367. El jueves prepascual. Preparativos en el Getsemaní.
23 de enero de 1946.
1Apenas un
principio de aurora. Mas ya los hombres imitan a las aves, que bullen con sus
primeros vuelos y trabajos y cantos del día. La casa del Getsemaní, poco a
poco, se va despertando; y se ve precedida por el Maestro, que regresa ya de la
oración hecha en las primeras luces del alba, después de una noche entera de
oración; pero no entra.
Se
va despertando poco a poco el cercano campo de los galileos en la planicie del
Monte de los Olivos, y gritos y llamadas van por el aire sereno, atenuados por
la distancia, aunque suficientemente netos como para comprender que los píos
peregrinos reunidos allí de un momento a otro van a reanudar las ceremonias
pascuales interrumpidas la noche anterior.
Se
despierta. la ciudad, más abajo. Empieza el clamor que la llena (superpoblada
en estos días), con los rebuznos de los burritos (de hortelanos y vendedores de
corderos que se apretujan en las puertas para entrar), y con el llanto ‑ ¡qué
conmovedor! ‑ de centenares de corderos que, montados en carros, o dentro de
bastos más o menos grandes, o simplemente a hombros, se dirigen a su trágico
destino, y llaman a las madres... lloran su lejanía, sin saber que deberían
llorar la vida que tan precozmente llega a su fin. Y sigue aumentando, sin
cesar, el rumor en Jerusalén, por el ruido de los pasos en las calles y las
llamadas de una terraza a otra o de éstas a la calle, o viceversa; y el rumor
llega, como el de las ondas marinas, atenuado por la distancia, hasta la serena
hondonada del Getsemaní.
2Un primer rayo
de sol corta el aire en dirección a una exquisita cúpula del Templo, y la
inflama toda, como si un sol hubiera descendido a la Tierra, un pequeño sol
posado encima de un cándido pedestal, pero bellísimo a pesar de su pequeñez.
Los
discípulos y las discípulas miran admirados ese punto de oro. ¡Es la Casa del Señor! ¡Es el
Templo! Para comprender lo que era este lugar para los israelitas, basta ver
cómo fijan en él sus miradas. Parecen ver relampaguear, entre el rutilar del
oro encendido por el Sol, la
Faz Santísima de Dios. Adoración y amor patrio, santo orgullo
de ser hebreos, aparecen evidentes en esas miradas, más que si hablaran los
labios.
Porfiria,
que no ha vuelto a Jerusalén desde hace muchos años, vierte incluso lágrimas de
emoción, mientras, inconscientemente, aprieta el brazo de su marido, que le
está señalando no sé qué con la mano, y se abandona un poco sobre él, como una
recién casada, enamorada de su esposo, admirada de él, feliz de ser por él
instruida.
Entretanto,
las otras mujeres hablan quedo, casi en monosílabas, para consultarse lo que
debe hacerse este día. Anastática, todavía sin práctica y un poco ajena a este
nuevo ambiente, está ligeramente separada, absorta en sus pensamientos.
3María, que
estaba hablando con Margziam, la ve, se acerca a ella y le pasa un brazo
alrededor de la cintura: «¿Te sientes un poco sola, hija mía? Bueno, hoy irá
mejor. ¿Ves? Mi Hijo está indicando a los apóstoles que vayan a las casas de
las discípulas para advertirles que se reúnan y le esperen por la tarde en casa
de Juana. Se ve que quiere hablarnos, concretamente a las mujeres; bueno, antes
te habrá dado ya una madre. ¡Es buena, sabes? La conozco desde cuando estaba yo
en el Templo. Era una madre ya desde entonces para con las más pequeñas de las
consagradas. Y comprenderá tu corazón, porque también ella ha llorado mucho. Mi
Hijo la curó el año pasado de una melancolía mortal que se había apoderado de
ella después de la muerte de sus dos hijos. Te lo digo sólo para que sepas
quién es la que de ahora en adelante te va a querer, y a la que tú vas a
querer. Pero te digo lo mismo que el año pasado dije a Simón cuando recibía por
hijo a Margziam: "Que este afecto no debilite la voluntad de tu corazón de
servir a Jesús". Si así fuera, el don de Dios te sería más pernicioso que
la lepra, porque apagaría en ti la voluntad buena que un día te dará la
posesión del Reino».
