299. A Juana de Cusa le son confiados, para su tutela,
los huerfanitos María y Matías.
11 de octubre de 1945.
1Todo
el lago de Tiberíades es una lastra cenicienta. Parece mercurio turbio, de tan
pesado como se ve, en una calma chicha que apenas si permite indicios de
cansadas olas que no logran hacer espuma y en cuanto inician el movimiento ya
se detienen, se amansan, se uniforman a esta masa de agua sin brillo bajo un
cielo también opaco.
Pedro
y Andrés en torno a su barca, Santiago y Juan al lado de la suya, preparan la
partida en la pequeña playa de Betsaida. Olor de hierbas y de tierra empapada
de agua, leve bruma sobre las planicies herbosas hacia Corazín. Tristeza de
noviembre en todas las cosas.
2Jesús
sale de la casa de Pedro, llevando de la mano a los dos pequeñuelos Matías y
María. La mano de Porfiria los ha arreglado con maternal cuidado y ha
substituido el vestidito de María por uno de Margziam. Matías, que es demasiado
pequeño, no ha podido gozar de la misma gracia y tiembla todavía con su
tuniquita de algodón descolorida; tanto que Porfiria, compasiva, vuelve a casa
y sale con un pedazo de manta y arropa al niño como si la manta fuera un manto.
Jesús le da las gracias mientras ella se arrodilla al despedirse, para
retirarse después de haber dado a los dos huerfanitos un último beso.
«Con tal de
tener niños, se habría hecho cargo de éstos también» comenta Pedro, que ha
observado la escena, y que a su vez se agacha para ofrecer a los dos niños un
pedazo de pan untado con la miel que tenía guardada debajo de un asiento de la
barca; lo cual hace reír a Andrés, que dice: «¡Y tú no? ¡Hasta le has robado la
miel a tu mujer para dar un poco de alegría a estos dos!...».
«¡Robado!
¡Robado! ¡La miel es mía!».
«Sí,
pero mi cuñada la guarda con celo porque es de Margziam. Y tú, que lo sabes,
has entrado esta noche descalzo como un ratero en la cocina a coger la cantidad
de miel que te hacía falta para preparar ese pan. Te he visto, hermano, y me he
reído porque mirabas a tu alrededor como un niño que teme los bofetones de su
madre».
«¡Qué
granuja este espía!» ríe Pedro mientras abraza a su hermano, que a su vez le
besa diciendo: «¡Pero qué hermano más majo tengo!».
Jesús
observa y sonríe abiertamente, entre los dos niños, que devoran su pan.
3Del
interior de Betsaida llegan los otros ocho apóstoles. Quizás estaban alojados
donde Felipe y Bartolomé.
«¡Ligeros!»
grita Pedro, y toma en un único abrazo a los dos niños para llevarlos a la
barca sin que se mojen los piececitos desnudos. «¿No tenéis miedo, verdad?»
pregunta mientras chapotea en el agua con sus piernas cortas y gruesas, desnudo
hasta un palmo abundante por encima de las rodillas.
«No,
señor» dice la niña, pero se agarra convulsamente al cuello de Pedro, y cierra
los ojos cuando la pone dentro de la barca (que se balancea con el peso de
Jesús, que acaba de subir). El niño, más valiente, o más impresionado, no habla
siquiera.
Jesús
se sienta, arrima hacia sí a los dos pequeñuelos y los tapa con su manto, que
parece una ala extendida para proteger a dos pollitos.
Seis en una
barca, seis en la otra, todos ya están a bordo. Pedro quita el madero del
arribo y empuja fuertemente con la mano la barca para meterla más en el agua;
luego, con un último salto, salva el borde de la barca; Santiago le imita con
la suya. La acción de Pedro ha hecho bambolearse mucho a la barca; la niña
gime: «¡Mamá!» y esconde la cara en el regazo de Jesús agarrándose con fuerza a
sus rodillas. Mas ahora ya avanzan suavemente, aunque con fatiga para Pedro,
Andrés y el mozo, que tienen que remar, ayudados por Felipe, que hace de
cuarto. La vela, que pende floja con esta calma chicha pesada y húmeda, no
sirve. Tienen que trabajar con los remos.
