CAPÍTULO III
De la doctrina de la verdad
Bienaventurado aquél a quien la verdad por sí misma enseña, no por figuras y voces pasajeras, sino así como ella es. Nuestra estimación y nuestro sentimiento, a menudo nos engañan, y conocen poco. ¿Qué aprovecha la curiosidad de saber cosas obscuras y ocultas, que de no saberlas no seremos en el día del juicio reprendidos? Gran locura es, que dejadas las cosas útiles y necesarias, entendamos con gusto en las curiosas y dañosas. Verdaderamente teniendo ojos no vemos.
¿Qué se nos da de los géneros y especies de los lógicos? Aquél a quien habla el Verbo Eterno se desembaraza de muchas opiniones. De este Verbo salen todas las cosas, y todas predican su unidad, y él es el principio y el que nos habla. Ninguno entiende o juzga sin él rectamente. Aquel a quien todas las cosas le fueren uno, y trajeren a uno, y las viere en uno, podrá ser estable y firme de corazón, y permanecer pacífico en Dios. ¡Oh verdadero Dios! Hazme permanecer unido contigo en caridad perpetua. Enójame muchas veces leer y oír muchas cosas; en ti está todo lo que quiero y deseo; callen los doctores; no me hablen las criaturas en tu presencia; háblame tú solo.
Cuanto más entrare el hombre dentro de sí mismo, y más sencillo fuere su corazón, tanto más y mejores cosas entenderá sin trabajo; porque recibe de arriba la luz de la inteligencia. El espíritu puro, sencillo y constante, no se distrae aunque entienda en muchas cosas; porque todo lo hace a honra de Dios y esfuérzase a estar desocupado en sí de toda sensualidad. ¿Quién más te impide y molesta, que la afición de tu corazón no mortificada? El hombre bueno y devoto, primero ordena dentro de sí las obras que debe hacer exteriormente, y ellas no le inducen deseos de inclinación viciosa; mas él las sujeta al arbitrio de la recta razón. ¿Quién tiene mayor combate que el que se esfuerza a vencerse a sí mismo? Esto debía ser todo nuestro empeño, para hacernos cada día más fuertes y aprovechar en mejorarnos.
Toda perfección en esta vida tiene consigo cierta imperfección; y toda nuestra especulación no carece de alguna obscuridad. El humilde conocimiento de ti mismo es camino más cierto para Dios que escudriñar la profundidad de las ciencias. No es de culpar la ciencia, ni cualquier otro conocimiento de lo que, en sí considerado, es bueno y ordenado por Dios; mas siempre se ha de anteponer la buena conciencia y la vida virtuosa. Porque muchos estudian más para saber que para bien vivir, y yerran muchas veces y poco o ningún fruto sacan.
Si tanta diligencia pusiesen en desarraigar los vicios y sembrar las virtudes como en mover cuestiones, no se verían tantos males y escándalos en el pueblo, ni habría tanta disolución en los monasterios. Ciertamente, en el día del juicio no nos preguntarán qué leímos, sino qué hicimos; ni cuán bien hablamos, sino cuán santamente hubiéramos vivido. Dime, ¿dónde están ahora todos aquellos señores y maestros, que tú conociste cuando vivían y florecían en los estudios? Ya ocupan otros sus puestos, y por ventura no hay quien de ellos se acuerde. En su viviente parecían algo; ya no hay quien hable de ellos.
¡Oh, cuán presto pasa la gloria del mundo! Pluguiera a Dios que su vida concordara con su ciencia, y entonces hubieran estudiado y leído con fruto. ¡Cuántos perecen en el mundo por su vana ciencia, que cuidaron poco del servicio de Dios! Y porque eligen ser más grandes que humildes, se desvanecen en sus pensamientos. Verdaderamente es grande el que tiene gran caridad. Verdaderamente es grande el que se tiene por pequeño y tiene en nada la cumbre de la honra. Verdaderamente es prudente el que todo lo terreno tiene por basura para ganar a Cristo. Y verdaderamente s sabio aquél que hace la voluntad de Dios y renuncia la suya propia.
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