369. El jueves prepascual. Parábola de la lepra de las casas.
25 de enero de 1946.
1Y en el camino
de regreso hacia la casa de Juana, estando un poco aislados en medio de la
gente que se aglomera en los caminos y que separa a unos de otros a los
componentes de la nutrida comitiva que sigue a Jesús, Pedro, que va con el
Maestro y con los dos hijos de Alfeo, pregunta: «Ahora que podemos hablar un
poco entre nosotros, Señor, ¿me dices una cosa que estoy pensando desde ayer
por la noche?».
«Sí,
Simón. Dime de qué se trata y te responderé».
«Ya
desde ayer por la noche pienso en la gracia especial que concedes a Juan en
Antigonio. ¡Es muy grande esa gracia, ¿eh?! Es una cosa única. ¡Exclusivamente
para él! Y la verdad es que Síntica también merece mucho... Y, en fin, hay
mucha gente magnífica que... merecería verte... y que no te ve sino cuando está
a tu lado. Nosotros, por ejemplo, ¡qué consolados nos habríamos sentido cuando
nos has mandado por los caminos! Y hemos atravesado momentos en que una palabra
tuya nos habría sacado de la incertidumbre... Pero a nosotros no vienes
nunca... ¿Por qué esta diferencia?».
«Concluyendo,
¿tú, Simón mío, estás un poco celoso?...».
«¡No,
hombre, no! Pero... Bueno... querría saber tres cosas: ¿por qué a Juan de
Endor?; si sólo a él; y si no existe la posibilidad de que un día nos suceda
también a nosotros, a mí, por ejemplo, que te vea milagrosamente y sepa de tu
boca cómo actuar».
«Te
respondo. A Juan porque es un espíritu lleno de buena voluntad, que, no
obstante, tiene debilidades, más bien de tipo físico, que podrían derrumbar el
edificio de su elevación a Dios, que él ha construido. 2¿Ves, amigo
mío? El pasado, habiendo estado mucho tiempo sobre nosotros como una costra
profundamente radicada, no sólo ha incidido signos indelebles, sino que deja
indelebles tendencias en todos los hombres. Mira, por ejemplo, aquella casucha
construida al pie del monte. Las aguas del suelo, las que corren monte abajo
durante las lluvias, se han filtrado lentamente en ella. Ahora hay sol
caliente, y lo habrá durante meses. Pero el moho que ha penetrado en la
argamasa estará siempre presente cual manchas de lepra. La casa ha sido
abandonada por haber sido declarada leprosa. En otros tiempos menos
irrespetuosos la casa habría sido demolida, según la Ley*. ¿Porque le ha acecido
este desastre a la pobre casa? Porque los propietarios no se han preocupado de
disponer zanjas alrededor para no permitir que las aguas se estancaran en la
base, para desviar, lejos del lado que apoya en el monte, las aguas que bajan.
Ahora la casa no sólo es fea, sino que está minada por la humedad. Si un hombre
voluntarioso se preocupara de hacer esos
trabajos, y luego
la limpiara bien, y raspara
las paredes y cambiara los
_____________________
*
segun la Ley, sobre la lepra
de las casas, que está en Levítico 14, 33‑57.
adobes
enmohecidos por otros nuevos; podría ser usada todavía. Pero, de todas formas,
presentaría unas debilidades tales, que en un terremoto sería la primera en
derrumbarse. Juan ha estado, durante años, penetrado de los venenos del mal del
mundo. Ha puesto los medios, con su voluntad, para desterrarlos de su alma
revivida. Pero en la base escondida en la carne, en la parte inferior, han
quedado debilidades... El espíritu está fuerte, pero su carne es débil; y la
carne se desata incluso en tempestades, cuando sus fómites se juntan con
elementos del mundo, capaces de zarandear el yo. ¡Juan!... ¡Qué remoción de partículas del pasado por cuanto ha
sucedido! Yo le ayudo en la resistencia, en la depuración, en la victoria sobre
el pasado que tiende a resurgir; doy consuelo a su excesivo sufrimiento en la
manera que puedo. Porque lo merece. Porque es justo ayudar a una voluntad santa
que sufre el asalto de toda la iniquidad del mundo. 3¿Te
convences?».
«Sí,
Maestro. ¿Y... sólo te muestras a él?».
Jesús
sonríe mirando a Pedro, que a su vez le mira desde abajo y parece un niño
observando la cara de su padre. Responde: «No sólo a él. También a otros que
están lejos construyéndose su santidad, fatigosamente y solos».
«¿Quiénes
son?».
«No
es necesario saberlo».
Santiago
de Alfeo pregunta: «¿Y a nosotros, por ejemplo, cuando estemos solos y ‑ ¡a
saber cuánto! ‑ atormentados por el mundo?... ¿no nos vas a ayudar con tu
presencia?».
«Tendréis
al Paráclito con sus luces».
«De
acuerdo... Pero yo... no le conozco... y... creo que no lograré jamás
comprenderle. Tú... es otra cosa... Diré: "¡Oh, el Maestro!" y te
preguntaré lo que hay que hacer, con la seguridad de que eres Tú...» dice
Pedro. Y termina: «¡El Paráclito! ¡Demasiado excelso para este pobre pescador!
¡Quién sabe lo difícil que habla y lo... ligero que es: un soplo que pasa...!
No sé si alguno se dará cuenta siquiera... Yo necesito un buen meneo, un grito,
para que mi cocota se despierte y pueda entender. ¡Pero, si te me apareces Tú,
te veo, y entonces!... Prométeme, o mejor a todos, prométenos que te nos vas a
aparecer también a nosotros. ¡Pero así, ¿eh?! De carne y sangre. Que se te vea
bien y se te oiga mejor».
«¿Y
si lo hiciera para regañar?».
«¡No
importa! Al menos ‑ ¿verdad, vosotros dos? ‑, al menos sabríamos lo que
tendríamos que hacer».
Los
dos hijos de Alfeo asienten.
«Pues
os lo prometo. A pesar de que ‑ creedlo ‑ el Paráclito sabrá hacer que vuestras
almas le entiendan. Pero iré Yo a deciros: "Santiago, haz esto o aquello.
Simón Pedro, no está bien que hagas esa otra cosa. Judas, fortalécete para
estar preparado para esto o para aquello"».
«Muy
bien. Ahora estoy más tranquilo. ¡Y ven a menudo, ¿eh?! Porque yo estaré como
un pobre niño desamparado que no hará sino que llorar y... hacer cosas no
buenas...». Y casi casi Pedro ya se echa a llorar desde ahora...
4Judas Tadeo
pregunta: «¿No podrías hacerlo para todos desde ahora? Quiero decir: para los
que dudan, para los culpables, los desleales. Quizás un milagro...».
«No,
hermano. El milagro hace mucho bien, especialmente el milagro de ese tipo,
cuando se da a tiempo y en el lugar oportuno, a personas no maliciosamente
culpables. Dado a personas maliciosamente culpables, aumenta su culpabilidad
porque aumenta su soberbia. Toman el don de Dios como debilidad de Dios, que
les suplicaría a ellos, a los orgullosos, permitir amarlos. Toman el don de
Dios como producto de sus grandes méritos. Se dicen a sí mismos: "Dios se
humilla conmigo porque soy santo". Entonces es la ruina completa. La
ruina, por ejemplo, de un Marcos de Josías, y con él de otros... ¡Ay de aquel
que entra por este camino satánico!: el don de Dios se transforma en él en
veneno de Satanás. Ser agraciado con dones extraordinarios constituye la prueba
más grande y segura del grado de elevación y de voluntad santa en un hombre.