«No
temas, Madre. En lo que está de mi parte, haré una llama de este afecto para
encenderme a mí misma cada vez más al servicio del Salvador. No me gravaré con
él, ni gravaré a Elisa, sino que, al contrario, juntas, apoyándonos y
estimulándonos recíprocamente en una santa competición, volaremos, con la ayuda
del Señor, por sus caminos».
4Mientras están
hablando, del campo de los galileos, de la ciudad, de casas esparcidas por las
laderas, del suburbio ‑ o quizás es un barrio ‑ que está ligeramente fuera de
la ciudad (en una de las dos vías que van de Jerusalén a Betania, y, más
exactamente, en la más larga, la que Jesús recorre sólo raras veces), empiezan
a llegar discípulos antiguos y recientes; los últimos son: Felipe y su familia,
Tomás solo, Bartolomé con su mujer.
«¿Dónde
están los hijos de Alfeo, Simón y Mateo?» pregunta Tomás, que no los ve.
Jesús
le responde: «Ya van delante. Los dos últimos, a Betania, para avisar a las
hermanas de que estén por la tarde en casa de Juana; los dos primeros, a ver a
Juana y a Analía, para avisarlas de lo mismo. Nos encontraremos a la ora
tercera en la Puerta
Dorada. Vamos entretanto a dar la limosna a los mendigos y
leprosos. Que Bartolomé se adelante con Andrés, para comprar alimentos para
ellos. Nosotros los seguiremos lentamente. Nos detendremos en el barrio de
Ofel, junto a la Puerta. Y
luego iremos donde los pobres leprosos».
«¿Todos?»
dicen poco entusiastas algunos.
«Todos
y todas. La Pascua,
este año, nos reúne como hasta ahora nunca había sido posible. Vamos a hacer
juntos lo que serán los deberes futuros de los hombres y mujeres que trabajen
en mi Nombre. 5Ahí viene deprisa Judas de Simón. Me alegro, porque
quiero que esté él también con nosotros».
En
efecto, Judas viene jadeante. «¿Llego con retraso, Maestro? Culpa de mi madre.
Ha venido, en contra de la costumbre y de lo que le había dicho. La he
encontrado ayer noche en casa de un amigo de nuestra familia. Y esta mañana me
ha entretenido hablándome... Quería venir conmigo, pero yo no he querido».
«¿Por
qué? ¿María de Simón no merece, acaso, estar donde tú estás? Es más, lo merece
mucho más que tú. Así que ve corriendo a recogerla y luego nos alcanzas en el
Templo, en la Puerta
Dorada».
Judas
se marcha sin poner objeciones. Jesús se pone en camino, delante, con los
apóstoles y los discípulos; las mujeres, con María en el centro. detrás de los
hombres.
368. El jueves prepascual. En Jerusalén y en el Templo.
24 de enero de 1946.
1No veo la
distribución de comida a los leprosos de Hinnón, de los cuales sólo oigo
hablar. No creo que se hayan producido milagros entre ellos, porque Simón Pedro
dice: «La soledad atroz no les ha dado la gracia de creer y saber dónde está la Salud».
Después
la ciudad los recibe por la
Puerta que introduce en el bullicioso o poblado barrio de
Ofel.
Después
de algunos metros, por la puerta entreabierta de una casa, aparece al
improviso, jubilosa, Analía, que hace un acto de veneración al Maestro mientras
dice: «Tengo permiso de mi madre para estar hasta la noche contigo, Señor».
«¿No se sentirá
molesto Samuel?».
«Ya no existe Samuel en mi vida, Señor. Y gracias
sean dadas al Altísimo. Solamente me conceda que no te deje a ti, mi Dios, como
me ha dejado a mí». La boca juvenil sonríe heroicamente, mientras un brillo de
llanto resplandece en sus ojos castos.
Jesús la mira fijamente y, por toda respuesta, le
dice: «Únete a las discípulas», y reanuda el camino.
Pero
la anciana madre de Analía, más anciana por los dolores que por la edad, se
acerca a su vez, muy inclinada en un saludo devotísimo y rendido, y dice: «La
paz a ti, Maestro. ¿Cuándo podría hablar contigo? ¡Estoy muy acongojada!...».
