VOLUMEN PRIMERO
Nacimiento y vida oculta de María y Jesús.
1. Pensamiento introductor. Dios
quiso un seno sin mancha.
"Dios me poseyó al inicio de sus obras".
Salomón, Proverbios cap. 8 v. 22.
22 de agosto de 1944.
1Jesús me ordena: «Coge un
cuaderno completamente nuevo.
Copia en la
primera hoja el dictado del día 16 de agosto. En este libro se hablará
de Ella».
Obedezco y copio.
16 de agosto de
1944.
2Dice Jesús:
«Hoy
escribe esto sólo. La pureza tiene un valor tal, que un seno de criatura pudo
contener al Incontenible, porque poseía la máxima pureza posible en una
criatura de Dios.
La Santísima.
Trinidad descendió con sus perfecciones, habitó con sus Tres
Personas, cerró su Infinito en pequeño espacio ‑ no por ello se hizo menor, porque
el amor de la Virgen
y la voluntad de Dios dilataron este espacio hasta hacer de él un Cielo ‑ y se
manifestó con sus características:
el Padre, siendo
Creador nuevamente de la Criatura como en el sexto
día y teniendo una "hija" verdadera, digna, a su perfecta semejanza.
La impronta de Dios estaba estampada en María tan nítidamente, que sólo en el
Primogénito del Padre era superior. María puede ser llamada la
"segundogénita" del Padre, porque, por perfección dada y sabida
conservar, y por dignidad de Esposa y Madre de Dios y de Reina del Cielo, viene
segunda después del Hijo del Padre y segunda en su eterno Pensamiento, que ab
aeterno en Ella se complació;
el Hijo, siendo
también para Ella "el Hijo" y enseñándole, por misterio de gracia, su
verdad y sabiduría cuando aún era
sólo un Embrión que crecía en su seno;
el Espíritu Santo, apareciendo
entre los hombres por un anticipado Pentecostés, por un prolongado Pentecostés,
Amor en "Aquella que amó", Consuelo para los hombres por el Fruto de
su seno, Santificación por la maternidad del Santo.
3Dios, para manifestarse a los hombres en
la forma nueva y completa que abre la era de la Redención, no eligió
como trono suyo un astro del cielo, ni el palacio de un grande. No quiso
tampoco las alas de los ángeles como base para su pie. Quiso un seno sin
mancha.
Eva también había sido creada sin mancha. Mas, espontáneamente, quiso
corromperse. María, que vivió en un mundo corrompido ‑ Eva estaba, por el
contrario, en un mundo puro ‑ no quiso lesionar su candor ni siquiera con un
pensamiento vuelto hacia el pecado. Conoció la existencia del pecado y vio de
él sus distintas y horribles manifestaciones, las vio todas, incluso la más horrenda: el deicidio. Pero las
conoció para expiarlas y para ser, eternamente, Aquella que tiene piedad de los
pecadores y ruega por su redención.
4Este pensamiento será introducción a
otras santas cosas que daré para consuelo tuyo y de muchos».
2.
Joaquín y Ana hacen voto al Señor.
22 de agosto de 1944.
1Veo un interior de una casa. Sentada a
un telar hay una mujer ya de cierta edad. Viéndola con su pelo ahora entrecano,
antes ciertamente negro, y su rostro sin arrugas pero lleno de esa seriedad que
viene con los años, yo diría que puede tener de cincuenta a cincuenta y cinco
años, no más.
Al indicar estas edades femeninas tomo como base el rostro de mi madre,
cuya efigie tengo, más que nunca, presente estos días que me recuerdan los
últimos suyos cerca de mi cama... Pasado mañana hará un año que ya no la veo...
Mi madre era de rostro muy fresco bajo unos cabellos precozmente encanecidos. A
los cincuenta años era blanca y negra como al final de la vida. Pero, aparte de
la madurez de la mirada, nada denunciaba sus años. Por eso, pudiera ser que me
equivocase al dar un cierto número de años a las mujeres ya mayores.