Muy frecuentemente, el hombre se embriaga de ello humanamente, y, de
espiritual, pasa a ser todo humanidad, y luego baja y se hace satanicidad».
«¿Y
entonces por qué los concede Dios? ¡Sería mejor que no los concediera!».
«Simón
de Jonás, ¿para enseñarte a andar tu madre te tuvo siempre entre pañales y en
brazos?».
«No.
Me ponía en el suelo, y me soltaba».
«¡Pero
te caerías, ¿no?!».
«¡Una
infinidad de veces! Bueno y mucho más porque yo era muy... Bueno, que ya desde
pequeño tenía pretensiones de actuar por mí mismo y de hacer todo bien».
«
¡Pero ahora ya no te caes!».
«¡Estaría
bueno! Ahora sé que subirme al respaldo de una silla es peligroso, sé que
pretender usar los desagües para bajar del tejado al patio es un error, sé que
querer volar desde la higuera hasta dentro de la casa, como si fuéramos
pájaros, es cosa de locos. Pero de pequeño no lo sabía. Y lo que es un misterio
es que no me matara. Pero poco a poco fui aprendiendo a usar bien las piernas y
la cabeza».
«Entonces
Dios ha hecho bien dándote piernas y cabeza; y tu madre, dejándote aprender
sufriendo en ti las consecuencias,
¿no?».
«¡Claro
está!».
«Lo
mismo hace Dios con las almas. Les da los dones y, como una madre, advierte y
enseña. Pero luego cada uno debe razonar por si mismo sobre cómo usarlos».
«¿Y
si es un deficiente mental?».
«Dios
no da los dones a los deficientes mentales. A éstos los ama, porque son
infelices, pero no les da aquello de cuya posesión no tendrían conciencia».
«¿Pero
si se los diera y los usaran mal?».
«Dios
los trataría según su realidad, es decir, como a personas incapaces y, por
tanto, sin responsabilidad. No los juzgaría».
«¿Y
si uno es inteligente cuando los recibe y luego se vuelve necio o loco?».
«Si
es por enfermedad, no es culpable de no usar el don recibido».
«¿Pero...
uno de nosotros, por ejemplo? ¿Josías... O... ¡bueno... u otro!?».
«¡Más
le valdría no haber nacido! Mas así se separan los buenos de los malos...
Operación dolorosa, pero justa».
5«¿Qué decís de
bueno? ¿Nada para nosotros?» preguntan otros apóstoles que, dada la anchura de
la calle, pueden reunirse con Jesús.
«Hablábamos
de muchas cosas. Jesús me ha dicho una parábola sobre la lepra de las casas.
Luego os la digo yo» responde Pedro.
«¡De
todas formas, qué supersticiones, ¿eh?! Dignas de aquellos tiempos. Las paredes
no cogen lepra. Los antiguos, ignorantes, aplicaban a vestidos y a paredes propiedades
animales. Cosas ridículas y que nos hacen ridículos» dice con aires de sabio
Judas Iscariote.
«No
son como dices, Judas. Bajo la apariencia ‑ que era como era necesaria para las
mentes de aquel tiempo ‑ hay una finalidad grande formada de santas previsiones.
Como muchos otros preceptos del viejo Israel. Preceptos orientados a la salud
del pueblo. Conservar sano a un pueblo es deber de los legislatores, es honrar
a Dios y servirle, porque el pueblo está constituido por criaturas de Dios. No
se le debe desatender, de la misma forma que no se desatiende ni a los animales
ni a las plantas. Las casas definidas leprosas no tienen, es verdad, la
enfermedad carnal de la lepra. Pero tienen defectos de construcción y de
ubicación que las hacen malsanas y que se manifiestan con las manchas definidas
"lepra de las paredes". Con el paso del tiempo se hacen no sólo
malsanas para el hombre, sino peligrosas porque están expuestas a un fácil
derrumbamiento. Por eso bien prescribe la Ley, y ordena abandonarlas y reconstruirlas, e
incluso destruirlas si, una vez reconstruidas, vuelven a aparecer enfermas».
«¡Hombre,
pero un poco de humedad, qué va a hacer? Se seca con braseros».
«Y
la humedad no aparece externamente, y el engaño aumenta, La humedad aumenta por
dentro y mina, y un buen día se derrumba la casa y sepulta a sus habitantes.
¡Judas, Judas! ¡Mejor tener excesiva vigilancia que ser imprudentes!».
«Yo
no soy una casa».
«Eres
la casa de tu alma. No dejes que en la casa se filtre el mal y corroa... Vigila
por la incolumidad de tu alma. Vigilad todos».
«Vigilaré,
Maestro. Pero, dime la verdad, ¿estás impresionado por las palabras de mi
madre? Esta mujer está enferma. Ve fantasmas. Tengo que llevarla al médico.
Cúramela Tú, Maestro».
«La
consolaré. Pero tú eres el único que puedes curarla, calmando su congoja».
«Congoja
sin fundamento. Créeme, Señor».
«Mejor
así, Judas. Mejor así. Pero tú, con una conducta cada vez más justa, trata de
anular esa congoja. Si ha surgido, habrá habido un motivo. Anula incluso el
recuerdo de ese motivo, y tu madre y Yo te bendeciremos».
6«¿Maestro,
temías que me pusiera de acuerdo con Marcos de Josías?».
«No
temo nada».
«¡Ah!
¡Bien! Porque yo trataba de convencerle. Creo que era mi deber. ¡Ninguno lo
hace! ¡Yo tengo celo por las almas!».
«Ten
cuidado de que no te ocurra un mal» dice Pedro bondadosamente.
«¿Qué
quieres decir?» dice Judas agresivo.
«Nada
más que esto: que para tocar algo que quema hay que coger algo que aísle».
«¿Qué,
en nuestro caso?».
«¿Qué?
Una gran santidad».
«¿Y
yo no la tengo, no es verdad?».
«Ni
tú, ni yo, ni ninguno de nosotros. Por eso... podríamos quemarnos y quedar
marcados».
«¿Y
entonces quién se va a ocupar de las almas?».
«Por
ahora el Maestro. Después, cuando, según la promesa, tengamos los medios para
poderlo hacer, nosotros».
«Pero,
yo quiero actuar antes. Nunca se trabaja demasiado pronto para el Señor».
«Creo
que lo que dices está bien, pero también creo que el primer trabajo para el
Señor lo tenemos que hacer en nosotros. ¡Ir a predicar santidad a los otros antes
que a nosotros mismos?...».
«Eres
egoísta». «En absoluto». «Sí».
«No».
Empieza
la discusión. Interviene Jesús: «Pedro tiene razón en buena parte. Tú también
tienes un poco de razón. Porque la predicación se debe apoyar sobre los hechos.
Por eso santificarse para poder decir: "Haced lo que digo porque es
justo". Y esto apoya lo que dice Pedro. Pero también el trabajar en los
espíritus de los demás sirve para formar los propios, porque nos obliga a
mejorarnos para no ser objeto de observaciones por parte de los que se hayan de
convertir. Mas ya hemos llegado a la casa de Juana... Vamos a entrar a gozar
del amor de contarnos entre los obreros del Señor; y a predicar, con los
hechos, el tiempo futuro».