«¡Qué
boga!» grita Pedro a los de la barca gemela, en la que hace de cuarto el
Iscariote, que rema perfectamente, lo cual es alabado por Pedro.
«¡Dale, Simón!»
responde Santiago. «Dale o te ganamos. Judas tiene la fuerza de un galeote.
¡Muy bien, Judas!».
«Sí.
Te nombraremos jefe de remadores» confirma Pedro, que rema por dos. Y ríe
diciendo: «Pero no conseguiréis quitarle el primado a Simón de Jonás. A los
veinte años ya era remador principal en las apuestas entre los pueblos» y,
alegre, da la voz de estrepada a sus remadores: «¡O‑e!, ¡o‑e!». Las voces
avanzan sobre el silencio del lago desierto en esta hora matutina.
4Los
niños recobran seguridad. Cubiertos todavía por el manto, alzan sus caritas
demacradas, y apenas si asoma a ellas una sonrisa, una por este lado, la otra
por el otro lado del Maestro, que los tiene abrazados. Se interesan por el
trabajo de los remadores. Intercambian algunos comentarios.
«Parece como si
fuéramos en un carro sin ruedas» dice el niño.
«No.
En un carro por las nubes. ¡Mira! Es como andar por el cielo. ¡Mira, mira,
ahora subimos a una nube!» dice María, al ver que la barca hunde su punta en un
lugar que refleja un nubarrón algodonoso. Y ríe levemente.
Mas el sol
rompe la bruma, y, aunque sea sólo un pálido sol de noviembre, las nubes se
hacen de oro y el lago las refleja brillando, «¡Qué bonito! Ahora andamos sobre
el fuego. ¡Qué bonito! ¡Qué bonito!». El niño choca las manos.
Pero
la niña calla, y luego rompe a llorar. Todos le preguntan el porqué de ese
llanto. Entre sollozos explica: «Mi mamá decía una poesía, o un salmo, no sé,
para tenernos tranquilos, para que pudiéramos rezar a pesar de tanto dolor... y
decía esa poesía de un Paraíso que será como un lago de luz, de dulce fuego,
donde sólo estará Dios, sólo habrá alegría, adonde irán los buenos... después
de la venida del Salvador... Este lago de oro me lo ha recordado... ¡Oh, mi
mamá!». Se echa a llorar también Matías. Y todos participan de este dolor.
5Pero,
de entre el rumor de las distintas voces y el lamento de los huerfanitos, se
alza la dulce voz de Jesús: «No lloréis. Vuestra mamá os ha traído a mí, y está
aquí con nosotros mientras os llevo a una mamá que no tiene hijos. Se alegrará
de tener dos niños buenos en vez del suyo, que ahora está donde vuestra mamá.
Porque también ella ha llorado, ¿sabéis? Como a vosotros se os ha muerto
vuestra mamá, a ella se le murió su hijito...».
«¡Entonces
nosotros vamos con ella y su hijo irá con nuestra mamá!» dice María.
«Exactamente
así. Y seréis todos felices».
«¿Cómo es esta
mujer? ¿Qué hace? ¿Es una labriega? ¿Tiene un buen amo?». Los niños se
interesan.
«No es
campesina. Pero tiene un jardín lleno de rosas y es buena como un ángel. Su
marido también es bueno. Él también os querrá».
«¿Tú
crees, Maestro?» pregunta un poco incrédulo Mateo.
«Estoy
seguro. Y vosotros también os convenceréis de ello. Hace tiempo Cusa quería a
Margziam para hacer de él un noble».
«¡Ah,
eso de ninguna manera!» grita Pedro.
«Margziam
será un noble de Cristo. Sólo esto, Simón. ¡Tranquilo!».
El
lago se pone de nuevo de color ceniza. Se frunce al levantarse un poco de
viento. La vela se tensa, la barca avanza vibrando. Pero los niños están tan
embelesados con la idea de su nueva mamá, que no sienten miedo.
6Pasa
Magdala con sus casas blancas entre la verdura de los campos. Pasa la campiña entre
Magdala y Tiberíades. Se ven las primeras casas de Tiberíades.
«¿A
dónde, Maestro?».
«Al
embarcadero de Cusa».
