrín, mientras
Jesús limpia cazuelas y cazoletas, de colas y barnices.
«La
paz a ti, Maestro, y a vosotros, discípulos» saludan las mujeres, inclinándose
mucho ya desde el primer momento en que entran, para, atravesado el taller,
terminar postrándose a los pies de Jesús.
«La
paz a vosotras. ¡Sois muy fieles! ¡Venir con este calor!».
«¡Oh,
nada! Se está tan bien aquí, que se olvida todo. ¿Tu Madre dónde está?».
«Está
por allí, terminando una túnica de Áurea. Id si queréis».
Las
dos se marchan deprisa con sus alforjas y se oyen sus voces armónicas, más bien
bajas, que se funden con la vocecita aún no pulida de Áurea y con la voz
argentina de María.
«¡Ahora
se sentirán felices!» dice Tomás.
«Sí.
Son buenas mujeres» responde Jesús.
«Maestro,
Mirta, además de conservar el hijo que tenía, ha adquirido una nueva hija. Y en
poco más de un año...» dice el Zelote.
«Sí.
En poco más de un año. Hace ya más de un año que María de Lázaro se ha
convertido. ¡Cómo pasa el tiempo! Me parece ayer... ¡Cuántas cosas también el
año pasado! ¡Aquel hermoso retiro antes de la elección! ¡Luego Juan de Endor!
¡Luego Margziam! Luego Daniel de Naím y luego María de Lázaro y luego
Síntica... Pero, ¿dónde estará Síntica? Pienso en ello frecuentemente, y no sé
comprender por qué...». Tomás termina monologando consigo mismo, porque Jesús y
Simón no le responden; es más, salen al huerto a lavarse para después llegarse
donde las discípulas.
2Y se nos
reanuda la visión... Regresa Abel de Belén y encuentra todavía a Tomás, que
está pensando, delante del lugar donde generalmente trabaja, mientras remueve
distraídamente sus finas obras maestras de orfebre.
«¿Has
encontrado en qué trabajar?» pregunta el discípulo inclinándose hacia esos
objetos finos.
«¡Oh!
He hecho felices a todas las mujeres de Nazaret. No habría imaginado nunca que
hubiera que arreglar tantas hebillas y brazaletes y collares y lises. Hasta he
tenido que rogar a Mateo que me trajera metal de Tiberíades. Me he hecho una
clientela... ¡ja! ¡ja! (ríe alegre) como no la tiene ni siquiera mi padre.
Verdad es que no pido dinero... ».
«¿Pones
tú todo?».
«No.
Cobro sólo el valor del metal. El trabajo lo regalo».
«Eres
generoso».
«No.
Sabio. No estoy ocioso. Doy ejemplo de laboriosidad y de desapego del dinero
y... predico... ¡Calla! Creo que actuando así he predicado más, sin decir una
palabra, sin haber dicho una palabra en la sinagoga, que si hubiera estado
hablando sin parar. Y además... hago práctica. Me he prometido a mí mismo que
con el trabajo haré propaganda, cuando tenga que ir a predicar a Jesús en medio
de los infieles; me estoy adestrando a ello».
«Eres
sabio como orfebre y como apóstol».
3«Me esfuerzo en
serlo por amor a Jesús... ¿Así que tú has ganado una hermana? Trátala bien,
¿eh? Es como una palomita de nido; te lo digo yo, que estoy acostumbrado por mi
oficio a tratar con las mujeres. Es una ingenua palomita que ha tenido gran
miedo del gavilán, y que busca alas maternas y fraternas como defensa. Si tu
madre no la hubiera deseado, la habría pedido yo para mi hermana gemela. ¡Un
hijo más, un hijo menos! Es muy buena mi hermana, ¿sabes?».
«También
mi madre. Se le murió una niña cuando se quedó viuda. Quizás con el dolor de la
muerte de su marido la leche se había hecho mala... Yo apenas me acuerdo de esa
hermanita... y quizás ni siquiera la recordaría, si me madre no la llorase
frecuentemente, y si todas las niñitas pobres de Belén no hubieran tenido
derecho a comida y vestidos de nuestra casa en recuerdo de la pequeñuela
muerta... Y, como he crecido yo solo con mi madre, he acabado teniendo yo
también un gran amor por las niñas pequeñas... Me doy cuenta de que ésta ya no
es una niña pequeña... pero la veré como si lo fuera, por su corazón, si es como
decís mi madre, Noemí y tú...».
«Puedes
estar seguro de ello. Vamos allá...».
4Allá, o sea, en
el comedor, están las mujeres, Jesús y el Zelote. Y Mirta, que ha venido ya con
una gran esperanza, está conquistando a Áurea, probándole una túnica de lino
que ha cosido para la muchacha.
