VOLUMEN SEXTO
364. En el Templo. Oración universal y parábola del
hijo verdadero y los hijos bastardos.
1 de enero de 1946, 6.35 de la
mañana.
1Dice
Jesús:
«Levántate, María. Vamos a
santificar el día con una página del Evangelio. Porque mi Palabra
es santificación. Ve, María. Porque ver los días terrenos de
Cristo es santificación. Escribe, María. Porque escribir acerca de
Cristo es santificación, repetir lo que dice Jesús es
santificación, predicar a Jesús es santificación, instruir a los
hermanos es santificación. Grande será tu recompensa por esta obra
de caridad».
2Jesús
ha dejado Rama (visión del 17 12 45) y ya está a la vista
de Jerusalén. Mientras anda como el año pasado va
cantando los salmos prescritos. Muchos, en la vía llena de gente, se
vuelven para mirar al grupo apostólico que pasa. Quién saluda con
reverencia; quién se limita a echar una ojeada curiosa (éstas son
por lo general las mujeres), sonriendo respetuosamente; quién se
limita a observar; quién dibuja en sus labios una sonrisita irónica
y desdeñosa; quién, en fin, pasa altivo y con evidente
malevolencia. Jesús va tranquilo, vestido con una túnica limpia y
buena. También Él, como todos, se ha cambiado, para entrar con
orden y, diría, con elegancia, en la ciudad santa.
Y también Margziam este año
está a la altura de las circunstancias con su ropa nueva. Camina al
lado de Jesús, cantando a pleno pulmón, con esa voz suya que la
verdad es que es un poquillo áspera porque no es todavía viril.
Pero su tono imperfecto se pierde en el coro, lleno, de las voces de
sus compañeros, emergiendo sólo, límpido como tintín de plata, en
los agudos que emite todavía con voz blanca y segura. Está feliz
Margziam...
En un intervalo de los cantos
ya a la vista de la Puerta de Damasco, porque entran por allí para
ir inmediatamente al Templo , mientras esperan a que pase una
pomposa caravana que ocupa toda la vía y crea obstrucciones (de
forma que los prudentes se detienen en los márgenes), Margziam
pregunta: «Señor mío, ¿no vas a decir otra parábola bonita para
tu hijo lejano? Querría unirla a los otros escritos que tengo;
porque está claro que en Betania vamos a encontrar a sus enviados y
sus noticias. Y me consume el deseo de darle una alegría, según le
prometí y su corazón y el mío queremos...».
«Sí, hijo mío. Te daré la
parábola».
«Pero una que le consuele, que
le diga que sigue siendo tu amado...».
«Así lo diré. Y será para mí
alegría porque será decir una verdad».
«¿Cuándo la vas a decir,
Señor?».
«Inmediatamente. Vamos a ir en
seguida al Templo, como es deber, y allí hablaré antes de que se me
impida hacerlo».
«¿Y vas a hablar para él?».
«Sí, hijo mío».
«¡Gracias,
Señor! Debe ser muy
doloroso el estar separado así...» dice Margziam, que tiene casi un
brillo de llanto en sus ojos negros.
Jesús le
pone la mano encima del pelo 3y
se vuelve para indicar a los doce que se acerquen y así reprender la
marcha. Y es que los doce se habían detenido a oír lo que decían
algunos, no sé si creyentes en el Maestro o deseosos de conocerle,
que a su vez se habían parado por la misma causa que había detenido
a Jesús y a los suyos.
«Ya vamos, Maestro. Estábamos
escuchando a éstos. Algunos de ellos son prosélitos que vienen de
lejos y preguntaban que dónde podrían acercarse a conocerte» dice
Pedro yendo.
«¿Por qué motivo lo desean?».
Y Pedro, ya al lado de Jesús
que está reanundando la marcha dice: «Porque quieren oír tu
palabra, y para ser curados de algunas enfermedades. ¿Ves ese carro
cubierto, después de ellos? Dentro hay prosélitos de la Diáspora
que han venido por mar o con un largo viaje, movidos a realizarlo
además de por el respeto a la Ley por la fe en ti. Los hay de Éfeso,
Perge e Iconio, y hay uno, pobre, de Filadelfia, al que han acogido
en el carro por piedad los otros, que son mercantes ricos por lo
general, pensando propiciarse al Señor».