Pedro
vira y da indicaciones al mozo. La vela cae, mientras la barca orienta su proa
hacia el embarcadero para adentrarse luego en él, hasta detenerse junto al
pequeño espigón, seguida por la otra. Están paradas las dos, una detrás de
otra, como dos ánades cansadas. Bajan todos. Juan se adelanta corriendo para
dar una voz a los jardineros.
Los niños,
acobardados, se arriman a Jesús, y María, emitiendo un suspiro, tirando del
vestido de Jesús, pregunta: «¿Pero es buena de verdad?».
Juan
vuelve: «Maestro, un doméstico está abriendo la cancela. Juana ya está
levantada».
«Bien.
Esperad todos aquí. Voy a adelantarme».
Y
Jesús se encamina solo. Los otros le ven ir adelante y hacen comentarios más o
menos favorables al paso que quiere dar Jesús. No faltan dudas ni críticas.
Desde el lugar donde están, sólo ven que acude Cusa al encuentro de Jesús, se
inclina profundamente en el umbral de la cancela, y se adentra en el jardín a
la izquierda de Jesús. Luego no se ve nada más.
7Pero
yo sí veo. Veo a Jesús andando despacio al lado de Cusa, que muestra toda su
alegría de recibirle en su casa: «Mi Juana se pondrá muy contenta. Yo también
lo estoy. Está cada vez mejor. Me ha hablado del viaje. ¡Qué éxitos, mi
Señor!».
«¿No
te ha causado pesar?».
«Juana es
feliz. Yo me siento feliz de verla feliz a ella. Podía no tenerla ya desde hace
meses, Señor».
«Podía
haber sido así... Y Yo te la di de nuevo. Tienes que saber ser agradecido con
Dios».
Cusa
le mira turbado... y susurra: «¿Es una reprensión, Señor?».
«No.
Un consejo. Sé bueno, Cusa».
«Maestro,
sirvo a Herodes...».
«Lo
sé. Pero tu alma no está sometida a nadie, aparte de Dios, si no lo quieres».
«Es
verdad, Señor. Me enmendaré. Algunas veces se apodera de mí el respeto
humano...».
«¿Lo
habrías tenido el año pasado, cuando querías salvar a Juana?».
«¡No!
A costa de perder cualquier honor, me habría dirigido a quien hubiera pensado
que la podía salvar».
«Haz
lo mismo por tu alma. Es más valiosa aún que Juana. 8Ahí viene ella».
Viene a su
encuentro corriendo por el paseo. Ellos aceleran el paso.
«¡Maestro
mío! No esperaba volver a verte tan pronto. ¿Qué bondad tuya te conduce a tu
discípula?».
«Una
necesidad, Juana».
«¿Una
necesidad? ¿Cuál? Habla, que, si podemos, te ayudamos» dicen a la vez los dos
esposos.
«Ayer
tarde he encontrado en un camino desierto a dos niños... una niñita y un
pequeñuelo... Descalzos, andrajosos, hambrientos, solos... y he visto a un
hombre de corazón de lobo que los arrojaba de su presencia como si fueran
lobos. Estaban medio muertos de hambre... A ese hombre le procuré el bienestar
el año pasado y ahora ha negado un pan a dos huérfanos. Porque son huérfanos.
Huérfanos... por los caminos de este mundo cruel. Ese hombre recibirá su
castigo. ¿Queréis vosotros mi bendición? Yo, Mendigo de amor, extiendo ante
vosotros mi mano, para estos huérfanos sin casa, sin vestidos, sin pan, sin
amor. ¿Queréis ayudarme?».
«¡Pero,
Maestro, ¿lo pides?! ¡Di lo que quieres; cuanto quieras; di todo!...» dice
impetuoso Cusa. Juana no habla, pero, con las manos juntas en su pecho, una
lágrima en sus largas pestañas, una sonrisa de anhelo en sus rojos labios,
espera... y habla más que si hablara.
Jesús
la mira y sonríe: «Quisiera que esos niños tuvieran una madre, un padre, una
casa. Y que la madre se llamara Juana...».
No tiene tiempo
de terminar, porque el grito de Juana es como el de uno que hubiera sido
liberado de una prisión, mientras se postra a besar los pies de su Señor.