«Te
cae muy bien» dice mientras se la quita y la acaricia, y mientras le coloca
bien la túnica que, al meter la nueva, se ha descolocado. «Te cae muy bien.
Bueno, todo irá bien. Ya verás, hija mía... ¡Oh, ahí está mi Abel! Acércate,
hijo. Ésta es Áurea. ¿Sabes que ahora va a ser nuestra?».
«Lo
sé, madre, y estoy contento junto contigo». Mira a la muchacha... la estudia...
sus ojos obscuros se quedan fijos y se pierden en los grandes iris de pálido
cielo de ella. El examen le satisface. Le sonríe. Le dice: «Nos amaremos en el
Señor, que nos ha salvado, y le amaremos a Él y haremos que le amen. Y seré
para ti hermano en el espíritu y en el afecto. Lo prometo delante del Maestro y
de mi madre» y, con una hermosa sonrisa límpida de joven puro, ya encaminado
hacia la alta espiritualidad, le tiende la mano fuerte y morena.
Áurea
titubea, pero luego, ruborizándose, pone su mano izquierda en la derecha que le
ofrecen, y dice: «Así lo haremos. En el Señor».
Los
adultos se sonríen entre sí...
5«Aquí se puede
entrar sin llamar a las puertas...».
«¡Ahí
está Simón de Jonás! Esta vez no ha resistido la tentación...» ríe Tomás
mientras se apresura a ir afuera.
«Sí,
no he resistido... ¡La paz a ti, Maestro!». Besa a Jesús y Jesús le besa.
«¿Quién puede resistir?». Ve a María y se inclina para saludar, luego prosigue:
«Pero, por escrúpulo, hemos pasado por Tiberíades y hemos buscado a Judas.
Porque... ¡estamos todos, eh! Los otros están llegando. También Margziam...
Bueno, estaba diciendo que hemos pasado por Tiberíades. ¡Mmm!... en fin,
buscando a Judas, por si... hubiera pensado, al menos para el cuarto sábado,
venir a Cafarnaúm... Habría sido feo que no hubiéramos estado ninguno... Y le
hemos encontrado... En fin, bueno, le ha encontrado Isaac, que iba a saludar a
Jonatán... Porque Isaac ha terminado por venir a Cafarnaúm a esperarte con no
sé cuántos, que se han quedado allí para hacerse más sabios bajo la guía de
Hermas y Esteban, de tu hijo, Noemí, y del sacerdote Juan... Pero Isaac debe
haber destruido las impaciencias, los resentimientos, las furias, en su larga
enfermedad... ¡No reacciona nunca! Aunque le estén dando bofetadas, sonríe...
¡Qué hombre más pacífico! Bien. Nos dijo: "He visto a Judas. No va. No
insistáis". Comprendí. Y dije: "¿Te ha respondido mal? Dilo. Soy el
jefe y debo saberlo...". "¡Oh, no?" respondió. "No ha
respondido mal él, sino su mal. Hay que compadecerse de él"... Pues
nada, compadezcámosle... Bueno, en definitiva, que estamos aquí. Y bien
contentos de... 6Ahí están los otros...».
Y
con los otros están también Judas y Santiago de Alfeo, con su madre y los
discípulos de Nazaret: Aser, Ismael y Simón de Alfeo, y, cosa rara, también
José de Alfeo.
Descargan
sus bolsas. Natanael ha traído miel. Felipe una cesta pequeña de uva blonda
como los cabellos de Áurea. Pedro, pescado marinado, y lo mismo los hijos de
Zebedeo. Mateo, que no tiene una casa gobernada por mujeres, y, por tanto, no
tiene ninguna cosa buena, ha traído una ánfora llena de tierra y dentro de ella
un tronco sutil, que, por las hojas, diría que es un limonero o un naranjo a
otra planta de agrios, y explica: «Una primicia... Sólo quien haya estado en
Cirene puede tenerlo, y conozco a uno que ha ido a Cirene, uno del fisco, como
era yo antes. Ahora ya no trabaja y está en Ippo. He ido para que me diera esta
plantita, porque se debe plantar con la
Luna nueva. Son frutos buenos, hermosos, y la flor tiene un
suave aroma y parece una estrella de cera, una estrella como tu nombre... Aquí
tienes» y ofrece la planta a María.
«¡Pero
cuánto has trabajado con este peso, Mateo! Te lo agradezco. Mi huerto cada vez
es más bonito por vosotros: el alcanfor de Porfiria, las rosas de Juana, tu
planta rara, Mateo, las otras, de flores, que trajo Judas de Keriot... ¡Cuántas
cosas bonitas! ¡Qué buenos sois todos con la Madre de Jesús!».
Todos
los apóstoles están conmovidos; lo único, se miran con el rabillo del ojo unos
a otros cuando María nombra a Judas.
7«Sí. Te
quieren. Pero también nosotros» dice serio y todo erguido José de Alfeo.