«Margziam, ve a decirles que me
sigan al Templo. Tendrán lo uno y lo otro: salud del alma, con la
palabra, y salud para los cuerpos si saben tener fe».
El jovencito va ligero. Pero de
los doce se eleva un coro de desaprobación por "la imprudencia"
de Jesús, que quiere mostrarse públicamente en el Templo...
«Vamos a
propósito, para que vean que no tengo miedo. Para que vean que
ninguna amenaza me puede hacer desobedecer al precepto. ¿Pero es que
no habéis entendido todavía su juego? Todas estas amenazas, todos
estos consejos, amigables sólo en apariencia, tienen la pretensión
de hacerme pecar, para poder disponer de un elemento verdadero
de
acusación. No seáis cobardes. Tened fe. No es mi hora».
«¿Pero por qué no vas antes a
tranquilizar a tu Madre? Te espera...» dice Judas Iscariote.
«No. Primero voy al Templo,
que, hasta el momento señalado por el Eterno para la nueva época,
es la Casa de Dios. Mi Madre, esperándome, sufrirá menos de lo que
sufriría sabiendo que estoy predicando en el Templo. De esta
forma, honraré al Padre y a la Madre, dándole al Primero la
primicia de mis horas pascuales, y a la segunda la tranquilidad.
Vamos. No temáis. Por lo demás, quien tenga miedo que vaya al
Getsemaní, a incubar su miedo entre las mujeres».
Los apóstoles, con la pulla de
esta última observación, no hablan más. Se ponen de nuevo en fila,
de tres en tres. Sólo en la fila donde está Jesús, la primera, son
cuatro, hasta que llega Margziam y la hace de cinco (tanto que Judas
Tadeo y el Zelote se ponen detrás de Jesús, dejándole así en el
centro entre Pedro y Margziam).
4En
la Puerta de Damasco ven a Manahén. «Señor, he pensado que era
mejor que me vieran, para disolver toda posible duda sobre la
situación. Te aseguro que, aparte de la malevolencia de los
fariseos y escribas, no hay nada que sea peligroso para ti.
Puedes ir seguro».
«Lo sabía, Manahén. De todas
formas, te lo agradezco. Ven conmigo al Templo, si no te es
molestia...».
«¡Molestia? ¡Por ti
desafiaría al mundo entero! ¡Afrontaría cualquier fatiga! ».
Judas Iscariote barbota algunas
palabras. Manahén se vuelve ofendido. Dice con voz segura: «No,
hombre. No son "palabras". Le ruego al Maestro que
compruebe mi sinceridad».
«No hace falta, Manahén.
Vamos».
Siguen adelante entre el atasco
de gente. Llegados a una casa amiga, se liberan de los talegos;
Santiago, Juan y Andrés los depositan por todos en un atrio largo y
obscuro, y luego dan alcance a sus compañeros.
5Entran
en el recinto del Templo pasando cerca de la Antonia. Los soldados
romanos miran, pero no se mueven. Se susurran algunas cosas.
Jesús los observa, para ver si hay alguno que conozca. Pero no
ve ni a Quintiliano ni al mílite Alejandro.
Ya están en el Templo, en medio
del hormigueo de gente, poco sagrado, de los primeros patios, donde
hay mercaderes y cambistas. Jesús mira y vibra. Se pone pálido. Su
andadura severa es tan solemne, que parece aumentar más todavía de
estatura.
Judas Iscariote le tienta: «¿Por
qué no repites aquel gesto santo? Ya ves... lo han olvidado... De
nuevo la profanación ha entrado en la Casa de Dios. ¿No te duele?
¿No te lanzas a defender?». Este rostro moreno y bello, pero
irónico y falso (a pesar de todas las artes de Judas para que no
aparezca así), toma un aspecto incluso vulpino mientras, un poco
agachado, como por reverencial respeto, dice estas palabras a Jesús,
escrutándole de abajo arriba.
«No es la
hora. Pero todo eso será purificado. ¡Y
para siempre!...»
dice secamente Jesús.
Judas sonríe ligeramente y
comenta: «¡¡El "para siempre" de los hombres!! ¡Ya ves,
Maestro, que es muy precario!...».
Jesús no le responde, pues
trata de saludar desde lejos a José de Arimatea, que pasa seguido
por otras personas, envuelto en sus vistosos indumentos.
