3. En la fiesta
de los Tabernáculos. Joaquín y Ana
poseían la Sabiduría.
23 de agosto de 1944.
1Antes de proseguir
hago una observación.
La
casa no me ha parecido la de Nazaret,
bien conocida. Al menos la habitación es muy distinta. Con respecto al huerto‑jardín,
debo decir que es también más amplio; además, se ven los campos, no muchos,
pero... los hay. Después, ya casada María, sólo está el huerto (amplio, eso sí,
pero sólo huerto). Y esta habitación que he visto no la he observado nunca en
las otras visiones. No sé si pensar que por motivos pecuniarios los padres de
María se hubieran deshecho de parte de su patrimonio, o si María, dejado el
Templo, pasó a otra casa, que quizás le había dado José. No recuerdo si en las
pasadas visiones y lecciones recibí alguna vez alusión segura a que la casa de
Nazaret fuera la casa natal.
Mi
cabeza está muy cansada. Además, sobre todo por lo que respecta a los dictados,
olvido en seguida las palabras, aunque, eso sí, me quedan grabadas las
prescripciones que contienen, y, en el alma, la luz. Pero los detalles se
borran inmediatamente. Si al cabo de
una hora tuviera que repetir lo que he oído, aparte de una o dos frases de
especial importancia, no sabría nada más. Las visiones, por el contrario, me
quedan vivas en la mente, porque las he tenido que observar por mí misma. Los dictados los recibo.
Aquéllas, por el contrario, tengo que percibirlas; permanecen, por tanto, vivas
en el pensamiento, que ha tenido que trabajar para advertir sus distintas
fases.
Esperaba
un dictado sobre la visión de ayer, pero no lo ha habido.
2Empiezo a ver y
escribo.
Fuera
de los muros de Jerusalén, en las colinas, entre los olivos, hay gran multitud
de gente. Parece un enorme mercado, pero no hay ni casetas ni puestos de venta
ni voces de charlatanes y vendedores ni juegos. Hay muchas tiendas hechas de
lana basta, sin duda impermeables, extendidas sobre estacas hincadas en el suelo.
Atados a las estacas hay ramos verdes, como decoración y como medio para dar
frescor. Otras, sin embargo, están hechas sólo de ramos hincados en el suelo y
atados así ^ ; éstas crean como
pequeñas galerías verdes. Bajo todas ellas, gente de las más distintas edades y
condiciones y un rumor de conversación tranquilo e íntimo en que sólo desentona
algún chillido de niño.
Cae
la tarde y ya las luces de las lamparitas de aceite resplandecen acá y allá por
el extraño campamento. En torno a estas luces, algunas familias, sentadas en el
suelo, están cenando; las madres tienen en su regazo a los más pequeños, muchos
de los cuales, cansados, se han quedado dormidos teniendo todavía el trozo de
pan en sus deditos rosados, cayendo su cabecita sobre el pecho materno, como
los polluelos bajo las alas de la gallina. Las madres terminan de comer como
pueden, con una sola mano libre, sujetando con la otra a su hijito contra su
corazón. Otras familias, por el contrario, no están todavía cenando. Conversan
en la semioscuridad del crepúsculo esperando a que la comida esté hecha. Se ven
lumbres encendidas, desperdigadas; en torno a ellas trajinan las mujeres.
Alguna nana muy lenta, yo diría casi quejumbrosa, mece a algún niño que halla
dificultad para dormirse.
Encima,
un hermoso cielo sereno, azul cada vez más oscuro hasta semejar a un enorme
toldo de terciopelo suave de un color negro-azul; un cielo en el que, muy
lentamente, invisibles artífices y decoradores estuvieran fijando gemas y
lamparitas, ya aisladas, ya formando caprichosas líneas geométricas, entre las
que destacan la Osa Mayor
y Menor, que tienen forma de carro con la lanza apoyada en el suelo una vez
liberados del yugo los bueyes. La estrella Polar ríe con todos sus
resplandores.
Me
doy cuenta de que es el mes de octubre porque una gruesa voz de hombre lo dice:
«¡Este octubre es extraordinario como ha habido pocos!». *
3Aparece en la
escena Ana.
Viene de una de las hogueras con algunas cosas en las manos y
colocadas sobre el pan, que es ancho y plano, como una torta de las nuestras, y
que hace de bandeja. Trae pegado a las faldas a Alfeo, que va parla que te
parla con su vocecita aguda. Joaquín está a la entrada de su pequeña tienda
(toda de ramajes). Habla con un hombre de unos treinta años, al que saluda Alfeo
desde lejos con un gritito diciendo: «Papá». Cuando Joaquín ve venir a Ana se
da prisa en encender la lámpara.