«¡Ciertamente!
Vosotors sois los queridos hijos de Alfeo, pariente mío y de María, que es muy
buena. Y me queréis. Pero esto es natural. Somos parientes... Éstos, sin
embargo, no son de la sangre, y, no obstante, son como hijos para mí, como
hermanos para Jesús, por lo mucho que le aman y por cómo le siguen...».
José
comprende la alusión; se aclara la voz buscando las palabras... Las
encuentra... Dice: «Ya, claro. Pero si yo no estoy todavía con ellos es porque
pienso también en las consecuencias para Él, para ti... y... y... En
definitiva, también es amor el mío, especialmente hacia ti, pobre mujer que te
quedas sola demasiado tiempo... Y he venido a decir a Jesús que me alegro de
que se haya recordado también de las necesidades de su Madre y haya hecho lo que
era útil hacer aquí...» y, contento de ser la "cabeza" de la parentela y de poder alabar y reconvenir,
se digna encomiar a Jesús por todos los trabajos de carpintería, barnizado y
otros, hechos en ese mes: «¡Así hay que hacer! ¡Ahora se ve que esta mujer
tiene un hijo! Y me alegro de poder decir que reconozco a mi sabio Jesús de
Nazaret. ¡Sí, señor, muy bien!».
Y
el sabio Jesús de José, el sapientísimo Verbo Divino humillado en una carne,
manso y humilde, acoge estas alabanzas mezcladas con los... autorizados
consejos de su primo José con una sonrisa tan dulce, que sirve para frenar
cualquier intempestiva reacción apostólica en favor de Jesús.
Y
José, que ya ha tomado carrerilla, viéndose escuchado de esa manera, no se
refrena, sino que prosigue: «Mi esperanza es que de ahora en adelante Nazaret
no tenga ya la imagen de una pobre madre abandonada y de un hijo suyo que,
imprudente, se sale del sendero común para recorrer caminos poco seguros
respecto a las metas y a las consecuencias. Hablaré con mis amigos, con el
arquisinagogo... Te perdonaremos... ¡Nazaret se alegrará mucho de volverte a
abrir sus brazos como a un hijo que vuelve, y que vuelve como ejemplo de virtud
para todos los habitantes; mañana mismo, yo mismo, iré de nuevo contigo a la
sinagoga y...».
8Jesús alza la
mano, imponiendo silencio, y, sereno pero bien
decidido, dice: «A la sinagoga, como fiel, ciertamente iré, como he ido
los otros sábados. Pero no hace falta que intercedas en favor mío. Por que una
hora después de la puesta del Sol me marcharé para evangelizar de nuevo, como
es mi deber de obediencia al Altísimo».
¡Oh,
una humillación grande para José!... ¡Muy grande!... Toda su mansedumbre se
quebranta y vuelve a emerger su hostil intransigencia: «De acuerdo. Pero no me
busques cuando necesites algo. Yo he cumplido con mi deber. Tus seguras
desventuras no caen sobre mí. Adiós. Aquí sobro, porque no puedo comprenderos a
vosotros y vosotros no podéis comprenderme a mí. Me retiro, sin rencor, pero
muy afligido... Que el Señor lo proteja como protege a todos los... simples de
mente, incompletos... ¡Adiós, María! ¡Sé fuerte, pobre madre!».
«Adiós,
José. Pero no es por Él por quien debo ser fuerte, sino por ti. Porque tú eres
el que está fuera del camino de Dios, y me causas dolor» dice serena pero
segura María.
«¡Lo
que pasa es que eres un necio! Y, si no fuera porque ahora eres el jefe de
casa, te pegaría, fruto de mi sangre pero no de mi espíritu...» grita María de
Alfeo. Y diría más cosas, pero María le suplica: «¡Calla! Por amor a mí».
«Callo.
Sí. Pero... fijaos... ¡que tenga que ver entre mis hijos a un bastardo como
ése!...».
Entretanto,
el bastardo se ha marchado, mientras la buena María de Alfeo descarga todo su
peso por este hijo obstinado. Y termina su desahogo en un fuerte llanto, y, en
medio de sollozos, manifiesta lo que, dentro de su pena, es su mayor pena: «¡Y
a ése no le voy a tener conmigo en el Cielo, no le voy a tener! ¡Le veré en
medio de tormentos! ¡Oh, Jesús, haz Tú el milagro!».
«¡Sí,
mujer¡ ¡Sí, María! ¡No llores! También tendrá su hora él. La undécima, quizás.
Pero la tendrá. Te lo aseguro. No llores...» la consuela Jesús... Y, una vez
terminado el llanto, dice a los apóstoles y discípulos: «Venid al olivar
mientras las mujeres preparan sus cosas. Vamos a hablar entre nosotros».
No hay comentarios:
Publicar un comentario