Recitan las oraciones rituales y
luego regresan al Patio de los Gentiles, bajo cuyos pórticos se
agolpa la gente.
6Los
prosélitos a los que habían encontrado viniendo al Templo han
seguido todo este tiempo a Jesús. Han traído con ellos a sus
enfermos y ahora los están colocando a la sombra, debajo de los
pórticos, cerca del Maestro. Sus mujeres, que los han esperado aquí,
se acercan muy despacio. Todas veladas. Pero una está ya sentada,
quizás por estar enferma, y las compañeras la llevan al lado de los
otros enfermos. Más gente se agolpa alrededor de Jesús. Veo estupor
y desorientación en los grupos rabínicos y sacerdotales por la
abierta venida y la abierta predicación de Jesús.
«¡La paz sea con todos
vosotros que escucháis!
La Pascua Santa trae de nuevo a
los hijos fieles a la Casa del Padre. Parece, esta Pascua bendita
nuestra, una madre que piensa solícita en el bien de sus hijos, que
los llama con fuerte voz para que vengan de todas partes, aplazando
todas las ocupaciones por una más importante, la única que es
verdaderamente grande y útil: honrar al Señor y Padre. En esto se
comprende que somos hermanos; de esto, con testimonio delicado, surge
el orden y el compromiso de amar al prójimo como a uno mismo. ¿No
nos hemos visto nunca? ¿No sabíamos los unos de los otros? Así es.
Pero, si estamos aquí, porque somos hijos de un único Padre que
quiere congregarnos en su Casa para el banquete pascual, entonces,
aunque no sea con los sentidos materiales, sí ciertamente con la
parte superior, sentimos que somos iguales, hermanos, provenientes de
Uno solo, y nos amamos, por tanto, como si hubiéramos crecido
juntos. Y esta unión de amor nuestra es anticipación de la otra,
más perfecta, de que gozaremos en el Reino de los Cielos, bajo la
mirada de Dios, abrazados todos por su Amor: Yo, Hijo de Dios y del
hombre, con vosotros, hombres hijos de Dios; Yo, Primogénito, con
vosotros, hermanos amados sobre toda humana medida, hasta hacerme
Cordero por los pecados de los hombres.
Recordemos
también, nosotros que gozamos en el momento presente de nuestra
fraterna unión en la Casa del Padre, a los que están lejos y
también son hermanos nuestros en el Señor y en el origen.
Tengámolos en nuestro corazón. Llevemos en nuestro corazón ante el
altar santo a los ausentes. Oremos por ellos, recogiendo con el
espíritu sus lejanas voces, sus añoranzas de estar aquí, sus
anhelos. Y, de la misma forma que recogemos estos conscientes anhelos
de los israelitas lejanos, recojamos también los de las almas que
pertenecen a hombres que no saben siquiera que tienen un alma y que
son hijos de Uno solo.
Todas las almas del mundo gritan en las prisiones de los cuerpos
hacia el Altísimo. Alzan,
en oscura cárcel, su gemido hacia la Luz. Nosotros, que estamos en
la luz de la fe verdadera, tengamos misericordia de ellos. 7Oremos
así:
Padre nuestro que estás en los
Cielos, sea santificado por toda la humanidad tu Nombre. Conocer tu
Nombre es encaminarse hacia la santidad. Haz, Padre santo, que los
gentiles y paganos conozcan tu existencia, y que vengan a Dios, a ti,
Padre, guiados por la Estrella de Jacob, por la Estrella de la
Mañana, por el Rey y Redentor de la estirpe de David, por tu Ungido,
ya ofrecido y consagrado para ser Víctima por los pecados del mundo;
que vengan como los tres sabios de entonces, de un tiempo ya lejano
pero no inoperante, porque nada de lo que tiene algo que ver con la
venida de la Redención al mundo es inoperante.
Venga tu Reino a todos los
lugares de la tierra: donde se te conoce y ama, y donde aún no se te
conoce; y, sobre todo, a los que son triplemente pecadores, los
cuales, aun conociéndote, no te aman en tus obras y manifestaciones
de luz, y tratan de rechazar y apagar la Luz que ha venido al mundo,
porque son almas de tinieblas, que prefieren las obras de tinieblas,
y no saben que querer apagar la Luz del mundo es ofenderte a ti
mismo, porque Tú eres Luz santísima y Padre de todas las luces,
comenzando por la que se ha hecho Carne y Palabra para traer tu luz a
todos los corazones de buena voluntad.