370. El jueves prepascual. En el convite de los pobres en el palacio de
Cusa.
26 de enero de 1946.
1«Paz a esta
casa y a todos los presentes» es el saludo de Jesús mientras entra en el vasto
vestíbulo, muy fastuoso, que está todo iluminado a pesar de ser de día.
Y
no son superfluas las lámparas. Y es que, si bien es cierto que es de día, no
es menos cierto que afuera hay un sol cegador, en las calles y en las fachadas
blancas de cal, mientras que aquí, en este amplio, pero sobre todo largo,
corredor vestíbulo, que debe cortar toda la casa, desde el sólido portal hasta
el jardín ‑ cuyo verde lleno de sol aparece allá, en el fondo, y parece lejano
por un juego de la perspectiva ‑, debe haber habitualmente una penumbra que,
para quien viene de fuera, cegados sus ojos por el intenso sol, es sombra
completa. Por eso, Cusa se ha preocupado de que las grandes y numerosas
lamparillas de cobre repujado, fijadas a distancias constantes en ambas paredes
del vestíbulo, estén todas encendidas, y también la lámpara central (un cuenco
grande de alabastro rosa en que están incrustados, en el róseo leve del
alabastro, diaspros y otras lascas preciosas y multicolores que, por la luz
encendida dentro, resplandecen como si fueran estrellas, proyectando arcoiris
sobre las paredes pintadas de azul obscuro, sobre las caras, sobre el suelo de
mármol veteado). Y parece como si menudas estrellas se posaran en las paredes,
en los rostros, en el suelo, menudas y móviles estrellitas multicolores, porque
la lámpara ondea levemente debido a la corriente de aire que recorre el
vestíbulo y los tornasoles de las lascas preciosas cambian continuamente de
posición.
«Paz
a esta casa» repite Jesús mientras se adentra y va bendiciendo sin cesar a los
criados, que le hacen una profunda reverencia, y a los invitados, asombrados de
estar allí reunidos, en contacto con el Rabí, en un palacio principesco...
2¡Los invitados!
El pensamiento de Jesús se delinea claramente. El convite de amor querido por
Él en casa de la buena discípula es una página del Evangelio traducida en
acción. Son mendigos, tullidos, ciegos, huérfanos, ancianos, jóvenes viudas con
sus pequeñuelos agarrados a los vestidos o que maman la escasa leche de su
desnutrida madre. La riqueza de Juana ya ha proveído a substituir los vestidos
harapientos con vestidos modestos pero limpios y nuevos. Mas si las cabelleras
ordenadas, como oportuna medida de aseo, y si los vestidos limpios dan a estos
desdichados ‑ a quienes los criados alinean o sujetan para llevarlos al sitio ‑
un aspecto ciertamente menos miserable del que tenían cuando Juana dispuso que
fueran a recogerlos a los callejones, a los cruces, a los caminos que conducen
a Jerusalén, a aquellos lugares en que su miseria se celaba abochornada o se
exponía en busca de limosnas; si ello es así, por el contrario, resultan
todavía visibles las penalidades en las caras, las debilidades en los miembros,
las desventuras, las soledades en las miradas...
Jesús
pasa y bendice. Cada infeliz recibe su bendición. Si la derecha está levantada
bendiciendo, la izquierda baja a acariciar temblorosas y canas cabezas de
ancianos, o inocentes cabecitas de niños. Recorre así, hacia arriba y hacia
abajo, el vestíbulo, para bendecir a todos, incluso a los que entran mientras
ya está bendiciendo y, todavía haraposos, se esconden con miedo y empacho en un
rincón, hasta que los criados, con modos corteses, los llevan a otro sitio para
ser lavados y vestidos con ropa limpia, como los que han llegado antes que
ellos.
3Pasa una joven
viuda con su nidada de niños... ¡Qué miseria! El más pequeño, completamente
desnudo, envuelto en el velo desgarrado de su madre... los más grandecitos sólo
con lo indispensable para salvar la decencia; sólo el mayor, un jovencito
flaquísimo, lleva un vestido que puede llamarse tal, pero como contrapartida va
descalzo.
Jesús
observa esto, llama a la mujer y dice: «¿De dónde vienes?».
«De
la llanura de Sarón, Señor. Leví ya me ha llegado a la mayoría de edad... He
tenido que acompañarle al Templo... yo... porque ya no tiene padre» y la mujer
llora quedo, ese llanto mudo de quien ha llorado demasiado.
«¿Cuándo
se te ha muerto tu marido?».
«Ha
hecho un año en Sebat. Hacía dos lunas que estaba encinta...» y traga los
sollozos para no causar turbación, curvándose toda hacia el pequeñuelo.
«¿El
niño tiene entonces ocho meses?».
«Sí,
Señor».
«¿Qué
hacía tu marido?».
La
mujer susurra tan bajo, que Jesús no entiende. Se inclina para oír, diciendo:
«Repite sin temor».
«Mi
marido trabajaba como herrador en una forja... Pero se enfermó mucho... porque
tenía heridas que supuraban». Y termina en voz bajísima: «Era un soldado de
Roma».
«Pero
¿tú eres de Israel?».
«Sí,
Señor. No me arrojes de tu presencia como impura, como hicieron mis hermanos
cuando fui a implorar piedad después de la muerte de Cornelio...».
«¡No
tengas esos miedos! ¿Qué haces ahora como trabajo?».
«Soy
criada, si me aceptan; espigadora, batanera, bato el cáñamo... hago de todo...
para el pan de éstos. Leví ahora va a ponerse a trabajar en el campo... si le
aceptan, porque... es bastardo de raza».
«¡Confía
en el Señor!».
«Si
no hubiera confiado, me habría matado con todos ellos, Señor».
«Ve,
mujer. Nos veremos aún» y la saluda.
4Juana,
entretanto, se ha acercado y está arrodillada, a la espera de que el Maestro la
vea. Él, efectivamente, se vuelve y la ve.
«Paz
a ti, Juana. Me has obedecido a la perfección».
«Obedecerte
es mi alegría. Pero no he sido la única que te ha procurado "la
corte" como Tú querías. Cusa me ha ayudado en todos los modos, y Marta y María también. Y Elisa. Quién mandando a
los criados por lo necesario y a ayudar a los criados míos a reunir a los
invitados, quién ayudando a las siervas y a los siervos de los baños a limpiar
a los "bienamados", como Tú los llamas. Ahora, con tu permiso, voy a
dar a todos un poco de comida, para que no desfallezcan mientras esperan las
viandas».
«Sí,
sí, como quieras. ¿Dónde están las discípulas?».
«En
la terraza superior, donde he dispuesto que se preparen las mesas. ¿He pensado
bien?».
«Sí,
Juana. Arriba estarán tranquilos, y también nosotros».
«Sí,
yo también he pensado lo mismo. Y es que, además, en ninguna sala habría podido
preparar para tantos... Y no quería hacer separaciones para no crear celos y
dolor. ¡Las personas desagraciadas tienen una sensibilidad, es más, una
dolorabilidad, tan aguda!... Son todo una llaga, y basta una mirada para
hacerlos sufrir».
«Sí,
Juana. Tienes alma compasiva y comprendes. Que Dios te recompense tu piedad. 5¿Hay
muchas discípulas?».
«¡Todas
las que están en Jerusalén!... Pero... Señor... yo quizás he pecado... Querría
decirte una cosa en secreto».