«¿Y tú, Cusa,
qué dices? ¿Acoges en mi nombre a estos mis amados?, ¿a estos que para mi
corazón son mucho más estimables que las preseas?».
«Maestro,
¿dónde están? Llévame a ellos. Por mi honor te juro que desde el momento en que
deposite mi mano sobre su cabeza inocente, los querré en tu nombre como un
verdadero padre».
«Venid,
entonces. Sabía que no venía en vano. Venid. Son agrestes, están asustados,
pero son buenos. Fiaos de mí, que veo los corazones y el futuro. Daran paz y
unión a vuestra unión, no tanto ahora cuanto en el futuro. En su amor os
identificaréis de nuevo. Sus inocentes abrazos serán la mejor argamasa para
vuestra casa de esposos. Y el Cielo se os mostrará benigno, siempre
misericordioso por esta caridad que hacéis. Están afuera, en la cancela.
Venimos de Betsaida...».
Juana no
escucha más. Se adelanta, corriendo, cautiva del frenesí de acariciar niños. Y
lo hace: cae de rodillas, para estrechar contra su pecho a los dos huerfanitos,
y besa sus mejillas macilentas, mientras ellos miran atónitos a esta hermosa
señora de vestido enjoyelado. Miran también a Cusa, que los acaricia y coge en
brazos a Matías. Miran también el espléndido jardín, y a los domésticos, que
están acudiendo al lugar... Y miran la casa, que abre sus vestíbulos llenos de
riquezas a Jesús y a sus apóstoles. Y miran a Ester, que los cubre de besos. El
mundo de los sueños se ha abierto ante estos pequeños desvalidos...
Jesús
observa y sonríe...
300. Con escribas y fariseos en casa del
resucitado de Naím.
12 de octubre de 1945.
1Hay
gran ambiente festivo en la ciudad de Naím: recibe a Jesús por primera vez
después del milagro del joven Daniel resucitado de la muerte.
Precedido
y seguido por un buen número de personas, Jesús atraviesa la ciudad
bendiciendo. Además de los de Naím, hay personas de otros lugares, que vienen
de Cafarnaúm, adonde habían ido a buscarle y de donde los habían mandado a
Caná, y de esta ciudad a Naím. Tengo la impresión de que, ahora que tiene
muchos discípulos, Jesús ha creado una red de informaciones, de forma que los
peregrinos que le buscan le puedan
encontrar a pesar de su continuo cambio de lugar, que, de todas maneras, es de
pocas millas al día, tanto cuanto consienten la época del año y la brevedad de
los días. Entre estas personas que han venido de otros lugares buscándole, no
faltan fariseos y escribas, aparentemente respetuosos...
2Jesús se hospeda en casa del joven
resucitado, en la que han concurrido también las personas importantes de la
ciudad; y la madre de Daniel, al ver a los escribas y fariseos ‑ siete como los
pecados capitales ‑, toda humilde, los invita, disculpándose de no poder
ofrecerles una morada más digna.
«Está
el Maestro, está el Maestro, mujer. Ello daría valor incluso a una cueva. Tu
casa es mucho más que una cueva. Así que entramos y decimos: "Paz a ti y a
tu casa"».
Efectivamente,
la mujer, a pesar de que ciertamente no es rica, ha hecho lo posible y lo
imposible para dar honor a Jesús. No hay duda de que han entrado en liza todos
los bienes de Naím, puestos conjuntamente en movimiento para embellecer la casa
y aderezar las mesas. Las respectivas propietarias ojean, desde todos los
puntos posibles, a la comitiva que pasa por el pasillo de entrada, y que se
dirige a dos habitaciones situadas una frente a la otra, donde la dueña de la
casa ha preparado las mesas. Quizás han pedido sólo esto por el préstamo de
vajillas, manteles, asientos, y por su ayuda en la cocina; esto sólo: ver de
cerca al Maestro y respirar donde Él respira. Y ahora se asoman acá o allá, rojas,
llenas de harina o de ceniza, o goteándoles las manos, según su tarea
culinaria; ojean, reciben su pedacito de mirada divina, su porcioncita de voz
divina, beben la dulce bendición con el oído y la dulce figura con la mirada, y
vuelven, todavía más rojas, felices, a la lumbre, a la amasadera o al
fregadero.