Padre santísimo, que todos los
corazones de este mundo hagan tu voluntad, es decir, que se salven
todos los corazones y no quede para ninguno sin fruto el sacrificio
de la Gran Víctima; porque ésta es tu voluntad: que el hombre se
salve y goce de ti, Padre santo, después del perdón que está para
ser otorgado.
Danos tu
ayuda, Señor: todas
tus
ayudas. Ayuda a todos los que esperan, a los que no saben esperar, a
los pecadores con el arrepentimiento que salva, a los paganos con la
herida de tu llamada que estremece; ayuda a los infelices, a los
reclusos, a los desterrados, a los enfermos en el cuerpo o en el
espíritu, a todos, Tú que eres el Todo; porque el tiempo de la
Misericordia ha llegado.
Perdona, Padre bueno, los
pecados de tus hijos. Los de tu pueblo, que son los más graves, los
de los culpables de querer estar en el error, mientras que tu amor de
predilección ha dado la Luz precisamente a este pueblo. Perdona a
los que están afeados por un paganismo corrompido que enseña el
vicio, y se hunden en la idolatría de este paganismo pesado y
mefítico, mientras que entre ellos hay almas preciadas y que Tú
amas porque las has creado. Nosotros perdonamos, Yo el primero, para
que Tú puedas perdonar. E invocamos tu protección sobre la
debilidad de las criaturas para que libres del Principio del Mal, del
cual vienen todos los delitos, idolatrías, culpas, tentaciones y
errores, a tus criaturas. Líbralas, Señor, del Príncipe horrendo,
para que puedan acercarse a la Luz eterna».
8La
gente ha seguido atenta esta solemne oración. Se han acercado rabíes
famosos, entre los cuales, sujetándose pensativo el barbado mentón,
está Gamaliel... Y se ha acercado también un grupo de mujeres,
enteramente envueltas en mantos, con una especie de capucha que
oculta sus rostros. Y los rabíes se han acercado con desprecio... Y
también han venido, reclamados por la noticia de que había llegado
el Maestro, muchos discípulos fieles, entre los cuales están
Hermas, Esteban y el sacerdote Juan, Y también Nicodemo y José,
inseparables, y otros amigos suyos que creo haber visto ya.
Durante la
pausa que sigue a la oración del Señor, recogido ahora dentro de
sí, solemnemente austero, se oye a José de Arimatea decir: «¿Y
entonces, Gamaliel? ¿No te parece todavía
palabra del Señor?».
«José, se me dijo: "Estas
piedras se estremecerán con el sonido de mis palabras"»
responde Gamaliel.
Esteban, impetuosamente, grita:
«¡Cumple el prodigio, Señor! ¡Da la orden, y se desarticularán!
¡Gran don sería que se derrumbase el edificio, pero se elevaran en
los corazones las murallas de tu Fe! ¡Házselo a mi maestro!».
«¡Blasfemo!» grita un grupo
rabioso de rabíes con sus alumnos.
«No» grita
a su vez Gamaliel. «Mi
discípulo habla con palabra inspirada. Pero nosotros no somos
capaces de aceptarla porque el Ángel de Dios todavía no nos ha
purificado* del pasado con el tizón tomado del Altar de Dios... Y,
quizás, ni aunque el grito de su voz» y señala a Jesús
«desencajara los quicios de estas puertas, sabríamos creer...». Se
recoge un extremo del amplio manto blanquísimo y con él se cubre la
cabeza, ocultándose casi el rostro; luego se marcha.
Jesús le
mira mientras se va... 9Luego
continúa hablando. Ahora responde a algunos que murmuran entre sí,
que se muestran escandalizados y que hacen más visible su
escándalo descargándolo sobre Judas de Keriot, con una rociada de
protestas que el apóstol encaja sin reaccionar, encogiéndose de
hombros y poniendo una cara que de satisfecha no tiene nada.
Jesús dice:
«En verdad, en verdad os digo
que los que parecen ilegítimos son hijos verdaderos, y que los que
son hijos verdaderos se hacen ilegítimos. Escuchad todos una
parábola.