Ésta, a la que veo tejer, está en una
habitación llena de claridad. La luz penetra por la puerta, abierta de par en
par, que da a un espacioso huerto‑jardín. Yo diría que es una pequeña finca
rústica, porque se prolonga onduladamente
sobre un suave columpiarse de verdes pendientes. Ella es hermosa, de rasgos
sin duda hebreos. Ojo negro y profundo que, no sé por qué, me recuerda al del
Bautista. Sin embargo, este ojo, además de tener gallardía de reina, es dulce;
como si su centelleo de águila estuviera velado de azul. Ojo dulce, con un
trazo de tristeza, como de quien pensara nostálgicamente en cosas perdidas. El
color del rostro es moreno, aunque no excesivamente. La boca, ligeramente
ancha, está bien proporcionada, detenida en un gesto
austero pero no duro. La nariz es larga y delgada, ligeramente combada hacia abajo: una nariz aguileña que va
bien con esos ojos. Es fuerte, mas no
obesa. Bien proporcionada. A juzgar por su estatura estando sentada, creo que
es alta.
Me
parece que está tejiendo una cortina o una alfombra. Las caníllas multicolores
recorren, rápidas, la trama marrón oscura. Lo ya hecho muestra una vaga
entretejedura de grecas y flores en que el verde,
el amarillo, el rojo y el azul oscuro se intersecan y funden co mo en un mosaico. La mujer lleva un vestido
sencillísimo y muy os curo: un morado‑rojo
que parece copiado de ciertas trinitarias.
2Oye llamar a la
puerta y se levanta. Es alta realmente. Abre.
Una
mujer le dice: «Ana, ¿me dejas tu ánfora? Te la lleno».
La
mujer trae consigo a un rapacillo de cinco años, que se agarra inmediatamente
al vestido de Ana. Ésta le acaricia mientras se dirige hacia otra habitación,
de donde vuelve con una bonita ánfora de cobre.
Se la da a la mujer diciendo: «Tú siempre eres buena con la vieja Ana. Dios te lo pague, en éste y en los
otros hijos que tienes y que tendrás.
¡Dichosa tú!». Ana suspira.
La
mujer la mira y no sabe qué decir ante ese suspiro. Para apartar la pena, que
se ve que existe, dice: «Te dejo a Alfeo, si no te causa molestias; así podré
ir más deprisa y llenarte muchos cántaros».
Alfeo
está muy contento de quedarse, y se ve el porqué una vez que se ha ido la
madre: Ana le coge en brazos y le lleva al huerto, le aúpa hasta una pérgola de uva de color oro como el topacio y dice: «Come, come, que es buena», y le besa en la
carita embadurnada del zumo de
las uvas que está desgranando ávidamente. Luego, cuando el niño, mirándola con dos ojazos de un gris azul oscuro todo abier tos, dice: «¿Y ahora qué me das?», se echa a
reír con ganas, y, al punto, parece más joven, borrados los años por la bonita
dentadura y el gozo que viste su rostro. Y ríe y juega, metiendo su cabeza
entre las rodillas y diciendo: «¿Qué me das si te doy,.. si te doy?... ¡Adivina!».
Y el niño, dando palmadas con sus manecitas, todo sonriente, dice: «¡Besos, te
doy besos, Ana guapa, Ana buena, Ana mamá!...».
Ana,
al sentirse llamar "Ana mamá", emite un grito de afecto jubiloso y
abraza estrechamente al pequeñuelo, diciendo: «¡Oh, tesoro! ¡Amor! ¡Amor!
¡Amor!». Y por cada "amor" un beso va a posarse sobre las mejillitas
rosadas. Luego van a un vasar y de un plato bajan tortitas de miel. «Las he
hecho para ti, hermosura de la pobre Ana, para ti que me quieres. Dime, ¿cuánto
me quieres?». Y el niño, pensando en la cosa que más le ha impresionado, dice:
«Como al Templo del Señor». Ana le da más besos: en los ojitos avispados, en la
boquita roja. Y el niño se restriega contra ella como un gatito.
La
madre va y viene con un jarro colmo y ríe sin decir nada. Les deja con sus
efusiones de afecto.
3Entra del huerto un
hombre anciano, un poco más bajo que Ana, de tupida cabellera completamente
cana, rostro claro, barba cortada en cuadrado, dos ojos azules como turquesas,
entre pestañas de un castaño claro casi rubio. Está vestido de un marrón
oscuro.
Ana
no le ve porque da la espalda a la puerta. El hombre se acerca a ella por
detrás diciendo: «¿Y a mí nada?». Ana se vuelve y dice: «¡Oh, Joaquín! ¿Has
terminado tu trabajo?». Mientras tanto el pequeño Alfeo ha corrido a sus
rodillas diciendo: «También a ti, también a ti», y cuando el anciano se agacha
y le besa, el niño se le ciñe estrechamente al cuello despeinándole la barba
con las manecitas y los besos.