Felices
ellas. Felicísima la que, con la dueña de la casa, ofrece las jofainas de las
abluciones a los invitados importantes. Es una jovencita obscura de ojos y
cabellos, pero de tez tenuemente sonrosada; más rosa cuando la dueña de la casa
explica a Jesús que es la prometida de su hijo y que pronto se celebrarán la
bodas. «Hemos esperado a que vinieras para celebrarlas, para que toda la casa
quedara por ti santificada. Ahora bendícela, para que sea una buena esposa en
esta casa».
Jesús
la mira, y, dado que ella se inclina, le impone las manos diciendo: «Florezcan
en ti las virtudes de Sara, Rebeca y Raquel; de ti nazcan verdaderos hijos de
Dios, para su gloria y para alegría de esta morada».
Ya
Jesús y las personas importantes se han purificado y entran en la sala del
banquete con el joven, dueño de la
casa, mientras los apóstoles, con otros hombres de Naím menos influyentes,
entran en la habitación de enfrente. El banquete empieza.
3Comprendo,
por lo que hablan, que, antes de que empezase la visión, Jesús habla predicado
y curado en Naím. Pero los fariseos y escribas poco se detienen en esto. En
cambio llenan de preguntas a los de Naím para saber detalles sobre la
enfermedad de que había muerto Daniel, sobre las horas que habían transcurrido
entre la muerte y la resurrección, y sobre si había sido embalsamado
completamente o no, etc. etc.
Jesús
se abstrae de todas estas indagaciones hablando con el resucitado, que está
magníficamente y come con un apetito formidable. Pero un fariseo llama a Jesús
para preguntarle si había sabido antes de la enfermedad de Daniel.
«Venía de Endor
por pura coincidencia, porque había querido complacer a Judas de Keriot, como
también había complacido a Juan de Zebedeo. Ni siquiera sabía que había de
pasar por Naím cuando empecé el camino para el peregrinaje pascual» responde
Jesús.
«¡Ah,
no habías ido premeditadamente a Endor?» pregunta asombrado un escriba.
«No.
No tenía, entonces, ni la más mínima intención de ir a Endor».
«¿Y
entonces cómo es que fuiste?».
«Lo
acabo de decir: porque Judas de Simón quería ir».
«¿Y
por qué este capricho?».
«Para
ver la gruta de la maga».
«Quizás
es que Tú habías hablado de eso...».
«¡Jamás!
No tenía motivo para hablar de eso».
«Lo
que quiero decir es que... quizás habías explicado con ese episodio otros
sortilegios, para iniciar a tus discípulos en...».
«¿En
qué? Para iniciar en la santidad no se necesitan peregrinajes. Una celda o una
landa desierta, un pico de montaña o una casa solitaria van bien igualmente.
Basta, en quien enseña, autoridad y santidad, y, en quien escucha, voluntad de
santificarse. Yo enseño esto y no otras cosas».
«Pero
los milagros que ahora hacen ellos, los discípulos, qué son sino prodigios
y...».
«Y
voluntad de Dios. Sólo eso. Y cuanto más santos vayan siendo más harán. Con la
oración, con el sacrificio y con su obediencia a Dios. No con otras cosas».
«¿Estás seguro
de eso?» pregunta un escriba, con la mano en el mentón y mirando de reojo, y de
abajo arriba, a Jesús, con tono discretamente irónico y no sin un sentido de
conmiseración.
«Son las armas
y las doctrinas que les he dado. Si luego alguno de ellos, y son muchos, se
corrompe con innobles prácticas, por soberbia o por otra cosa, el consejo no
habrá provenido de mí. Puedo orar para tratar de redimir al culpable. Puedo
imponerme duras penitencias expiatorias para obtener que Dios le ayude
especialmente con luces de su sabiduría para que vea el error. Puedo arrojarme
a sus pies para suplicarle que abandone el pecado, con todo mi amor de Hermano,
Maestro y Amigo. Y no pensaría que me estaría rebajando al hacer eso, porque el
precio de un alma es tal, que merece la pena sufrir cualquier humillación para
ganarla. Pero no puedo hacer más. Si, a pesar de eso, continúa el pecado,
llanto y sangre rezumarán de los ojos y el corazón del traicionado e
incomprendido Maestro y Amigo». ¡Qué dulzura y qué tristeza en la voz y en la
expresión de Jesús!