«En
seguida, mujer». Y, volviéndose a los que están con Él, ordena: «Quedaos aquí
fuera. Voy a entrar un momento en esta casa» y hace ademán de seguir a la
mujer.
Pero
Analía, desde el grupo de las mujeres, reclama su atención, con una sola
palabra: «¡Maestro!», ¡pero cuánto hay en ese palabra! Y junta las manos al
decirla, como si suplicara...
«No
temas. Ten paz. Tu causa está en mis manos, y también tu secreto» la tranquiliza
Jesús. Y luego, raudo, entra por la puerta entreabierta.
Fuera
se hacen comentarios sobre este hecho, y curiosidades masculinas y femeninas
compiten para saber... saber... saber...
2Dentro se
escucha y se llora. Jesús escucha. Apoyado de espaldas contra la puerta, que ha
cerrado tras sí en cuanto ha entrado, con los brazos recogidos sobre el pecho,
escucha a la madre de la muchacha, que le habla de la volubilidad del novio, el
cual habría aprovechado un pretexto para liberarse completamente del vínculo...
«De forma que Analía es como una repudiada, y nunca más se casará, porque ha
declarado que Tú no apruebas a quien después del repudio vuelve a casarse. Pero
no es así. ¡Ella es célibe todavía! No se vende a otro hombre, porque de ningún
hombre ha sido. Y él es culpable de crueldad. Y más. Porque le han venido ganas
de otras bodas; pero es mi hija la que va a aparecer como culpable, y el mundo
la escarnecerá. Haz algo, Señor, porque es por ti por quien sucede esto».
«¿Por
mí, mujer? ¿En qué he pecado?».
«¡No,
Tú no has pecado! Pero él dice que Analía te ama. Y finge estar celoso. Ayer
noche ha venido. Ella había ido a verte. Se enfureció y juró que ya no la
querría por esposa. Analía, que llegó en ese momento, le respondió: "Haces
bien. Lo único que siento es que vistas la verdad de mentira o de calumnia.
Sabes que a Jesús se le ama sólo con el alma. Pero es precisamente tu alma la
que se ha corrompido y deja la Luz
por la carne, mientras que yo dejo la carne por la Luz. No podríamos ser ya
un solo pensamiento, como dos esposos deben ser. Ve, pues, y que Dios te
ampare". Ni una lágrima, ¿comprendes? ¡Nada que tocara el corazón del
hombre! ¡Mis esperanzas defraudadas! Ella... ciertamente por superficialidad,
causa su ruina. 3Llámala, Señor. Habla con ella. Doblégala a la
razón. Busca a Samuel. Está en casa de Abraham su pariente, en la tercera casa
después de la Fuente
de la higuera. ¡Ayúdame! Pero primero habla en seguida con ella...».
«Hablar,
hablaré. Pero deberías dar gracias a Dios, que rompe un vínculo humano que está
claro que no prometía mucho. Ese hombre es voluble e injusto para con Dios Y
para con su novia...».
«Sí,
pero es atroz que el mundo la crea culpable, y que te crea culpable a ti, por
el simple hecho de que sea discípula tuya».
«El
mundo acusa y luego olvida. El Cielo, por el contrario, es eterno. Tu hija será
una flor del Cielo».
«¿Entonces
por qué has permitido que viviera? Habría sido una flor sin sufrir la
lapidación de las calumnias. ¡Tú que eres Dios llámala, hazla razonar, y luego
haz razonar a Samuel...».
«Recuerda,
mujer, que ni siquiera Dios puede avasallar la voluntad y libertad del hombre.
Ellos, Samuel y tu hija, tienen derecho a seguir lo que sienten que es bueno
para ellos. Especialmente Analía tiene derecho...».
«¿Por
qué?».
«Porque
Dios la ama mas que a Samuel. Porque ella da a Dios más amor que Samuel. ¡Tu
hija es de Dios!».
«No.
En Israel no es así. La mujer debe casarse... Es mía la hija... Sus esponsales
me prometían paz para el futuro...».
«Tu
hija estaría en el sepulcro desde hace un año, si Yo no hubiera actuado. ¿Quién
soy Yo para ti?».