También
Joaquín trae su regalo: saca de detrás la mano izquierda y presenta una manzana
tan hermosa que parece de cerámica, y, sonriendo, al niño que tiende ávidamente
sus manecitas le dice: «Espera, que te la parto en trozos. Así no puedes. Es
más grande que tú», y con un pequeño cuchillo que tiene en el cinturón (un
cuchillo de podador) parte la manzana en rodajas, que divide a su vez en otras
más delgadas; y parece como si estuviera dando de comer en la boca a un
pajarillo que no ha dejado todavía el nido, por el gran cuidado con que mete
los trozos de manzana en esa boquita que muele incesantemente.
«¡Te
has fijado qué ojos, Joaquín! ¿No parecen dos porcioncitas del Mar de Galilea
cuando el viento de la tarde empuja un velo de nubes bajo el cielo?». Ana ha
hablado teniendo apoyada una mano en el hombro de su marido y apoyándose a su
vez ligeramente en ella: gesto éste que revela un profundo amor de esposa, un
amor intacto tras muchos años de vínculo conyugal.
Joaquín
la mira con amor, y asiente diciendo: «¡Bellísimos! ¿Y esos ricitos? ¿No tienen
el color de la mies secada por el sol? Mira, en su interior hay mezcla de oro y
cobre».
«¡Ah,
si hubiéramos tenido un hijo, lo habría querido así, con estos ojos y este
pelo!...». - Ana se ha curvado, es más, se ha arrodillado, y, con un fuerte
suspiro, besa esos dos ojazos azul‑grises.
También
suspira Joaquín, y, queriéndola consolar, le pone la mano sobre el pelo rizado
y canoso, y le dice: «Todavía hay que esperar. Dios todo lo puede. Mientras se
vive, el milagro puede producirse, especialmente cuando se le ama y cuando nos amamos». Joaquín recalca mucho estas
últimas palabras.
Mas
Ana guarda silencio, descorazonada, con la cabeza agachada, para que no se vean
dos lágrimas que están deslizándose y que advierte sólo el pequeño Alfeo, el
cual, asombrado y apenado de que su gran amiga llore como hace él alguna vez,
levanta la manita y enjuga su llanto.
«¡No
llores, Ana! Somos felices de todas formas. Yo por lo menos lo soy, porque te
tengo a ti».
«Yo
también por ti. Pero no te he dado un hijo... Pienso que he adolorado al Señor
porque ha hecho infecundas mis entrañas...».
«¡Oh,
esposa mía! ¿En qué crees tú, santa, que has podido adolorarle? Mira, vamos una
vez más al Templo y por esto, no sólo por los Tabernáculos, hacemos una larga
oración... Quizás te suceda como a Sara... o como a Ana de Elcana: esperaron
mucho y se creían reprobadas por ser estériles, y, sin embargo, en el Cielo de
Dios, estaba madurando para ellas un hijo santo. Sonríe, esposa mía. Tu llanto
significa para mí más dolor que el no tener prole... Llevaremos a Alfeo con
nosotros. Le diremos que rece. Él es inocente... Dios tomará juntas nuestra
oración y la suya y se mostrará propicio».
«Sí.
Hagamos un voto al Señor. Suyo será el hijo; si es que nos lo concede... ¡Oh,
sentirme llamar "mamá"!».
Y
Alfeo, espectador asombrado e inocente, dice: «¡Yo te llamo "mamá"!».
«Sí,
tesoro amado... pero tú ya tienes mama, y yo... yo no tengo niño...».
La visión cesa aquí.
5Me doy cuenta de que se ha abierto el ciclo del nacimiento de María. Y
me alegro mucho por ello, porque lo deseaba grandemente. Supongo que también
usted se alegrará de ello. *
Antes de empezar a escribir he oído a la Mamá decirme: «Hija, escribe,
pues, acerca de mí. Toda pena tuya será consolada». Y, mientras decía esto, me ponía la mano sobre la cabeza acariciándo me delicadamente. Luego ha venido la visión.
Pero al principio, o sea, hasta que no oí
llamar por el nombre a la mujer de cincuenta años,
no comprendí que me encontraba ante la madre de la Mamá y, por tanto, ante la
gracia del nacimiento de la
Virgen.
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*Supongo que
también usted se alegrará de ello: es
decir, el director espiritual de la escritora, el P. Romualdo M. Migliorini
o.s.m., al que MV se dirige a menudo, en estilo epistolar, a lo largo de toda la Obra. Algunas veces
se dedica al padre Migliorini un episodio o una
enseñanza (véase, por ejemplo, 58.1).
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