«Llévame
a un lugar solitario».
Van
los dos solos a una habitación. Por los juguetes que hay diseminados por todas
partes, se intuye que es lugar de juegos de María y Matías.
«¿Entonces,
Juana?».
«Mi
Señor, sin duda he sido imprudente... Pero el gesto me ha venido tan
espontáneo, tan impetuoso... Cusa me ha regañado. Pero la verdad es que ya...
Ha venido al Templo un esclavo de Plautina con una tablilla. Ella y sus
compañeras preguntaban si era posible verte. He respondido: "Sí, por la
tarde en mi casa". Y vendrán... ¿He hecho mal? ¡No por ti!... Por los
demás, por los que son enteramente Israel...
y no amor como Tú. Si he faltado, repararé como convenga... Pero es que deseo
tanto que el mundo, el mundo entero, te
ame, que... que no me he parado a pensar que en el mundo sólo Tú eres
Perfección y demasiados pocos tratan de parecerse a ti».
«Has
hecho bien. Hoy os predico a todos vosotros con las obras. Y en el futuro una
de las cosas que habrán de hacer los que crean en mí será el que entre los
creyentes en Jesús Salvador haya gentiles. ¿Dónde están los niños?».
«Por
todas partes, Señor» sonríe Juana, ya tranquilizada, y termina: «La fiesta los
exalta y corren de un lado para otro como pajarillos felices».
Jesús
la deja. Vuelve al vestíbulo, hace un gesto a los hombres que estaban con Él y
se encamina hacia el jardín para luego subir a la amplia terraza.
6Una alegre
laboriosidad llena la casa desde los subterráneos hasta el tejado. Unos van,
otros vienen, con comida o enseres, con fajos de vestidos, con asientos; otros
acompañan a invitados o responden a quien pregunta. Todos con alegría y amor.
Jonatán, solemne en su función de administrador, incansable, dirige, vigila,
aconseja.
La anciana Ester, feliz de ver a Juana tan animada y lozana, ríe en medio
de un círculo de niños pobres, y les distribuye unos bollos mientras relata
cosas maravillosas. Jesús se detiene un momento a escuchar la conclusión
espléndida de uno de estos relatos: «Dios concedió a la buena Alba de mayo, que
nunca se rebelaba contra el Señor por motivo de los dolores que habían
sobrevenido a su casa, muchas ayudas, por las que en Alba de mayo pudieron
hallar salvación y bien sus hermanitos. Los ángeles llenaban la pequeña masera,
terminaban el trabajo en el telar para ayudar a la niña buena, diciendo:
"Es nuestra hermana porque ama al Señor y a su prójimo. Tenemos que
ayudarla"».
«¡Que
Dios te bendiga, Ester! ¡Casi que me paro Yo también a escuchar tus parábolas!
¿Me aceptas?» dice Jesús sonriendo.
«¡Oh,
mi Señor! ¡Soy yo quien debe escucharte a ti! ¡Pero para los pequeñuelos basto
yo, que soy una pobre vieja ignorante!».
«Tu
alma justa es útil también para los adultos. Sigue, sigue, Ester...» y le
sonríe mientras se marcha.
7Ya están
diseminados por el vasto jardín los invitados y consumen su primer bocado
mirando a su alrededor y mirándose recíprocamente con asombro. Hablan, se
intercambian comentarios sobre esta inesperada suerte. Pero, cuando ven pasar a
Jesús, se ponen en pie si pueden hacerlo y se inclinan adorando.
«Comed,
comed. Sentíos con libertad y bendecid al Señor» dice Jesús al pasar, yendo
hacia las dependencias de los jardineros, desde las cuales empieza la escalera
que por una ventilada rampa conduce a la amplia terraza.
8«¡Rabbuní mío!»
grita la Magdalena,
saliendo rauda de una habitación, con los brazos cargados de pañales y
camisolas para los párvulos. Y su voz aterciopelada de órgano de oro llena el
pasaje umbrío, bajo el cual hay festones de rosas.
«María,
Dios esté contigo. ¿A dónde vas tan deprisa?».
«¡Tengo
a diez bebés que vestir! Los he lavado y ahora voy a vestirlos, y luego te los
traeré, frescos como flores. Voy corriendo, Maestro, porque... ¿no los oyes?
parecen diez corderitos que balan...» y se marcha corriendo y sonriente,
espléndida y serena, con su sencilla y señorial túnica de blanco lino, ceñida a
la cintura con un cinturón delgado de plata, y los cabellos recogidos en un
moño simple sobre la nuca, sujetos con una cinta blanca anudada a la frente.
«¡Qué
distinta de la que estaba en el Monte de las Bienaventuranzas!» exclama Simón
Zelote.
9En la primera
rampa de las escaleras se cruzan con la hija de Jairo y Analía, que bajan tan
veloces que parecen volar.
«¡Maestro!»,
«¡Señor!» exclaman.
«Dios
esté con vosotros. ¿A dónde vais?».
«Por
unos manteles. Nos ha mandado la criada de Juana. ¿Vas a hablar, Maestro?».
«¡Por
supuesto!».
«¡Entonces
corre, Miriam! ¡Vamos a darnos prisa!» dice Analía.
«Tenéis todo el tiempo que queráis para hacer eso
que tenéis que hacer. Espero a otras personas. Pero, ¿desde cuándo, niña, te
llamas Miriam?» dice mirando a la hija de Jairo.
«Desde hoy. Desde ahora. Me ha puesto este nombre tu
Madre. Porque... ¿verdad, Analía? Hoy es un gran día para cuatro vírgenes...».
«¡Oh, sí! ¿Se lo decimos al Señor, o dejamos que sea
María la que lo diga?».
«María, María. Ve, ve, Señor, Tu Madre te hablará» y
se marchan ágiles, apenas en la flor de su juventud, humanas en sus hermosas
formas, angélicas en sus miradas radiantes...
10Están en la tercera rampa
cuando se cruzan con Elisa de Betsur, que baja sosegadamente junto con la mujer
de Felipe.
«¡Ah,
Señor!» grita esta última. «¡A unos quitas y a otros das!... ¡De todas formas,
bendito seas!».
«¿De qué hablas, mujer?».
«Ahora lo sabrás... ¡Qué dolor y qué gloria, Señor!
Me mutilas y me coronas».
Felipe, que está al lado de Jesús, dice: «¿Qué
dices? ¿De qué hablas? Eres mi mujer, y lo que a ti te pasa me toca también a
mí...».
«Lo sabrás, Felipe. Ve, ve con el Maestro».
Jesús, entretanto, le está preguntando a Elisa si
está bien curada. Y la mujer, a la cual el gran dolor de los tiempos pasados ha
dado una majestad de reina doliente, dice: «Sí, mi Señor. Pues sufrir con la
paz en el corazón no es congoja. Y yo ahora tengo la paz en mi corazón».
«Y pronto tendrás más todavía».
«¿Qué, Señor?».
«Ve y vuelve, y lo sabrás».
11«¡Está Jesús! ¡Está Jesús!».
Es el trino de dos niños, que tienen su carita apoyada en la baranda de
arabescos que limita la terraza por los dos lados que miran al jardín; y de la
baranda penden ramas florecidas de rosas y jazmines (porque la terraza ‑ sobre
la cual, en esta hora de sol, está extendido un toldo multicolor ‑ es un vasto
jardín pensil).