«El
Maestro y Dios».
«Y
como Dios y Maestro digo que el Altísimo tiene más derecho que nadie sobre sus
hijos, y que mucho va a cambiar en la Religión, y de ahora en adelante podrán las vírgenes
ser vírgenes eternamente por amor a Dios . 4No llores, madre. Deja
tu casa y ven con nosotros, hoy. ¡Ven! Ahí afuera está mi Madre y otras madres
heroicas que han dado sus hijos al Señor. Únete a ellas...».
«Habla
con Analía... ¡Inténtalo, Señor!» gime la mujer entre sollozos.
«De
acuerdo. Haré como quieres» dice Jesús. Y, abierta la puerta, llama: «Madre,
ven con Analía».
Las
dos requeridas van presurosas. Entran.
«Muchacha,
tu madre quiere que te diga que lo pienses más. Quiere que hable con Samuel. ¿Qué
debo hacer? ¿Qué respuesta me das?».
«Habla
con Samuel si quieres. Es más, te suplico que lo hagas. Pero sólo porque
querría que se hiciera justo oyéndote. Respecto a mí, ya sabes; te ruego que le
des a mi madre la respuesta más verdadera».
«¿Has
oído, mujer?».
«¿Cuál
es la respuesta?» pregunta con voz quebrada la anciana, la cual al principio de
las palabras de su hija creía que ésta se hubiera vuelto atrás y luego ha
comprendido que no es así.
«La
respuesta es que desde hace un año tu hija es de Dios, y el voto es perenne
mientras dura la vida».
«¡Pobre
de mí! ¡¿Qué madre hay más infeliz que yo?!».
María
suelta la mano de la joven para abrazar a la mujer y decirle dulcemente: «No
peques con tu pensamiento y con tu lengua. Dar a Dios un hijo no es una desdicha;
antes al contrario, es una gran gloria. Un día me dijiste que tu dolor era el
haber tenido sólo una hija, porque querrías haber tenido el varón consagrado al
Señor. Tú tienes no un varón sino un ángel, un ángel que precederá al Salvador
en su triunfo. ¿Y te vas a considerar infeliz? Mi madre, habiéndome concebido
en tarda edad, espontáneamente me consagro al Señor desde el primer latido mío
que oyó en su seno. Y me tuvo sólo tres años. Y yo tampoco la tuve, sino en mi
corazón. Pues bien, su paz al morir fue el haberme dado a Dios... ¡Ánimo, ven
al Templo a cantar las alabanzas a Aquel que tanto te ama que ha elegido a tu
hija como esposa! Ten una verdadera sabiduría en tu corazón. Verdadera
sabiduría es no poner límites a la propia generosidad hacia el Señor».
La
mujer ha dejado de llorar. Escucha... Luego se decide. Toma el manto y se
envuelve en él. Y al pasar por delante de la hija suspira: «Primero la
enfermedad, luego el Señor... ¡Se ve que no debía tenerte!...».
«No,
mamá. No digas eso. Nunca me has tenido tanto como ahora. Tú y Dios. Dios y tú.
Sólo vosotros, hasta la muerte...» y la abraza dulcemente y le pide: «¡Una
bendición, madre! Una bendición... porque he sufrido por tener que hacerte
sufrir. Pero Dios me quería así...».
Se
besan llorando. Luego salen, precedidas por Jesús y María, y cierran la casa;
luego se ponen detrás del grupo de las discípulas...
...5«¿Por
qué entramos por aquí, Señor? ¿No era mejor entrar por la otra parte?» pregunta
Santiago de Zebedeo.
«Porque,
pasando por aquí, pasamos por delante de la Antonia».
«Y
esperas... ¡Ten cuidado, Maestro!... El Sanedrín te espía» dice Tomás.
«¿Cómo
lo sabes?» le pregunta Bartolomé.
«Basta
reflexionar en el interés de los fariseos para comprender. ¡Me decís que con
mil disculpas vienen continuamente a observar lo que hacemos!... ¿Con qué
finalidad, si no es buscando de qué acusar al Maestro?».
«Tienes
razón. Entonces es mejor no pasar por delante de la Antonia, Maestro. Si los
romanos no te ven, pues mejor».