Hubo una vez un hombre que,
debido a algunas ocupaciones, tuvo que ausentarse durante largo
tiempo de casa, dejando en ella a algunos hijos que todavía
eran poco mas que unos niños. Desde el lugar en que se hallaba,
escribía cartas a sus hijos mayores para mantener siempre en ellos
el respeto hacia el padre lejano y para recordarles sus enseñanzas.
El último, nacido después de su partida, se estaba criando todavía
con una mujer que vivía lejos de allí, de la región de la esposa,
que no era de su raza. Y la esposa murió, siendo pequeño y viviendo
lejos de casa todavía este hijo. Los hermanos dijeron: "Dejémosle
allí, donde está, con los parientes de nuestra madre. Quizás
nuestro padre se olvida de él. Saldremos ganando porque tendremos
que repartir con uno menos, cuando nuestro padre muera". Y así
lo hicieron. De esta forma, el niño lejano creció con los parientes
maternos, ignorando las enseñanzas de su padre, ignorando que
tenía un padre y unos hermanos, o, peor, conociendo la amargura de
esta reflexión: "Todos ellos me han desechado como si fuera
ilegítimo", y tanto se sentía repudiado por su padre, que
llegó incluso a creer que ello fuera verdad.
Siendo ya un hombre y habiéndose
puesto a trabajar porque, agriado como estaba por los
pensamientos mencionados, aborrecía también a la familia de su
madre, a quien consideraba culpable de adulterio , quiso el
azar que este joven fuera a la ciudad donde estaba su padre. Y
entró en contacto con él, aunque no
____________________
*
el Ángel de Dios todavía no nos ha purificado... es
imagen tomada de
Isaías
6, 6-7.
sabía quién era, y tuvo la
ocasión de oírle hablar. El hombre era un sabio. No teniendo
la satisfacción de los hijos, que estaban lejos a esas
alturas ya vivían por su cuenta y mantenían con su padre lejano
sólo unas relaciones convencionales... bueno, para recordarle
que eran "sus" hijos y que, como consecuencia, se acordara
de ellos en el testamento , se ocupaba mucho en dar rectos
consejos a los jóvenes a quienes tenía ocasión de conocer en
esa tierra en que estaba. El joven se sintió atraído por esa
rectitud, que era paterna hacia muchos jóvenes; no sólo se acercó
a él, sino que atesoró todas sus palabras, y vino a hacer
bueno su agriado ánimo. El hombre enfermó. Tuvo que decidir
regresar a su patria. El joven le dijo: "Señor, eres la única
persona que me ha hablado con justicia y me ha elevado el corazón.
Deja que te siga como siervo. No quiero volver a caer en el mal de
antes". "Ven conmigo. Ocuparás el puesto de un hijo del
que no he podido volver a tener noticias". Y regresaron juntos a
la casa paterna.
Ni el padre ni los hermanos ni
el propio joven intuyeron que el Señor hubiera congregado de nuevo a
los de una única sangre bajo un único techo.
Mas el padre hubo de llorar
mucho por sus hijos conocidos, porque los encontró olvidados de sus
enseñanzas, codiciosos, duros de corazón, con muchas idolatrías en
sus corazones en vez de creyentes en Dios: la soberbia, la avaricia y
la lujuria eran sus dioses, y no querían oír hablar de nada que no
fuera ganancia humana. El extranjero, sin embargo, cada vez se
acercaba más a Dios; se hacía cada vez más justo, bueno, amoroso,
obediente. Los hermanos le odiaban porque el padre quería a ese
extranjero. Él perdonaba y amaba porque había comprendido que en el
amor estaba la paz.
El padre, un día, disgustado
con la conducta de sus hijos, dijo: "Vosotros os habéis
desinteresado de los parientes de vuestra madre, y hasta de vuestro
hermano. Me recordáis la conducta de los hijos de Jacob hacia su
hermano José*. Quiero ir a esas tierras para tener noticias de él.
Quizás le encuentro para consuelo mío". Y se despidió, tanto
de los hijos conocidos como del joven desconocido, dando a este
último una reserva de dinero para que pudiera volver al lugar de
donde había venido y montar allí un pequeño comercio.
Llegado a la región de su
difunta esposa, los familiares de ella le contaron que el hijo
abandonado había pasado a llamarse Manasés**, de Moisés que se
llamaba, porque realmente con su nacimiento había hecho olvidar al
padre que era justo, pues lo había abandonado.
_______________________
*
la conducta de los hijos de Jacob hacia su hermano José está
narrada en Génesis
37, 3 28.