Todas las personas que en la terraza se mueven de un
lado para otro en preparativos se vuelven al oír el grito de María y Matías, y,
dejando a medias lo que estaban haciendo, van hacia Jesús, en cuyas rodillas ya
están enroscados los dos niños.
Jesús
saluda a las numerosas mujeres que se aglomeran. Mezcladas con las que son
discípulas en el verdadero sentido de la palabra, o con las esposas, hijas o
hermanas de apóstoles y discípulos, están otras menos conocidas, menos íntimas,
como la mujer del primo Simón, las madres de los asnerizos de Nazaret, la madre
de Abel de Belén de Galilea, Ana de Judas (casa junto al lago Merón), María de
Simón, madre de Judas de Keriot, Noemí de Éfeso, Sara y Marcela de Betania
(Sara es la mujer a la que curó Jesús en el Monte de las Bienaventuranzas y
envió a casa de Lázaro con el anciano Ismael; ahora parece doméstica de María
de Lázaro), luego la madre de Yaia, la madre de Felipe de Arbela, Dorca (la
joven madre de Cesarea de Filipo) y su suegra, la madre de Analía, María de
Bosrá (la curada de lepra que ha venido con su marido a Jerusalén), y otras, y
otras... no nuevas para la vista, pero a las que la mente no sabe mencionar con
nombre propio.
Jesús
se adentra en la vasta terraza rectangular que por un lado mira al Sixto, y va
a colocarse al lado de la habitación en que termina la escalera interior ‑ creo
‑ y que asemeja a un hexaedro bajo puesto en el ángulo septentrional de la terraza.
Jerusalén se muestra toda, y sus cercanías con ella: una vista estupenda. Todas
las discípulas, o mejor: todas las mujeres, dejan de ocuparse de las mesas para
juntarse alrededor de Él. Los criados prosiguen sus trabajos.
12María está al
lado de su Hijo. Bajo la luz dorada que se filtra a través del gran toldo
extendido sobre buena parte de la terraza, y que se hace luz delicadamente
esmeraldina en los lugares en que, para llegar a las caras, debe filtrarse a
través de un enredo de jazmines y rosales dispuestos como pérgola, Ella parece
todavía más joven y esbelta: una hermana de las mas jovenes discípulas, apenas
un poco mayor, y hermosa, hermosa como la más espléndida de las rosas
florecidas en el jardín pensil, en los vastos macetones que lo rodean para
contener rosas, jazmines, muguetes, lirios y otras plantas finas.
«Madre,
mi mujer ha dicho una serie de cosas que... ¿Qué ha pasado para que mi mujer se
pueda considerar mutilada y coronada al mismo tiempo?» pregunta Felipe, que se
consume en el deseo de saber.
María
sonríe dulcemente mientras le mira y ‑ Ella que es tan poco dada a confidencias
‑ le toma la mano y le dice: «¿Serías capaz de dar a mi Jesús lo que más amas?
La verdad es que deberías... porque Él te da a ti el Cielo y el camino para ir».
«Por
supuesto, Madre, que sabría... especialmente si lo que le diera tuviera el
poder de hacerle feliz».
«Lo
tiene. Felipe, también tu otra hija se consagra al Señor. Nos lo ha dicho hace
poco a mí y a su madre, en presencia de muchas discípulas...».
«¡¿Tú?!
¡¿Tú?!» pregunta Felipe turbado, señalando con el índice a la gentil muchacha,
que se arrima a María casi buscando protección. El apóstol encaja con
dificultad este segundo golpe, que le priva para siempre de la esperanza de
unos nietos. Se seca el sudor repentino que le ha producido la noticia...
vuelve su mirada hacia las caras que tiene alrededor. Lucha... Sufre.
La
hija gime: «Padre... tu perdón... y tu bendición...» y cae a sus pies.
Felipe
le acaricia mecánicamente los cabellos castaños, despeja su garganta del nudo
que la comprime, y, en fin, habla: «Se perdona a los hijos que pecan... Tú no
pecas consagrándote al Maestro... y... y... y tu pobre padre sólo puede
decirte... decirte: "¡Bendita seas!"... ¡Ah! ¡Hija! ¡Hija mía!...
¡Cuán suave y tremenda es la voluntad de Dios!» y se inclina, la levanta, la
abraza, la besa en la frente y en el pelo, llorando... Y luego, teniéndola
todavía entre sus brazos, va hacia Jesús y le dice: «Mira, yo la he engendrado,
pero Tú eres su Dios... Tu derecho es mayor que el mío... Gracias... gracias,
Señor, por la... por la alegría que...» no puede continuar. Cae de rodillas a
los pies de Jesús y se agacha para besarle los pies gimiendo: «¡Nunca más,
nunca más tendré nietos!... ¡Mi sueño!... ¡La sonrisa de mi ancianidad!...
Perdona este llanto, Señor... Soy un pobre hombre...».
«Levántate,
amigo mío. Y alégrate de ofrecer las primicias a los jardines angélicos. 13Ven.
Ven aquí, entre mí y mi Madre. Oigamos de Ella cómo ha sucedido la cosa, porque
te aseguro que por mi parte no tengo ni culpa ni mérito».
María
explica: «Poco sé yo también. Estábamos hablando las mujeres entre nosotras y,
como sucede a menudo, me preguntaban acerca de mi voto virginal, y también
sobre cómo serán las vírgenes del futuro, y sobre qué oficios y glorias preveía
para ellas. Yo respondía como sé... Para el futuro preveía para ellas vida de
oración, de consuelo de los sufrimientos que el mundo dará a mi Jesús. Decía:
"Serán las vírgenes las que sostendrán a los apóstoles, las que lavarán
este mundo ensuciado, y lo vestirán con su pureza y con ella lo perfumarán;
serán los ángeles que cantarán las alabanzas para cubrir las blasfemias. Y
Jesús se sentirá feliz, y otorgará gracias al mundo, y misericordia a estas
corderas diseminadas en medio de lobos..." y otras cosas decía. Ha sido
entonces cuando la hija de Jairo me ha dicho: "Dame un nombre, Madre, para
mi futuro de virgen, porque no puedo conceder el que un hombre goce el cuerpo
que fue reanimado por Jesús. Sólo de Él es este cuerpo mío, hasta que no sea la
carne del sepulcro y el alma del Cielo"; y Analía dijo: "Yo también
he sentido que debo hacer lo mismo. Y hoy estoy más alegre que las golondrinas,
porque se han roto todas las ataduras". Y ha sido también entonces cuando
tu hija, Felipe, ha dicho: "Yo también seré como vosotras. ¡Virgen para
toda la eternidad!". Su madre se acercó entonces y le hizo considerar que
así no se podía tomar una decisión tan importante. Pero ella no cambió de
parecer. Y a quien le preguntaba si era un pensamiento ya viejo decía
"no", y a quien le preguntaba cómo le había venido decía: "No lo
sé. Como una flecha de luz, me ha abierto en dos el corazón y he comprendido
con qué amor amo a Jesús"».
La
mujer de Felipe dice a su marido: «¿Has oído?».
«Sí,
mujer, la carne gime... y debería cantar, porque es su glorificación. Nuestra
carne pesada ha engendrado a dos ángeles. No llores, mujer. Tú has dicho antes
que Él te ha coronado... Una reina no llora cuando recibe la corona...».