«Y
en esta razón está contenido más el asco por ellos que la solicitud por mí, ¿no
es verdad, Bartolmái? ¡Qué sabio serías si quitaras de tu corazón estas
miserias!» responde Jesús, que sigue de todas formas por su camino sin escuchar
a nadie.
Para
ir a la Antonia
tienen que pasar por el Sixto, donde están el palacio de Juana y el de Herodes,
poco separados el uno del otro. Jonatán está en la puerta del palacio de Cusa.
En cuanto ve a Jesús, da la voz a los de la casa. Sale inmediatamente Cusa y
hace una reverencia. Le sigue Juana, ya preparada para unirse al grupo de las
discípulas.
Cusa
habla: «He oído que hoy estarás donde Juana. Concede a tu siervo tenerte como
invitado en un banquete».
«Sí.
Con tal de que me concedas que haga de él un banquete de caridad para los
pobres y los infelices».
«Como
te parezca, Señor. Ordena y haré lo que Tú quieras».
«Gracias.
La paz sea contigo, Cusa».
Juana
pregunta: «¿Tienes órdenes para Jonatán? Está a tu disposición».
«Las
daré cuando vuelva del Templo. Vamos, porque nos esperan».
Pasan
poco después junto al bonito y cruel palacio de Herodes (cerrado como sí
estuviera deshabitado). Pasan junto a la Antonia. Los soldados
observan el pequeño cortejo del Nazareno.
6Entran en el
Templo. Mientras las mujeres se detienen en la parte inferior, los hombres prosiguen
por el lugar concedido a ellos. Llegan así al sitio donde se presenta a los
niños y se purifican las mujeres. Un pequeño grupito de gente acompaña a una
joven madre y se detiene para cumplir las ceremonias del rito.
«¡Un
pequeñuelo consagrado al Señor, Maestro!» dice Andrés, que observa la escena.
«Es,
si no me equivoco, la mujer de Cesarea de
Filipo*, la del
castillo. Pasó
____________________________
* la mujer de Cesarea de Filipo es Dorca,
con quien ya nos hemos encontrado en 345.3/5; este fariseo que no me resulta desconocido, de doce párrafos más
abajo, es Jonatán de Uziel, con quien nos habíamos encontrado en 217.2/4.
por delante de
mí mientras te esperábamos en la Puerta Dorada» dice Santiago de Alfeo.
«Sí.
Está también la suegra y el administrador de Felipe. No nos han visto. Pero
nosotros los hemos visto a ellos» añade Judas Tadeo.
Y
Mateo añade: «Y nosotros dos hemos visto a María de Simón con un anciano. Pero
Judas no estaba. Parecía muy triste la mujer. Miraba afligida a su alrededor».
«Luego
la buscaremos. Ahora vamos a orar. Y tú, Simón de Jonás, presenta la ofrenda en
el gazofilacio*. Por todos».
Oran
largamente. La gente advierte claramente su presencia y unos a otros se señalan
al Maestro.
7Un breve
altercado, del que sobresale la nota aguda de una voz femenina, hace volver la
cabeza a los que oran menos recogidos.
«Si
he estado aquí para ofrecer el hijo varón a Dios, puedo quedarme otro poco para
ofrecérselo a quien le salvó para el Señor» dice la voz aguda.
Y
voces nasales de hombre insisten: «No le es lícito a la mujer detenerse aquí
después del rito. Márchate».
«Me
iré. Pero detrás de Él».
«Llámale
entonces y vete con Él».
«¡Calma!
¡Calma! Dejad que la mujer hable y cuente en qué se basa para decir que el
Nazareno ha salvado al niño para Dios» dice una voz despaciosa de hombre.
«¿Y
qué interés tienes en ello, Jonatán de Uziel?».
«¡Mucho
interés! Aquí hay ciertamente un nuevo pecado. Una nueva prueba. Escúchame,
mujer. ¿Cómo te salvó a tu hijo ese hombre? ¿Quieres decírselo a los buscadores
tenaces de la verdad?» solicita con hipócrita dulzura este fariseo que no me
resulta nuevo.
«¡Sí!
Lo digo con gratitud. Estaba desesperada porque el niño me había nacido muerto.