Ana pasa con su majestuoso caminar regio entre las filas de tiendas; regio
y humilde. No es altera con ninguno. Levanta a un niñito, hijo de una pobre,
muy pobre, mujer, el cual ha tropezado en su traviesa carrera y ha ido a caer
justo a sus pies. Dado que el niñito se ha ensuciado de tierra la carita y está
llorando, ella le limpia y le consuela y, habiendo acudido la madre
disculpándose, se lo restituye diciendo: «¡Oh, no es nada! Me alegro de que no se
haya hecho daño. Es un niño muy majo. ¿Qué edad tiene?».
«Tres
años. Es el penúltimo. Dentro de poco voy a tener otro. Tengo seis níños. Ahora
querria una niña... Para una mamá es mucho una niña...».
«¡Grande
ha sido el consuelo que has recibido del Altísimo, mujer!». ‑ Ana suspira ‑.
La
otra mujer dice: «Sí. Soy pobre, pero los hijos son nuestra alegría, y ya los
más grandecitos ayudan a trabajar. Y tú, señora, ‑ todos los signos son de que
Ana es de condición más elevada, y la mujer lo ha visto ‑ ¿cuántos niños
tienes?».
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* octubre es un mes de nuestro
calendario, que regula los meses con referencia al año solar. Pero
frecuentemente MV reseña los nombres del calendario hebreo, regulado con
referencia al año lunar, que empieza en primavera. La correspondencia de los
meses hebreos con los nuestros es aproximada: 1. Nisán (abril); 2. Ziv
(mayo); 3. Siván (junio); 4. Tammuz (julio); 5. Ab (agosto); 6. Elul (septiembre);
7. Tisrí (octubre); 8. Etanim (noviembre); 9. Kisléu (diciembre); 10. Tébet (enero); 11. Sabat (febrero); 12. Adar
(marzo), que se dobla en los años embolismales.
«Ninguno».
«¿Ninguno!
¿No es tuyo éste?».
«No.
De una vecina muy buena. Es mi consuelo...».
«Se
te han muerto, o...».
«No
los he tenido nunca».
«¡Oh!».
La mujer pobre la mira con piedad.
Ana
la saluda con un gran suspiro y se dirige a su tienda.
«Te
he hecho esperar, Joaquín. Me ha entretenido una mujer pobre, madre de seis
hijos varones, ¡fijate! Y dentro de poco va a tener otro hijo».
Joaquín
suspira.
El
padre de Alfeo llama a su hijo, pero éste responde: «Yo me quedo con Ana. Así
la ayudo». Todos se echan a reír.
«Déjale.
No molesta. Todavía no le obliga la Ley. Aquí o allí... no es más que un pajarito que
come» dice Ana, y se sienta con el niño en el regazo; le da un pedazo de torta
y ‑ creo ‑ pescado asado. Veo que hace algo antes de dárselo. Quizás le ha
quitado la espina. Antes ha servido a su marido. La última que come es ella.
4La noche está cada
vez más poblada de estrellas y las luces son cada vez más numerosas en el
campamento.
Luego muchas luces se van poco a poco apagando: son los primeros
que han cenado, que ahora se echan a dormir. Va disminuyendo también lentamente
el rumor de la gente. No se oyen ya voces de niños. Sólo resuena la vocecita de
algún lactante buscando la leche de su mamá. La noche exhala su brisa sobre las
cosas y las personas, y borra penas y recuerdos, esperanzas y rencores. Bueno,
quizás estos dos sobrevivan, aun cuando hayan quedado atenuados, durante el
sueño, en los sueños.
Ana
está meciendo a Alfeo, que empieza a dormirse en sus brazos. Entonces cuenta a
su marido el sueño que ha tenido: «Esta noche he soñado que el próximo año voy
a venir a la Ciudad Santa
para dos fiestas en vez de para una sola. Una será el ofrecimiento de mi hijo
al Templo... ¡Oh! ¡Joaquín!…».
«Espéralo,
espéralo, Ana. ¿No has oído alguna palabra? ¿El Señor no te ha susurrado al
corazón nada?».
«Nada.
Un sueño sólo...».
«Mañana
es el último día de oración. Ya se han efectuado todas las ofrendas. No
obstante, las renovaremos solemnemente mañana. Persuadiremos a Dios con nuestro
fiel amor. Yo sigo pensando que te sucederá como a Ana de Elcana».