Pero
llora también Felipe, 14y otros muchos lloran, hombres y mujeres,
ahora que todos están recogidos aquí arriba. María de Simón llora a lágrima
viva en un rincón... María de Magdala llora en otro, manoseando el lino de su
túnica y arrancando mecánicamente los hilos del ribete que la adorna. Anastática
llora mientras trata de esconder con la mano su cara llorosa.
«¿Por
qué lloráis?» pregunta Jesús.
Ninguno
responde.
Jesús
llama a Anastática y le pregunta de nuevo, y ella: «Porque, Señor, por un goce
nauseabundo de una sola noche he perdido el ser una virgen tuya».
«Todos los estados son buenos, si en ellos se
sirve al Señor. En la
Iglesia futura harán falta vírgenes y matronas. Todas útiles
para el triunfo del Reino de Dios en el mundo y para el trabajo de los hermanos
sacerdotes. 15Elisa de Betsur, ven aquí. Consuela a esta casi
niña...». Y pone con sus propias manos a Anastática entre los brazos de Elisa.
Las
observa mientras Elisa la acaricia y la otra se abandona en esos brazos de
madre, y luego pregunta: «Elisa, ¿conoces su historia?».
«Sí,
Señor. Y me da mucha pena de esta pobre paloma sin nido».
«Elisa,
¿amas a esta hermana?».
«¿Amarla?
Mucho. Pero no como hermana. Ella podría ser hija mía. Y ahora que la tengo
entre mis brazos me parece volver a ser la madre feliz del tiempo pasado. ¿A
quién vas a confiar esta dulce gacela?».
«A
ti, Elisa».
«¿A
mí?». La mujer desata el círculo de sus brazos para mirar, incrédula, al
Señor...
«A
ti. ¿No la quieres?».
«¡Oh!
¡Señor! ¡Señor! ¡Señor!»... Elisa, de rodillas, se arrastra hasta Jesús, y no
sabe, no sabe qué decir, ni cómo, ni qué hacer, para expresar su alegría.
«Levántate.
Sé para ella una madre santa, y que ella sea para ti una hija santa, y caminad
las dos por el camino del Señor. 16María de Lázaro, ¿por qué lloras,
tú que estabas hace poco tan alegre? ¿Dónde están esas diez flores que me
querías traer?...».
«Duermen
satisfechos en la limpieza, Maestro... Y yo lloro porque ya jamás tendré esa
limpieza de las vírgenes, y mi alma siempre llorará, nunca satisfecha,
porque... porque pequé...».
«Mi
perdón y tu llanto te hacen más limpia que esas flores. Ven aquí. No llores
más. Deja el llanto para quien tenga algo de qué avergonzarse. ¡Ánimo! Ve por
tus flores; id también vosotras, esposas y vírgenes. Id a decir a los invitados
de Dios que suban. Hay que despedirlos antes de que cierren las Puertas, porque
muchos de ellos viven diseminados por los campos».
Obedecen.
En la terraza se quedan solamente: Jesús, donde estaba, acariciando a María y a
Matías; Elisa y Anastática, que, un poco más allá están cogidas de la mano,
mirándose a los ojos, con una sonrisa
embebida en un llanto dichoso; María de Simón, hacia la cual se inclina
piadosamente María Stma.; y Juana, que está en la puerta de la habitación y
mira titubeante, un poco hacia dentro un poco hacia fuera (hacia Jesús). Los
apóstoles y discípulos han bajado, junto con las mujeres, para ayudar a los
criados a traer a los tullidos, ciegos, cojos, lisiados, ancianos, por la larga escalera.
17Jesús, que
tenía inclinada su cabeza hacia los dos niños, la alza y ve a María que está
atendiendo a la madre de Judas. Se levanta y se acerca a ellas. Pone la mano
encima de la cabeza entrecana de María de Simón: «¿Por qué lloras, mujer?».
«¡Oh!
¡Señor! ¡Señor! ¡Yo he dado a luz a un demonio! ¡Ninguna otra madre de Israel
me igualará en el dolor!».
«María,
otra madre, y también por ese motivo tuyo, me ha dicho y dice estas palabras.
¡Pobres madres!...».
«¡Mi
Señor! ¿Entonces hay otro que sea como mi Judas, pérfido y desalmado contigo?
¡No puede ser! Él, que te tiene a ti, se ha dado a prácticas inmundas; él, que
respira tu aliento, es un lujurioso y un ladrón, y quizás se hará homicida.
¡Mentira es su pensamiento, fiebre su vida! ¡Haz que muera, Señor! ¡Por piedad,
haz que muera!».
«María,
tu corazón te le hace ver peor de lo que es; el miedo te enajena. Cálmate y
razona. ¿Qué pruebas tienes de su actuación?».
«Respecto
a ti, nada. Pero es un alud que está descendiendo. Le he sorprendido y no ha
podido ocultar las pruebas de... Ahí está... ¡Calla, por piedad! Me mira. Sospecha.
Es mi dolor. ¡No hay ninguna madre más desdichada que yo en Israel!...».
María
susurra: «Yo... Porque a mi dolor uno el de todas las madres infelices...
Porque la causa de mi dolor es el odio no de uno sino de todo un mundo».
18Jesús va donde
Juana, que ha solicitado su presencia. Entretanto, Judas viene donde su madre,
a la que María sigue consolando. Y la regaña: «¿Ya has podido manifestar tus
delirios? ¿Calumniarme? ¿Estás contenta ya?».
«¡Judas!
¿Hablas así a tu madre?» pregunta, severa, María. Es la primera vez que la veo
así...
«Sí,
porque estoy cansado de su persecución».
«¡Hijo
mío, no es una persecución! Es amor. Dices que estoy enferma. Pero el enfermo
eres tú. Dices que te calumnio y que escucho a tus enemigos. Pero tú te haces
daño a ti mismo y sigues a personas nefastas que te arrastrarán tras sí, y
cultivas su compañia. Porque eres débil, hijo mío, y ellos se han dado
cuenta... Escucha a tu madre. Escucha a Ananías, anciano y sabio. ¡Judas!
¡Judas! ¡Piedad de ti, de mí! ¡¡¡Judas!!! ¡¿A dónde vas, Judas?!».
Judas,
que está cruzando casi corriendo la terraza, se vuelve y grita: «A donde soy
útil y venerado» y baja atropelladamente la escalera, mientras la infeliz
madre, asomándose al antepecho, le grita: «¡No vayas! ¡No vayas! ¡Quieren tu
ruina! ¡Hijo! ¡Hijo! ¡Hijo mío!...».
Judas
ha llegado abajo, y los árboles le ocultan a la vista de su madre. Se le vuelve
a ver un momento en un espacio vacío antes de entrar en el vestíbulo.
«Va...
La soberbia le devora» gime su madre.
«Vamos
a orar por él, María. Las dos juntas...» dice la Virgen teniendo cogida de
la mano a la triste madre del futuro deicida.
19Mientras tanto,
empiezan a subir los invitados... y Jesús habla con Juana. «De acuerdo. Que
vengan. Sí. Mucho mejor si se han puesto vestidos hebreos, para no chocar con
el prejuicio de muchos. Las espero aquí. Ve a llamarlas» y, apoyado a la jamba,
observa el aflujo de los invitados, guiados con amorosidad a las mesas por
discípulos y discípulas según un orden ya establecido. En el centro está la mesa
baja de los niños; luego, a una parte y a otra, todas las otras mesas,
paralelas.