Soy viuda, y esta criatura es todo para mí. Él vino y le dio vida».
«¿Cuándo?
¿Dónde?».
«En
Cesarea de Filipo. Soy del castillo de Cesarea».
«¡La
vida! Habrá sido sólo un repentino desmayo del niño...».
«No.
Estaba muerto. Mi madre lo puede decir. Y lo puede decir el administrador del
castillo. Vino y le infundió su aliento en la boca y el niño se agitó y lloró».
«¿Y
tú dónde estabas?».
_____________________________
* Se llamaba gazofilacio a un recinto del Templo en
que los fieles depositaban las ofrendas de dinero, como será confirmado en
523.8. Mencionado en Juan 8,20
(aunque las nuevas traducciones dicen lugar
del tesoro), podría ser la vasta
habitación bien adornada que nos encontraremos en 506.1.
«En
la cama, señor. Acababa de dar a luz».
«¡Qué
horror!».
«¡Anatema!».
«¡Impuro!».
«¡Sacrílego!».
«¡Ahora
veis si tenía o no razón al preguntar!».
«¡Eres
sabio, Jonatán de Uziel! ¿Cómo lo has intuido?».
«Conozco
a ese hombre. Le vi violar el sábado en mis tierras de la llanura para quitarse
el hambre».
«¡Vamos
a expulsarle de aquí!».
«¡Vamos
a decírselo a los Príncipes de los sacerdotes!».
«No.
Preguntémosle si se purificó. No podemos acusar sin saber...».
«Estáte
callado, Eleazar. No te ensucies con una estúpida defensa».
La
joven Dorca, implicada en medio, causa de tanto jaleo, rompe a llorar y grita:
«¡No le hagáis ningún mal por causa mía!».
8Pero ya algunos
exaltados han llegado donde el Señor y le dicen impositivamente: «Ven aquí y
responde».
Los
apóstoles y discípulos están agitados de ira y temor. Jesús, sereno y solemne,
sigue a los que le han llamado.
«¿Reconoces
a esta mujer?» gritan mientras le empujan al centro del corro que se ha formado
alrededor de Dorca, a la que señalan como si fuera una leprosa.
«Sí.
Es una joven viuda y madre de Cesarea de Filipo. Y ésa es su suegra. Y ése es
el administrador del castillo. ¿Y entonces...!».
«Ella
te acusa de que entraste en su habitación mientras se producía el parto».
«¡No
es verdad, Señor! No he dicho eso. He dicho que me reviviste a mi hijo. ¡Y nada
más! Quería rendirte honor, y te he perjudicado. ¡Perdón, perdón!».
El
administrador de Filipo interviene para ayudarla y dice: «No es verdad.
Vosotros mentís. La mujer no ha dicho eso, y yo soy testigo y puedo jurarlo;
como también que el Rabí no entró en la habitación, sino que obró el milagro
desde la puerta».
«Calla,
siervo».
«No.
No callaré. Y se lo diré a Filipo, que venera al Rabí más que vosotros, falsos
devotos del Dios altísimo».
El
altercado pasa de la mujer al terreno religioso y político. Jesús guarda
silencio. Dorca llora.
9Eleazar, el
invitado justo del banquete de la casa de Ismael, dice: «Creo que se ha
aclarado la duda y no tiene ya objeto la acusación; y que el Rabí, justificado,
puede libremente marcharse».
«No.
Quiero saber si se purificó después de tocar al muerto. ¡Que lo jure por
Yehoveh!» grita Jonatán de Uziel.
«No
me purifiqué porque el niño no estaba muerto, sino que sólo tenía dificultad
para respirar».
«¡Ah,
ahora te va bien decir que no resucitó, ¿eh?!» grita un fariseo.
«¿Por
qué no haces ostentación como en Quedes?» pregunta otro.
«¡No
perdamos tiempo en palabras! Vamos a echarle de aquí y a llevar esta nueva
imputación al Sanedrín. ¡Un cúmulo de imputaciones!».
«¿Qué
otra?» pregunta Jesús.
«¿Que
qué otra! ¿El haber tocado a la leprosa sin purificarte después? ¿Puedes
negarlo? ¿Y haber blasfemado en Cafarnaúm, tanto que los más justos te han
abandonado? ¿Puedes negarlo?».