«Dios
lo quiera... ¡Si hubiera, ahora mismo, alguien que me dijera: "Vete en
paz. El Dios de Israel te ha concedido la gracia que pides"!...».
«Si
ha de venir la gracia, tu niño te lo dirá revirándose por primera vez en tu
seno. Será voz de inocente y, por tanto, voz de Dios».
Ahora
el campamento calla en la obscuridad de la noche. Ana lleva a Alfeo a la tienda
contigua y le pone sobre la yacija de heno junto a sus hermanitos, que ya están
dormidos. Luego se echa al lado de Joaquín. Su lamparita también se apaga ‑ una
de las últimas estrellitas de la tierra ‑. Quedan, más hermosas, las estrellas
del firmamento, velando a todos los durmientes.
5Dice Jesús:
«Los
justos son siempre sabios, porque, siendo como son amigos de Dios, viven en su
compañía y reciben instrucción de Él, de Él que es Infínita Sabiduría.
Mis
abuelos eran justos; poseían, por tanto, la sabiduría. Podían decir con verdad cuanto dice la Escritura cantando las
alabanzas de la Sabiduría
en el libro que lleva su nombre: "Yo la he amado y buscado desde mi
juventud y procuré tomarla por esposa".
Ana
de Aarón era la mujer fuerte de que habla el Antepasado nuestro. Y Joaquín, de
la estirpe del rey David, no había buscado tanto belleza y riqueza cuanto
virtud. Ana poseía una gran virtud.
Toda las virtudes unidas como ramo fragante de flores para ser una única, bellísima
cosa, que era la Virtud, una virtud real, digna de estar
delante del trono de Dios.
Joaquín,
por tanto, había tomado por esposa dos veces a la sabiduria "amándola más
que a cualquier otra mujer": la sabiduría de Dios contenida dentro del
corazón de la mujer justa. Ana de Aarón no había tratado sino de unir su vida a
la de un hombre recto, con la seguridad de que en la rectitud se halla la
alegría de las familias.
6Y, para ser el emblema de la "mujer
fuerte",
no le faltaba sino la corona de los hijos, gloria de la mujer
casada, justificación del vínculo matrimonial, de que habla Salomón; como
también a su felicidad sólo le faltaban estos hijos, flores del árbol que se ha
hecho uno con el árbol cercano obteniendo copiosidad de nuevos frutos en los que
las dos bondades se funden en una, pues de su esposo nunca había recibido
ningún motivo de infelicidad.
7Ella, ya tendente a
la vejez,.
mujer de Joaquín desde hacía varios lustros, seguía siendo para éste
"la esposa de su juventud, su alegría, la cierva amadísima, la gacela
donosa'', cuyas caricias tenían siempre el fresco encanto de la primera noche
nupcial y cautivaban dulcemente su amor, manteniéndolo fresco como flor que el
rocío asperja y ardiente como fuego que siempre una mano alimenta. Por tanto, dentro
de su aflicción, propia de quien no tiene hijos, recíprocamente se decían
"palabras de consuelo en las preocupaciones y fatigas".
8Y la Sabiduría eterna,
llegada la hora, después de haberlos instruido en la vida, los iluminó con los
sueños de la noche, lucero de la mañana del poema de gloria que había de llegar
a ellos, María Stma., la Madre
mía. Si su humildad no pensó en esto, su corazón sí se estremeció esperanzado
ante el primer tañido de la promesa de Dios. Ya de hecho hay certeza en las
palabras de Joaquín: "Espéralo, espéralo... Persuadiremos a Dios con
nuestro fiel amor". Soñaban un hijo, tuvieron a la Madre de Dios.
9Las palabras del
libro de la Sabiduría
parecen escritas para ellos:
"Por ella adquiriré gloria ante el pueblo...
por ella obtendré la inmortalidad y dejaré eterna memoria de mí a aquellos que
vendrán después de mí". Pero, para obtener todo esto, tuvieron que hacerse
reyes de una virtud veraz y duradera no lesionada por suceso alguno. Virtud de
fe. Virtud de caridad. Virtud de esperanza. Virtud de castidad. ¡Oh, la
castidad de los esposos! Ellos la vivieron ‑ pues no hace falta ser vírgenes
para ser castos ‑. Los tálamos castos tienen por custodios a los ángeles, y de
tales tálamos provienen hijos buenos que de la virtud de sus padres hacen norma
para su vida.
10Mas ahora ¿dónde
están?
Ahora no se desean hijos, pero no se desea tampoco la castidad. Por lo
cual Yo digo que se profana el amor y se profana el tálamo».
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