Queridos hermanos:
Aunque es el día de Todos los Santos, mucha gente aprovechará este domingo para visitar los cementerios, pues mañana es el día de los fieles difuntos. La liturgia exalta la figura de quienes nos han precedido en el seguimiento de Jesucristo. Al recordar hoy la vida de los que llamamos santos, nos damos cuenta de que son personas que conocen la generosidad y el amor de Dios, como dice la segunda lectura: “Mirad qué amor no ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!”. Ellos nos ayudan a plantearnos la vida que llevamos y el sentido de la misma y si es cierto que estamos limitados por la muerte y el pecado, estamos salvados por la Pascua.
Cuando nos hablan de los santos, nos imaginamos a ciertas personas excepcionales que tuvieron virtudes maravillosas, y que más bien son motivo de exaltación que de imitación. Sin embargo la santidad no es un modo raro de vivir, sino que debería ser la forma normal de ser cristianos. Paradójicamente santos son los que cumplen las Bienaventuranzas que llevan al Reino de Dios. La felicidad del Reino no es para luego, la dicha de los pobres no es la pobreza, ni el consuelo de los que sufren es el llanto. Las primeras Bienaventuranzas denuncian la injusticia del mundo y apuestan por las víctimas. Las últimas apuestan por la paz y la justicia. Ser santo es optar o estar al lado de las víctimas y luchar por la justicia.
Los pobres de espíritu, los pacientes, los que lloran, los hambrientos de justicia y paz, los perseguidos y todos los que están a su lado, son los santos de Dios. Los que no están llenos de sí mismos pueden dejar un hueco para el Reino. La santidad está, en cualquier hombre que entienda, que la vida es una constante búsqueda de algo que ansiamos y no tenemos, por lo que siempre nos sentimos pobres y vacíos. Es la santidad de un hombre cualquiera, la de Magdalena, los apóstoles, llenos de imperfecciones, pero confiando en la posibilidad de un mundo nuevo. Por eso el Nuevo Testamento pone a los cristianos el apelativo de santos, porque en ellos Dios obra y han optado por el proyecto de vida que nos propone Jesús.
Todos estamos llamados a la santidad nos recordó el Concilio Vaticano II, o sea, a vivir según la voluntad de Dios, a empeñar la vida en la causa del Evangelio, a desvivirnos por los pobres y los que sufren, a dar la vida en la lucha por la justicia, la igualdad, la fraternidad y la paz. Por eso, son Bienaventurados los que sufren machacados por las diversas leyes de extranjería o el temor a los refugiados, los de la plataforma Pobreza Cero, el 0,7%, los de Cáritas, los anti-desahucios (PAH), Médicos sin Fronteras, Intermón, Amnistía, Greenpeace… Los que acogen en sus parroquias, los voluntarios que dan parte de su vida y de su tiempo, los que no se dejan llevar por el consumismo, los militantes, los que visitan las cárceles, los que patean las calles para acompañar a los que están tirados.
Sí, Bienaventurados los que todavía sienten vivo, debajo de su camisa y al lado de su cartera, el corazón, y respetan y quieren al vecino por sí mismo, no por el lujo de su piso o la marca de su automóvil. Los que tienen las manos y la mirada limpia, no son corruptos o engañan a Hacienda, no especulan con nada, no mienten o viven la hipocresía, de no aceptar a los que son diferentes por condición de sexo, religión o raza. Los que trabajan por la vida, los que no dicen: pena de muerte cuando se trata de los terroristas, y no al aborto y la eutanasia cuando se trata del inicio o final de la vida; o al revés o de cualquier otra manera.
Bienaventurados los pacíficos, los que no quieren armas ni ejércitos, los que siempre están diciendo: “No a la guerra” venga de donde venga. Y sobre todo esas mujeres que atienden a los enfermos, a los dependientes, a los solitarios, a los mayores, y llevan su casa, aunque no reciban un sueldo remunerado. Podríamos seguir, en eso consiste el Reino y la santidad. Cómo hacemos presentes a los Santos y a los Difuntos, ¿con flores, recuerdo del pasado, o con nuestro compromiso con la vida nueva, construyendo futuro? Hoy es nuestra fiesta: la fiesta de los hombres sencillos que creen en Jesucristo.
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