«No
niego nada. Pero no tengo pecado, porque tú, Sadoq, tú que acusas, sabes por el
marido de Anastática que no estaba
leprosa; tú lo sabes, paraninfo del adulterio de Samuel, tú, embustero con
él ante el mundo para favorecer la lujuria de un inmundo, dando el nombre de
lepra a lo que no era tal, y condenando a una mujer a la tortura que significa
el ser llamado "leproso" en Israel, sólo porque eres cómplice del marido
culpable».
El
escriba Sadoq, uno de los que estaban en Yiscala y luego en Quedes, herido en
pleno centro, se escabulle sin decir nada más. Le siguen los gritos burlones de
la gente.
«¡Silencio!
Es lugar sagrado» dice Jesús. Y ordena a la mujer y a los que estaban con ella:
«Vamos. Venid conmigo a donde me esperan». Y se encamina, severo y majestuoso,
seguido por los suyos.
10Entretanto, la
mujer, ante las preguntas de muchos, cuenta una y otra vez, repitiendo siempre:
«Mi hijo es suyo y a Él se lo consagro».
El
administrador se acerca a Jesús y dice: «Maestro, he referido a Filipo el
milagro. Me ha enviado para decirte que te estima. Tenlo presente en las
insidias de Herodes... y de los otros. Querría ver también él, y oírte. ¿No
vienes hoy a su casa? Te acogería con gusto, incluso en la Tetrarquía».
«No
soy ni un histrión ni un mago. Soy el Maestro de la Verdad. Que venga a la Verdad y no le rechazaré».
Están
en el patio de las mujeres. «¡Ahí está! ¡Ahí está!» dicen las discípulas a
María, que está preocupada por el retraso.
Se
reúnen. Jesús quisiera despedirse de los de Cesarea, para ir a buscar a María,
madre de Judas; pero Dorca se arrodilla y dice: «Te buscaba yo antes que ella,
antes que esa mujer que buscas y que es madre de un discípulo. Te buscaba para
decirte: "Este hijo es tuyo. Varón unigénito. Te lo consagro. Tú eres el
Dios vivo. Que sea siervo tuyo " ».
«¿Sabes
lo que esto significa? Quiere decir consagrar a tu hijo al dolor, perderlo como
madre y ganarlo como mártir en el Cielo. ¿Te sientes con fuerzas de ser mártir
en tu hijo?».
«Sí,
mi Señor. Mártir me habría hecho su muerte, un martirio de una pobre mujer
madre. Por ti seré mártir de forma perfecta, grata al Señor».
«¡Pues
así sea!... 11¡Oh, María de Simón! ¿Cuándo has venido?».
«Ahora.
Con Ananías, un pariente mío... Yo también te buscaba, Señor...».
«Lo
sé. Y había enviado a Judas a decirte que vinieras. ¿No ha ido?».
La
madre de Judas agacha la cabeza y susurra: «Salí inmediatamente después de él
para ir al Getsemaní. ¡Pero ya te habías marchado!... He venido rápidamente al
Templo... Ahora te encuentro... A tiempo de oír a esta muchacha, ya madre, ¡y
tan dichosa!... ¡Cómo desearía poder decirte sus mismas palabras, Señor,
respecto a un Judas recién nacido... lleno de dulzura... como uno de estos corderitos...»
y, llorando, señala a los corderitos baladores que van hacia los que los han de
inmolar. Se envuelve en el manto para esconder su llanto.
«Ven
conmigo, madre. Hablaremos en casa de Juana. Éste no es el sitio apropiado».
Las
discípulas toman consigo, en medio de ellas, a María, madre de Judas. El
pariente Ananías, por su parte, se mezcla con los discípulos. Entre las
discípulas también van Dorca y su suegra. María de Alfeo y Salomé entran en
éxtasis haciendo mimos al pequeñuelo.
Se
encaminan hacia la salida. Pero, antes de llegar, he aquí que un esclavo romano
trae una tablilla encerada a Juana, que la lee y responde: «Dirás que sí. Por
la tarde en mi casa, en el palacio».
Y
luego es el gorjeo de Yaia y su madre al ver al Salvador: «¡Ahí está el Donador
de la luz! ¡Bendito seas, Luz de Dios!» y están rostro en tierra, felices.