Y,
mientras ciegos, cojos, lisiados, tullidos, ancianos, viudas y mendigos,
imprimidas en sus rostros sus historias de dolores, se colocan, he aquí que
traen ‑ delicados como cestos de flores ‑ unos cestos transformados en cunas, e
incluso unas pequeñas arquetas, donde duermen satisfechos, colocados encima de
almohadones, los lactantes tomados de sus madres mendigas. Y María de Magdala,
ya tranquila, se acerca a Jesús presurosa y dice: «Han llegado las flores. Ven
a bendecirlas, Señor».
Pero
contemporáneamente aparece Juana por la escalera interior y dice: «Maestro,
están aquí las discípulas paganas». Son siete mujeres, que vienen con vestidos
obscuros y humildes semejantes a los de las hebreas. Todas traen los rostros
velados y vienen cubiertas hasta los pies con un manto. Dos son altas y de
aspecto majestuoso; las otras, de media estatura. Pero cuando, habiendo
venerado antes al Maestro, se quitan el manto, es fácil reconocer a Plautina, a
Lidia, a Valeria, a la liberta Flavia (la que escribió las palabras de Jesús en
el jardín de Lázaro). Y otras tres desconocidas: una que, a pesar de tener
mirada acostumbrada a mandar, se arrodilla y le dice al Señor: «Y que conmigo
se postre Roma a tus pies»; otra es una venusta matrona de unos cincuenta años;
en fin, una jovencita grácil y serena como una flor del campo.
María
de Magdala reconoce a las romanas, a pesar de sus vestidos hebreos, y susurra:
«¡¡¡Claudia!!!», con los ojos como platos.
«Yo.
¡Basta ya de oír por palabras ajenas! La Verdad y la Sabiduría deben ser recogidas directamente de la
fuente».
«¿Crees
que nos reconocerán?» pregunta Valeria a María de Magdala.
«Si
no os descubrís nombrándoos, creo que no. Además, os voy a poner en un sitio
seguro».
«No,
María. A las mesas, a servir a los mendigos. Ninguno podrá pensar que las
patricias sean siervas de los pobres, de los ínfimos del mundo hebraico» dice
Jesús.
«Bien
sentencias, Maestro. Porque la soberbia es innata en nosotros».
«Y
la humildad es el signo más claro de mi doctrina. Quien me quiera seguir debe
amar la Verdad,
la Pureza y la Humildad, debe tener
caridad con todos y heroísmo para desafiar la opinión de los hombres y las
presiones de los tiranos. Vamos».
«Perdona,
Rabí. Esta jovencita es una esclava hija de esclavos. La he rescatado porque es
de origen israelita y Plautina la tiene consigo. Pero yo te la ofrezco, porque
pienso que es lo correcto. Su nombre es Egla. Te pertenece».
«María,
acógela. Luego veremos cómo... Gracias, mujer».
20Jesús va a la
terraza a bendecir a los niños. Las damas despiertan mucha curiosidad, pero
vestidas y peinadas así a la hebrea, con túnicas casi pobres, no levantan
sospechas. Jesús va al centro de la terraza, junto a la mesa de los niños, y
ora, ofreciendo por todos el alimento al Señor, bendice y da la orden de
empezar la comida. Apóstoles, discípulos, discípulas, damas, son los siervos de
los pobres, y Jesús da ejemplo remangándose las amplias mangas de la túnica
roja y ocupándose de "sus" niños, ayudado por Miriam. de Jairo y por
Juan. Las bocas de muchos desnutridos trabajan egregiamente, mas todos los ojos
se centran en el Señor. Cae la tarde y se recoge el toldo; contemporáneamente,
los criados traen lamparas que todavía son superfluas.
Jesús
circula entre las mesas. No deja a ninguno sin el consuelo de unas palabras o
de una ayuda. Así, pasa varias veces casi rozando a las regias Claudia y
Plautina, que, humildes, cortan el pan o acercan el vino a los labios de los
ciegos, paralíticos y mancos; sonríe a sus vírgenes, que se ocupan de las
mujeres; a las madres discípulas llenas de piedad para con estos pobrecillos; a
María de Magdala, dedicada solícitamente a una mesa de personas muy ancianas,
la mesa más triste de todas, llena de toses, de temblores, de mandíbulas
desdentadas que mascujan y de bocas que babean; y ayuda a Mateo que da unos
zarandeos a un niñito al que se le ha atravesado una miga de torta que estaba
chupando y mordiendo con sus dientecitos nuevos; felicita a Cusa, quien,
llegado al principio de la comida, está trinchando las carnes y sirviendo como
un criado experto.
La
comida termina. En las caras con color, en los ojos ahora más alegres, se
manifiesta la satisfacción de estos pobrecillos.
21Jesús se
inclina hacia un anciano tembloroso y dice: «¿En qué piensas, padre, que
sonríes?».
«Pienso
que no es un sueño. No, no lo es. Hasta hace poco creía dormir y estar soñando.
Pero ahora siento que realmente es verdad. ¿Pero quién te hace tan bueno, que
haces tan buenos a tus discípulos? ¡Viva Jesús! » grita para terminar.
Y
todas las voces de estos desdichados ‑ y son centenares ‑ gritan: «¡Viva
Jesús!».
Jesús
va de nuevo al centro y abre los brazos haciendo señal de que guarden silencio
y estén quietos, y empieza a hablar, sentado con un niñito encima de sus
rodillas.
«Viva,
sí, viva Jesús. No porque Yo sea Jesús, sino porque Jesús quiere decir el amor
de Dios hecho carne y venido aquí abajo, en medio de los hombres, para que le
conozcan y para dar a conocer el amor, que será el signo de la nueva era. Viva
Jesús porque Jesús quiere decir "Salvador". Y Yo os salvo. A todos:
ricos y pobres, niños y ancianos, israelitas y paganos. A todos. Con tal de que
vosotros queráis darme la voluntad de ser salvados*. Jesús es para todos, no es
para éste o para aquél, es de todos; de todos los hombres y para todos los
hombres. Para todos soy el Amor misericordioso y la Salvación segura. ¿Qué
es necesario hacer para ser de Jesús, y, por tanto, para ser salvados? Pocas
cosas, pero grandes. No grandes
porque sean cosas difíciles como las que hacen los reyes, sino grandes porque
exigen que el hombre se renueve para llevarlas a cabo y para ser de Jesús. Por
tanto, amor, humildad, fe, resignación, compasión. Esto es. Vosotros, que sois
discípulos, ¿qué habéis hecho hoy de grande? Diréis: "Nada. Hemos servido
una comida". No. Habéis servido el amor. Os habéis humillado. Habéis
tratado como hermanos a desconocidos de todas las razas, sin preguntar quiénes
son, si están sanos, si son buenos. Y lo habéis hecho en nombre del Señor.
Quizás esperabais de mí grandes palabras, para vuestra instrucción. He querido
que hicierais grandes hechos. Hemos empezado el día con la oración hemos
socorrido a leprosos y mendigos, hemos adorado al Altísimo en su Casa, hemos comenzado
los ágapes fraternos y el cuidado de peregrinos y pobres, hemos servido porque
servir por amor es asemejarse a mí, que soy Siervo de los siervos de Dios,
Siervo hasta el anonadamiento de la muerte para daros salvación...».