**
Manasés, en
el significado de Génesis
41, 51 y
explicado enseguida y en 508.5.
"¡No me ofendáis! Me
habían referido que se había perdido el rastro del niño. Y no
esperaba siquiera encontrar aquí a ninguno de vosotros. Pero
habladme de él. ¿Cómo es? ¿Ha crecido robusto? ¿Se parece a mi
amada esposa que se consumió dándomele? ¿Es bueno? ¿Me ama?".
"Robusto, es robusto, y
guapo como su madre, aparte de tener los ojos de un color negro
intenso. De su madre tiene hasta la mancha de forma de algarroba en
la cadera, y de ti ese estorbo ligero de la pronunciación. Cuando se
hizo hombre, se marchó, agriado por su sino, con dudas sobre la
honestidad de su madre, y sintiendo rencor hacia ti. Habría sido
bueno, si no hubiera tenido este rencor en el alma. Se marchó más
allá de los montes y de los ríos. Llegó a Trapecius para..."
"¿Decís Trapecius? ¿En
Sinopio? Seguid, seguid, que yo estaba allí, y vi a un joven con
este ligero estorbo en la pronunciación, solo y triste, y muy bueno
por debajo de su costra de dureza. ¿Es él? ¡Hablad!".
«Quizás es. Búscale. En la
cadera derecha tiene la algarroba saliente y obscura como la tenía
tu mujer".
El hombre se marchó a toda
velocidad, con la esperanza de encontrar todavía al extranjero en su
casa. Había partido ya para regresar a la colonia de Sinopio. El
hombre fue detrás... Le encontró. Le hizo acercarse para
descubrirle la cadera. Le reconoció. Cayó de rodillas alabando a
Dios por haberle devuelto el hijo, y más bueno que los otros, que
cada vez se hacían más animales, mientras que éste, en estos meses
que habían pasado, se había hecho cada vez más santo. Y dijo al
hijo bueno: "Recibirás la parte de tus hermanos, porque, sin
ser amado por nadie, te has hecho más justo que todos los demás".
¿No era, acaso, justicia? Lo
era. En verdad os digo que son verdaderos hijos del Bien aquellos
que, rechazados por el mundo y despreciados, odiados, vilipendiados,
abandonados como ilegítimos, considerados oprobio y muerte, saben
superar a los hijos crecidos en la casa pero rebeldes a las leyes de
ésta. No es el hecho de ser de Israel lo que da derecho al Cielo; ni
asegura el destino el ser fariseos, escribas o doctores. La cosa es
tener buena voluntad y acercarse generosamente a la Doctrina de amor,
hacerse nuevos en ella, hacerse por ella hijos de Dios en espíritu y
verdad.
Sabed todos los que me escucháis
que muchos, que se creen seguros en Israel, serán substituidos por
los que para ellos son publicanos, meretrices, gentiles, paganos y
galeotes. El Reino de los Cielos es de quien sabe renovarse acogiendo
la Verdad y el Amor».
10Jesús
se vuelve hacia el grupo de los enfermos prosélitos. «¿Sabéis
creer en cuanto he dicho?» pregunta con voz fuerte.
«¡Sí! ¡Señor!» responden
en coro.
«¿Queréis acoger la Verdad y
el Amor?».
«¡Sí! ¡Señor!».
«¿Os quedaríais satisfechos
aunque no os diera más que Verdad y Amor?».
«Señor, Tú sabes qué es lo
que necesitamos más. Danos, sobre todo, tu paz y la vida eterna».
«¡Levantaos e id a alabar al
Señor! Estáis curados en el Nombre santo de Dios».
Y, rápido, se dirige hacia la
primera puerta que encuentra, y se mezcla con la muchedumbre que
satura Jerusalén, antes de que la emoción y el estupor que hay en
el Patio de los Paganos pueda transformarse en aclamadora búsqueda
de Él...
Los apóstoles, desorientados,
le pierden de vista. Sólo Margziam, que no ha dejado nunca de
tenerle cogido un extremo del manto, corre a su lado, feliz, y dice:
«¡Gracias, gracias, gracias, Maestro! ¡Por Juan, gracias! He
escrito todo mientras hablabas. Sólo me queda añadir el milagro.
¡Qué bonito! ¡Justo para él! ¡Se pondrá muy contento!...».
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