Los
escribas y fariseos se miran entre sí. Es todo un juego de miradas. Pero no
hacen ningún comentario al respecto.
4En
cambio, eso sí, hacen preguntas al joven Daniel: ¿se acuerda de qué es la
muerte?; ¿qué sintió al volver a la vida?; ¿qué vio en el espacio entre la
muerte y la vida?
«Yo
sé que estaba enfermo y que sufrí la agonía. ¡Oh, qué cosa más tremenda! ¡No me
hagáis recordarlo!... Y, no obstante, llegará el día en que tendré que volverla
a sufrir. ¡Oh, Maestro!...». Le mira aterrorizado, y empalidece ante el
pensamiento de que tendrá que morir otra vez.
Jesús
le consuela dulcemente diciendo: «La muerte es de por sí expiación. Tú,
muriendo dos veces, quedarás purificado de toda mancha y gozarás en seguida del
Cielo. Pero que este pensamiento te haga vivir una vida santa, de forma que
sólo haya en ti involuntarias y veniales culpas».
Mas
los fariseos vuelven al ataque: «¿Pero qué experimentaste al volver a la
vida?».
«Nada.
Me he encontré vivo y sano como si me hubiera despertado de un largo sueño
pesado».
«¿Pero
te acordabas de haber muerto?».
«Me
acordaba de que había estado muy mal, hasta la agonía, y nada más».
«¿Y
qué recuerdas del otro mundo?».
«Nada.
No hay nada. Un agujero negro, un espacio vacío en mi vida... Nada».
«¿Entonces
para ti no hay Limbo, ni Purgatorio ni Infierno?».
«¿Quién ha
dicho que no existen? Claro que existen. Pero yo no los recuerdo».
«Pero
estás seguro de haber estado muerto?».
Reaccionan
todos los que hay de Naím: «¡Que si estaba muerto? ¡Qué más queréis? Cuando le
pusimos en la lechiga estaba casi empezando a oler. ¡Y, además!... con todos
esos bálsamos y vendas habría muerto hasta un coloso».
«¿Pero
tú no te acuerdas de haber muerto?».
«Os
he dicho que no». El joven se impacienta y añade: «¿Pero qué es lo que queréis
establecer con estas lúgubres argumentaciones?: ¿que un entero pueblo
aparentaba que me tenía muerto a mí, incluida mi madre, incluida mi mujer, que
estaba en la cama muriendo de dolor, incluido yo, atado y embalsamado, y que no
era verdad? ¿Qué estáis diciendo?: ¿que en Naím éramos todos niños o imbéciles
con ganas de bromas? Mi madre se puso blanca en pocas horas, mi mujer tuvo que
ser asistida porque el dolor y la subsiguiente alegría la habían como
enloquecido. ¿Y vosotros dudáis? ¿Y por qué lo íbamos a haber hecho?».
«¿Por qué? ¡Es
verdad! ¿Por qué lo íbamos a haber hecho?» dicen los de Naím.
5Jesús
no habla. Se entretiene con el mantel como si estuviera ausente. Los fariseos
no saben qué decir... Pero Jesús, al improviso, cuando la conversación y el
asunto parecían concluidos, abre su boca y dice: «El porqué es el siguiente.
Ellos (y señala a los fariseos y escribas) quieren establecer que tu
resurrección no fue sino una artimaña bien montada para aumentar mi estima ante
las multitudes: Yo, el que la ideó; vosotros, cómplices para traicionar a Dios
y al prójimo. No. Yo dejo las fullerías a los innobles. No necesito hechicerías
ni estratagemas, ni artimañas o complicidades, para ser lo que soy. ¿Por qué
queréis negar a Dios el poder de devolver el alma a una carne? Si Él la da
cuando la carne se forma, y crea una a una las almas, ¿no podrá restablecerla
cuando, volviendo a la carne por la oración de su Mesías, puede ser incentivo
para que multitud de gente se acerque a la Verdad? ¿Podéis negar a Dios el poder del
milagro? ¿Por qué lo queréis negar?».