________________________
* Y Yo os salvo. A todos: ...Con tal de que
vosotros queráis darme la voluntad de ser salvados. Este concepto, que
aparece repetidamente en la Obra,
y que volveremos a encontrar en 520.5, sirve para justificar ciertas
expresiones de impotencia por parte de Jesús, comenzando por la que encontramos
en 95.6, hasta la más reciente, de 368.12, y otras más profundizadas que
veremos en 503.4/7. Incluso cuando no está cuestionada la salvación (como en 455.9, últimos renglones), Jesús puede no
ejercitar la propia omnipotencia divina si falta la adhesión de la libre
voluntad del hombre.
22Un fuerte rumor
de voces y pasos interrumpe a Jesús. Un grupo exaltado de israelitas está
subiendo apresuradamente las escaleras. Las romanas más conocidas, o sea,
Plautina, Claudia, Valeria y Lidia, buscan un lugar retirado y se echan el
velo. El grupo perturbador irrumpe en la terraza como si buscaran... ¡que se yo
que cosa!
Cusa,
ofendido, se pone delante de ellos y pregunta: «¿Qué queréis?».
«Nada
que se refiera a ti. Buscamos a Jesús de Nazaret, no a ti».
«Aquí
estoy. ¿No me veis?» pregunta Jesús dejando en el suelo al niño e irguiéndose
majestuoso.
«¿Qué
haces aquí?».
«Ya
lo veis. Hago lo que enseño, y enseño lo que se debe hacer: el amor a los
pobres. ¿Qué os habían dicho?».
«Se
han oído gritos de sedición. Y, dado que donde Tú estás hay sedición, hemos
venido a ver».
«Donde
Yo estoy hay paz. El grito era: "Viva Jesús"».
«Precisamente
eso. Se ha pensado, tanto en el Templo como en el palacio de Herodes, que aquí
hubiera una conjura contra...».
«¿Quién?
¿Contra quién? ¿Quién es rey en Israel? No es el Templo, ni Herodes. Domina
Roma. Y quien piense en proclamarse rey donde Roma impera es un loco».
«Tú
dices que eres rey».
«Soy
Rey. Pero no de este reino. ¡Demasiado mísero para mí! Demasiado mísero es
también el imperio. Soy Rey del Reino santo de los Cielos, del Reino del Amor y
del Espíritu. Idos en paz, o quedaos, si queréis, y aprended cómo se entra en
este Reino mío. Estos son mis súbditos: los pobres, los infelices, los oprimidos;
y también los buenos, los humildes, los caritativos. Quedaos, uníos a ellos».
«Pero
siempre estás en banquetes en casas lujosas, entre mujeres guapas y...».
«¡Basta!
No se provoca ni se ofende al Rabí en mi casa. ¡Salid!» grita Cusa con voz de
trueno.
23Pero en esto,
de la escalera interna, sale al improviso a la terraza una figurita esbelta de
joven velada. Corre ligera, como una mariposa, hasta Jesús, y arroja velo y
manto; cae a sus pies y trata de besárselos.
«¡Salomé!»
grita Cusa, y con él otros.
Jesús
se ha retirado tan violentamente, para huir del contacto, que su asiento se
vuelca y Él aprovecha para ponerlo entre sí y Salomé como separación. Sus ojos
están fosforescentes, son terribles: tanto que dan miedo.
Salomé,
frívola y descarada, zalamera al máximo, dice: «Sí, yo. La aclamación ha
llegado al Palacio. Herodes envía una embajada para decirte que desea verte.
Pero la he precedido. Ven conmigo, Señor. ¡Yo te amo mucho y te deseo mucho! Yo
también soy carne de Israel».
«Márchate
a tu casa».
«La Corte te espera para
tributarte honor».
«Mi
Corte es ésta. No conozco otra Corte, ni otros honores» y con la mano señala a
los pobres que están sentados a las mesas.
«Te
traigo presentes para ella. Aquí tienes mis joyas».
«No
las quiero».
«¿Por
qué las rechazas?».
«Porque
son inmundas y se ofrecen con inmunda finalidad. ¡Vete!».
Salomé
se levanta confundida. Mira de refilón al Terrible, al Purísimo que la fulmina
con su brazo extendido y su mirada de fuego. Mira furtivamente a todos, y ve
burla y náusea en las caras. Los fariseos están petrificados observando la
fuerte escena. Las romanas se aventuran a acercarse para ver mejor.
Salomé
intenta una última prueba: «Tratas incluso con los leprosos...» dice en tono
sumiso y suplicante.
«Son
personas enfermas. Tú eres una impúdica. ¡Vete! ».
El
último «¡vete!» es tan imperioso que Salomé recoge velo y manto, y, agachada,
se arrastra hacia las escaleras.
«¡Ten
cuidado, Señor!... Tiene poder... ¡Podría perjudicarte!» susurra Cusa en voz
baja.
Pero
Jesús responde con voz fortísima, para que todos puedan oír, sobre todo la
expulsada. «No importa. Prefiero que me maten antes que aliarme con el vicio.
Sudor de mujer lasciva y oro de meretriz son venenos de infierno. Las alianzas
viles con los poderosos son pecado. Yo soy Verdad, Pureza y Redención. Y no
cambio. Ve. Acompáñala...».
«Castigaré
a los criados que la han dejado pasar».
«No
castigarás a nadie. Sólo una debe ser castigada. Ella. Y ya lo es. Y que sepa,
y sepáis vosotros, que conozco su pensamiento, y me repele. Que vuelva la
serpiente a su guarida, que el Cordero vuelve a sus jardines».
24Se sienta.
Suda. Guarda silencio. Luego dice: «Juana, da a cada uno el óbolo, para que
durante algunos días sea menos triste la vida... ¿Qué más debo hacer con
vosotros, hijos del dolor? ¿Qué queréis, que os pueda dar? Leo en los
corazones. ¡A los enfermos que saben creer, paz y salud!».
Un
instante de pausa y luego un grito... y son muchísimos los que se alzan
curados. Los judíos, que habían venido con ánimo de pillar a Jesús en renuncio,
se marchan atónitos por el milagro y la pureza de Jesús, y desapercibidos en
medio del delirio general de aclamaciones.
Jesús
sonríe mientras besa a los niños. Luego despide a los invitados. Pero detiene
un momento a las viudas y habla con Juana en favor de ellas. Juana toma nota y
las invita para el día siguiente; luego se marchan también ellas. Los últimos
en salir son los ancianos...
Se
quedan los apóstoles, los discípulos, las discípulas y las romanas. Jesús dice:
«Así es y debe ser la unión futura. No hay palabras. Que sean los hechos los
que hablen con su evidencia a los espíritus y a las mentes. La paz sea con
vosotros».
Se
dirige hacia la escalera interior y desaparece seguido por Juana y luego por
los demás.
25Al pie de la
escalera se topa con Judas: «¡Maestro, no vayas a Getsemaní! Hay enemigos que
te buscan allí. Y tú, madre, ¿qué dices ahora?, tú que me acusas. Si no hubiera
ido, no me habría enterado de la asechanza que tienden al Maestro. ¡A otra
casa! ¡Vamos a otra casa!».
«A
la nuestra, entonces. En casa de Lázaro sólo entran los que son amigos de Dios»
dice María de Magdala.
«Sí.
Los que ayer estaban en Getsemaní que vengan con las hermanas a la residencia
de Lázaro. Mañana tomaremos una serie de medidas».
No hay comentarios:
Publicar un comentario