La
gente se arremolina, pregunta, comprende, aclama.
Y
luego es el anciano Matías el que venera y bendice (el hombre que ofreció
hospedaje en la noche de tormenta a Jesús y a los suyos cerca de Yabés Galaad).
Luego
es el abuelo de Margziam y los otros campesinos. Jesús, después de hablar con
Juana, les dice: «Venid conmigo». Y ya se lo ha dicho a Dorca, a Yaia, a
Matías.
12Pero, cerca de la Puerta Dorada, están
Marcos de Josías (el discípulo apóstata) y Judas Iscariote hablando
animadamente. Judas ve venir al Maestro y se lo dice a su compañero; este,
cuando tiene a Jesús detrás, se vuelve. Las miradas se entrecruzan. ¡Qué mirada
la de Cristo! Pero el otro ya está sordo ante cualquier santo poder. Para huir
antes, casi echa a Jesús contra una columna. Y Jesús no reacciona sino
diciendo: «¡Marcos, deténte! ¡Por piedad de tu alma y de tu madre! ».
«¡Satanás!»
grita el otro. Y se marcha.
«¡Qué
horror!» gritan los discípulos. «¡Maldícele, Señor!». Y el primero en decirlo
es Judas Iscariote.
«No.
Dejaría de ser Jesús... Vamos...».
«¿Pero
cómo, cómo es que se ha vuelto así? ¡Tan bueno como era!» dice Isaac, que
parece como traspasado por una flecha de lo apenado que está por el cambio de
Marcos.
«Es
un misterio. ¡Una cosa inexplicable!» dicen muchos.
Y
Judas de Keriot: «Sí. Le dejaba hablar. Todo una herejía. ¡Pero cómo la dice!
Casi te persuade. No era tan sabio cuando era justo».
«Debes
decir que no estaba tan enajenado cuando estaba endemoniado cerca de Gamala»
dice Santiago de Zebedeo.
Y
Juan pregunta: «¿Por qué, Señor, cuando estaba endemoniado te causaba menos
daño que ahora? ¿No puedes curarle para que no te perjudique?».
«Porque
ahora ha recibido dentro de sí a un demonio inteligente. Antes era una posada
tomada por la fuerza por una legión de demonios. Pero faltaba en él el consenso
de tenerlos. Ahora su inteligencia ha
querido a Satanás, y Satanás ha puesto en él una fuerza demoníaca
inteligente. Contra esta segunda posesión nada puedo. Debería violentar la
voluntad libre del hombre».
«¡¿Sufres,
Maestro?!».
«Sí.
Son mis angustias... mis derrotas... Y si me aflijo es porque son almas que se
pierden. Sólo por esto. No por el mal que me hacen a mí».
13Estando todos
parados, a la espera de que el camino quede libre de un atasco de gente y
caballerías, forman corrillo. La mirada de la madre de Judas es de una potencia
tal, que su hijo le pregunta: «¡Pero bueno!, ¿qué te pasa? ¿Es la primera vez
que ves mi cara? Tú es que estás enferma. Tengo que llevarte al médico...».
«¡No
estoy enferma, hijo! ¡Ni es la primera vez que te veo!».
«¿Y
entonces?».
«Entonces...
nada. Lo único es que quisiera que no merecieras jamás estas palabrás del
Maestro».
«Yo
ni le abandono ni le acuso. ¡Soy su apóstol!».
Reanudan
la marcha, hasta que Jesús se detiene para saludar a Juana y a las discípulas
que van con Juana a su casa. Los hombres, todos, van al Getsemaní.
«Podíamos
haber ido todos allá. Hubiera querido ver lo que decía Elisa» masculla Pedro.
«Lo
verás. Porque será hoy cuando sepa, y de mi boca, que a Anastática se la confío
a ella».
«¿Y
esta noche banquete?».
«Sí.
Ya he dicho a Juana lo que debe hacer».
«¿Qué
debe hacer? ¿Cuándo se lo has dicho?» pregunta más de uno.
«Lo
veréis. Antes de dejarla. Mientras la saludaba. Vamos sin demora, para estar
pronto en el jardín de Juana».
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