«¿Eres
Tú Dios?».
«Yo
soy quien soy. Mis milagros y mi doctrina dicen quién soy».
«¿Y entonces
por qué éste no recuerda, mientras que los espíritus invocados saben decir lo
que es el más allá?».
«Porque
esta alma, ya santificada por la penitencia de una primera muerte, habla la
verdad; mientras que lo que sale de los labios de los nigromantes no es
verdad».
«Pero
Samuel…».
«Pero
Samuel fue, por mandato de Dios* y
no de la maga, a llevar al desleal para con la Ley el veredicto del Señor cuyas disposiciones no se hacen objeto de burla».
6«¿Y
entonces, por qué tus discípulos lo hacen?».
La voz
arrogante de un fariseo, que ha alzado el tono porque se ha sentido tocado en
la herida, llama la atención de los apóstoles, que están en la habitación de
enfrente, separados por un pasillo de poco más de un metro de ancho y sin
separación de puertas o cortinas gruesas. Sintiendo que es algo que los atañe,
se levantan y van al pasillo sin hacer ruido, y se poner a escuchar.
«¿En
qué lo hacen? Explícate. Si tu acusación es verdadera, les advertiré que no
vuelvan a obrar contra la Ley».
«Yo sé en qué,
y como yo muchos otros. Pero descúbrelo Tú por ti mismo, Tú, que resucitas a
los muertos y te dices más que profeta. Nosotros, puedes estar seguro, no te lo
vamos a decir. Además, tienes ojos para ver también muchas otras cosas
cometidas por tus discípulos, hechas cuando no se debe o no hechas cuando se
deben hacer. Y Tú no le das importancia a esto».
«¿Queréis
indicarme algunas de estas cosas?».
«¿Por
qué tus discípulos violan las tradiciones de los antepasados? Hoy los hemos
observado. ¡Hoy otra vez! ¡No hace más de una hora! ¡Han entrado en su sala
para comer y antes no se han purificado las manos!» (Si los fariseos hubieran
dicho: «y antes han degollado a unos cuantos de la ciudad» no habrían expresado
un tono tan profundamente lleno de horror).
7«Sí, los habéis observado. Hay muchas cosas
que ver. Cosas hermosas y buenas, cosas que mueven a bendecir al Señor por
habernos dado la vida para que pudiéramos verlas, y por haberlas creado o
consentido. Ésas no las veis. Y, como vosotros, otros muchos. Y la verdad es
que perdéis el tiempo y la paz yendo detrás de las cosas no buenas.
____________________
* Samuel fue, por mandato de Dios... : en 1 Samuel 28, 3‑19.
Parecéis
chacales, o mejor, hienas que corren tras la estela de una pestilencia y no se
cuidan de la afluencia de perfumes que vienen en el viento desde jardines
llenos de aromas. A las hienas no les gustan las azucenas ni las rosas,
jazmines ni alcanfores, cinamomos ni claveles. Para ellas significan olores
desagradables. Pero el hedor de un cuerpo en putrefacción en el fondo de un
barranco, o en un camino, sepultado bajo los espinos a que le ha arrojado un
asesino, o lanzado a una playa desierta por la tempestad, hinchado, cárdeno,
agrietado, horrendo, ¡ah, ese hedor es perfume agradable para las hienas!
Olisquean el viento vespertino, que condensa y transporta consigo todos los
olores que el sol destila de las cosas que ha calentado, para sentir este vago,
sugestivo olor; y, una vez descubierto, una vez captada su dirección, empiezan
a correr, con el hocico alzado, los dientes descubiertos por la vibración ‑
semejante a una risa histérica ‑ de las mandíbulas, para ir al lugar de la
podredumbre. Y, ya sea cadáver de hombre o de cuadrúpedo, o de culebra
quebrantada por el campesino o garduña muerta a manos del ama de casa, o aunque
fuera una simple rata... les gusta, sí, les gusta, les gusta. Y en ese hedor en
fermentación hunden sus patas, comen, se relamen...
