Querido amigo/a:
Nuestras ciudades se visten de luces de colores y reclamos publicitarios; comienza la Navidad comercial. Los cristianos no queremos perder la perspectiva de lo que significa celebrar el Nacimiento de Jesucristo con verdadera alegría y queremos prepararnos bien para ello, al menos se nos ofrece esta oportunidad. Entramos en la recta final del año litúrgico. A las puertas del Adviento, la Esperanza llamará un año más a nuestra puerta, porque Dios quiere entrar en nosotros. Acabamos de celebrar que Jesús es Rey, una verdad que ojalá muchos más pudieran afirmar: Jesús es mi rey, mi Señor, quiero que lo sea, a pesar de mis torpezas. Y Él quiere un año más ser el centro de tu vida, tú Señor, mi Señor, nuestro Señor.
Precisamente por ser la recta final del tiempo ordinario, toda la liturgia de la Palabra de esta semana tiene un tono apocalíptico. Nos invita a ser conscientes que de parte de Dios algo importante va a pasar y debemos estar preparados, despiertos. Él pasará más cerca, nacerá de nuevo entre nosotros y esto no es cualquier cosa.
La Palabra con la que oramos hoy nos ofrece, en primer lugar, la visión de Juan en la que contempla a aquellos hombres y mujeres –ciento cuarenta y cuatro mil- “que han seguido al Cordero adondequiera que vaya […] En sus labios no hubo mentira, no tienen falta”. Juan ve a los creyentes que han permanecido fieles en la fe en momentos de gran dificultad, como los ciento diecisiete
mártires vietnamitas de los siglos XVII y XVIII que recordamos hoy. Son aquellos que lo han dado todo por Cristo. Aquellos que no han regateado, que no se han guardado para sí mismos, aquellos a los que nadie gana en generosidad, como la viuda pobre del evangelio de hoy, cuya ofrenda es mayor que la de todos los asistentes juntos.
Esto es, en segundo lugar, a lo que nos invita la Palabra. A no ser huraños, a no regatear con la entrega personal. La vida es para darla, para repartirla. Ofrécete, no seas rácano ni miserable. No caigamos en la tentación de acumular para nosotros mismos tiempo, la satisfacción de nuestros intereses particulares, bienes, proyectos individualistas de vida… porque esto, al final, nos empobrece. ¿Qué significa ser rico? Para Dios ser rico significa darlo todo, como hace la viuda de hoy. Y pobre es aquel que todo lo guarda para sí. Lo contrario de la lógica mercantilista.
Señor, nos enseñas con la Palabra de hoy y con tu propia vida, que hay que darlo todo. En esto consiste la felicidad humana. Pero no acabamos de creer del todo en esta verdad revelada por ti y tendemos a guardarnos para nosotros mismos, por miedo, desconfianza, inseguridad… Necesitamos de tu fuerza y de tu apoyo para ser desprendidos con nuestra vida, de modo que así sirvamos a los demás, dándonos.
¡Que en la celebración de tu nacimiento en esta próxima Navidad, nuestro corazón crezca en amor entregado!
Vuestro hermano en la fe:
Juan Lozano, cmf.
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