Estimados hermanos y hermanas en Cristo: ¡Paz y bien!
Hace unos días me reuní con una familia que quería bautizar a su hija. Vi el cuidado con que la trataban. Parecía que estaban llenos de una enorme alegría. Aunque en algunas culturas la decisión de tener un hijo ha pasado de ser regla a excepción, no se puede negar que el nacimiento de un niño transforma la estructura toda de la familia, sobre todo la relación entre los padres. En las familias que desean y preparan el nacimiento de un niño es fácil observar la motivación en la preparación de cada detalle durante los largos meses previos al nacimiento.
El evangelio de Lucas es sensible a esta realidad y narra dos nacimientos: el de Juan Bautista y el de Jesús. Los dos son protagonistas de la historia de salvación. Juan como profeta precursor y Jesús como salvador. El hecho de que Lucas dedicase parte de su relato a narrar los nacimientos de Juan y de Jesús pone de manifiesto que la actuación de Dios comienza en la fragilidad del recién nacido. La historia de salvación está revestida de humanidad. Podemos decir que en cada niño que nace Dios nos confirma que sigue apostando por la humanidad.
El nacimiento de un niño es una explosión de alegría en la vida familiar. Para Isabel y Zacarías el tiempo de la gestación fue un tiempo muy especial: Dios había vuelto a encender la esperanza en aquella pareja de ancianos, “maldecidos” por la esterilidad. Pero Dios fue misericordioso con aquella casa estéril, escuchó sus súplicas y les regaló un hijo. Por eso, Zacarías quiso que su nombre fuese Juan, que significa “Dios misericordioso”.
No es difícil imaginar la alegría de aquella pareja de ancianos en el día del nacimiento de Juan. El mismo Zacarías la expresó diciendo: “Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo” (Lc 1,68). A Isabel y Zacarías se les presenta como personas llenas del Espíritu Santo (Lc 1,41.67), capaces de llenarse de alegría y de reanimar la llama de la esperanza aunque fuese imposible desde un punto de vista humano.
Pidamos la gracia de ser sensibles a las sorpresas que Dios nos prepara cada día. Porque, incluso de la boca de los niños de pecho, brota la alabanza del Señor (Sal 8,3).
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