¿Que hay
hombres que día tras día se santifican? ¡Eso no les interesa! Pero basta con
que uno sólo haga algún mal, basta con que algunos descuiden no ya un precepto
divino sino una práctica humana ‑ llamadla tradición, precepto o como
queráis... al fin y al cabo una cosa humana ‑, basta eso para ir allí y acusar;
aunque se trate solamente de una sospecha... cuando menos para darse la
satisfacción de ver que la sospecha era una realidad.
8Pues
bien, responded ahora vosotros, vosotros que habéis venido aquí no por amor,
sino con maligna intención, responded: ¿Por qué violáis el precepto de Dios por
una tradición vuestra? ¡No me diréis ahora que una tradición es más que un
mandamiento! Pues bien, Dios dijo: "Honra a tu padre y a tu madre", y
también: "Quien maldijere a su padre o a su madre será reo de muerte".
Pero vosotros decís: "Aquel que dijere a su padre y a su madre: 'Lo que
debías recibir de mí es korbán' no está obligado a usarlo para su padre o para
su madre". Por tanto, con vuestra tradición, habéis anulado el precepto de
Dios.
¡Hipócritas!
Bien profetizó de vosotros Isaías diciendo: "Este pueblo me honra con los
labios, pero su corazón está lejos de mí; en vano me honran, pues, enseñando
doctrinas y preceptos de hombre".
Estáis
atentos a las tradiciones de los hombres, al lavado de ánforas y copas, de
platos y manos, y otras cosas semejantes; pero, eso sí, descuidáis los
preceptos de Dios. Os escandalizáis porque uno no se lave las manos; pero, eso
sí, justificáis la ingratitud y la avaricia de un hijo ofreciéndole la
escapatoria de la ofrenda sacrificial para no dar un pan a quien le engendró y
ahora necesita ayuda y él tiene la obligación de honrarle porque es padre suyo.
Alteráis y violáis la palabra de Dios por obedecer a palabras vuestras,
elevadas por vosotros a precepto. Así, os proclamáis más justos que Dios. Os
arrogáis el derecho de legisladores, siendo así que sólo Dios es Legislador en
su pueblo. Vosotros...».
Y
seguiría; pero el grupo enemigo abandona la sala bajo la granizada de
acusaciones, chocándose con los apóstoles y con todas las otras personas que
estaban en la casa, invitados o gente venida a ayudar a la dueña de la casa,
los cuales, atraídos por el tañido de la voz de Jesús, se habían agrupado en el
pasillo.
9Jesús,
que se había puesto de pie, se sienta de nuevo, e indica a todos los presentes
que entren adonde está Él. Les dice: «Escuchad todos y comprended esta verdad.
No hay nada fuera del hombre que entrando en él le pueda contaminar. Lo que
sale del hombre es lo que contamina. Quien tenga oídos para oír que oiga, y use
la razón para comprender y la voluntad para obrar. Y ahora salgamos. Vosotros
de Naím perseverad en el bien y esté siempre con vosotros mi paz».
Se levanta,
saluda en particular a los dueños de la casa, y se encamina por el pasillo.
Pero ve a las
mujeres amigas, que, recogidas en un ángulo, le miran embelesadas, y se dirige
a ellas para decirles: «Paz a vosotras también. Que el Cielo os pague el
haberme socorrido con un amor que no me ha permitido echar de menos la mesa
materna. He sentido vuestro amor de madres en cada miga de pan, en cada una de
las viandas guisadas o asadas, en el dulce de miel, en el vino fresco y
aromático. Amadme siempre así, buenas mujeres de Naím. Y la próxima vez no
trabajéis tanto para mí. Es suficiente un pan y un puñado de aceitunas
condimentadas con vuestra sonrisa materna y vuestra mirada honesta y buena. Sed
felices en vuestras casas, porque tenéis el agradecimiento del Perseguido, que
se pone en camino consolado por vuestro amor».
Las
mujeres, todas, felices a pesar de estar llorando, se han arrodillado; y Él, al
pasar, roza apenas, una a una, sus cabellos blancos o negros, como para
bendecirlas. Luego sale y reanuda su camino...
Las
primeras sombras de la noche descienden y celan la palidez de Jesús,
entristecido por demasiadas cosas.
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