VOLUMEN QUINTO
296 Llegada a Aera bajo la lluvia. Curación de los
enfermos que allí
esperan.
6 de octubre de 1945.
1Ya también Arbela ha quedado
lejos. Se han añadido a la comitiva Felipe de Arbela y el otro
discípulo que oigo que le llaman Marcos.
El camino está embarrado, como
si hubiera llovido mucho. El cielo está ceniciento. Un riachuelo,
bastante digno de este nombre, corta el camino de Aera. Lleno por las
lluvias que está claro que han arreciado con furia en esta
zona , no presenta ciertamente un color cerúleo, sino amarillo
rojizo, como si portase aguas pasadas por terrenos ferruginosos.
«Ya el tiempo se ha puesto mal.
Has hecho bien despidiendo a las mujeres. Este tiempo ya no es
adecuado para que estén por los caminos» sentencia Santiago.
Y Simón el Zelote, siempre
sereno, incluso en su absoluta dedicación al Maestro, proclama: «El
Maestro todo lo que hace lo hace bien. No es torpe como nosotros. Ve
y prevé todo en el mejor de los modos, y más por nosotros que por
Él».
Juan, contento de ir al lado de
Jesús, le mira de abajo arriba con su rostro risueño y dice: «Eres
el Maestro más encantador y bueno que jamás tuvo la tierra, tiene
ni tendrá, además del más santo».
«Esos fariseos... ¡Qué
desilusión! También el mal tiempo ha contribuido a convencerlos de
que verdaderamente Juan de Endor no estaba. Pero, ¿y por qué la
tienen tomada con él de esa forma?» pregunta Hermasteo, que
siente mucha ternura por Juan de Endor.
Responde Jesús: «Esa aversión
no es contra él ni por él. Es un instrumento que mueven contra mí».
Felipe de Arbela dice: «Bien,
pues el agua los ha requeteconvencido de que era inútil esperar
y sospechar de Juan de Endor. ¡Viva el agua! Ha servido también
para tenerte yo en mi casa cinco días».
«¡Qué preocupados estarán
los de Aera! Ya será mucho si no vemos venir a nuestro encuentro a
mi hermano» dice Andrés.
«¿A nuestro encuentro? Vendrá
detrás de nosotros» observa Mateo.
«No. Iba por el camino del
lago. Porque desde Gadara iba al lago y luego con alguna barca a
Betsaida, para ver a su mujer y decirle que el niño está en
Nazaret y que él pronto regresaría. De Betsaida a Merón tomaba el
camino de Damasco durante un tramo, y luego el camino de Aera. Está,
sin duda, en Aera».
2Pasa un momento de silencio.
Luego Juan dice sonriendo: «¡Pero esa viejecita, Señor!».
«Estaba casi convencido de que
le ibas a conceder la alegría de morir apoyada en tu pecho, como a
Saúl de Keriot*» observa Simón Zelote.
«Mi amor ha
sido mayor incluso.
Porque espero a llamarla a mí en el momento en que el Cristo vaya a
abrir las puertas del Cielo. No tendrá que esperarme mucho la
pequeña madre. Ahora vive con su recuerdo y, con la ayuda de tu
padre, Felipe, su vida será menos triste. Yo os bendigo de nuevo a
ti y a tu familia».
Una nube más espesa que la que
cubre el cielo vela ahora la alegría de Juan.
Jesús lo ve y dice: «¿No
estás contento de que la ancianita vaya pronto al Paraíso?».
«Sí... pero no estoy contento
porque ello querrá decir que Tú te marchas... ¿Por qué morir,
Señor?».
«Quien ha nacido de mujer
muere».
«¿Vas a tenerla sólo a ella,
Señor?».
«¡Oh, no... y qué exultante
será el paso de estos que salvo como Dios y que he amado como
hombre!...».
3Atraviesan
otros dos pequeños ríos, muy cercanos el uno del otro. Empieza a
llover en la llana región que se abre ante los peregrinos una vez
superados los cerros (donde se cruzan con el camino que aprovecha un
valle para proseguir hacia el Norte).
Al Norte – es más, a un
noroeste poco Oeste – se delinea una alta, poderosa sierra sobre
cuyos montes se superponen nubes y más nubes, que casi crean nuevos,
ilusorios montes de nubes encima de los reales, de roca, cubiertos de
bosques a los lados y de nieves en sus cúspides. Pero es una sierra
muy lejana.
«Aquí agua, allá nieve. Es la
cadena del Hermón. En las cúspides hay ahora una capa más vasta de
blancura. Si en Aera tenemos sol, veréis lo bonito que es cuando el
sol pone rosa el pico mayor» dice Timoneo, que se siente impulsado
por el amor patrio a cantar las bellezas de su región.
«Sí, pero mientras tanto
llueve. ¿Está lejos todavía Aera?» pregunta Mateo.
«Mucho. Hasta la noche no
llegaremos».
«Que Dios nos salve entonces de
cogernos alguna enfermedad» termina Mateo, poco entusiasta de
caminar con este mal tiempo.
Van todos arrebozados en sus
mantos, debajo de los cuales llevan los sacos de viaje, para
resguardarlos de la humedad, y resguardar así la ropa para poderse
cambiar nada más llegar, pues la que llevan está ya chorreando de
agua y los bajos están completamente cargados de lodo.
Jesús va a la cabeza, absorto
en sus pensamientos. Los demás van dando mordiscos a sus respectivos
panes. Juan dice alegremente: «No tenemos necesidad de buscar
fuentes para calmar la sed. Basta con volver hacía atrás la cabeza
y abrir la boca, y los ángeles nos dan el agua».
__________________________
*
como a Saúl de Keriot,
en 78.8.
Hermasteo, que, siendo joven
también, tiene en común con Felipe de Arbela y Juan la envidiable
suerte de tomarse todo con alegría, dice: «Simón de Jonás se
quejaba de los camellos. Pero ya preferiría yo estar encima de
aquella torre sacudida por un terremoto que no en este barro. ¿Tú
qué opinas?».
Y Juan: «Digo que en todas
partes estoy bien, con tal de que esté Jesús...».
Los tres jóvenes se dan a una
animada conversación entre ellos. Los cuatro más mayores aceleran
hasta alcanzar a Jesús. La pareja restante, Timoneo y Marcos, se
pone al final, hablando...
4«Maestro, en Aera estará
Judas de Simón » dice Andrés.
«Ciertamente. Y con él Tomás,
Natanael y Felipe».
«Maestro... echo de menos estos
días de paz» suspira Santiago.
«No debes decir eso, Santiago».
«Lo sé... Pero no puedo
evitarlo...» y lanza otro gran suspiro.
«Estará también Simón Pedro
con mis hermanos. ¿No te alegras de ello?».
«¡Mucho! Maestro, ¿por qué
Judas de Simón es tan distinto de nosotros?».
«¿Por qué el agua se alterna
con el sol, el calor con el frío, la luz con las tinieblas?».
«Pues porque no se podría
tener siempre una cosa. Moriría la vida en la tierra».
«Así es, Santiago».
«Sí, pero eso no tiene que ver
con Judas...».
«Respóndeme. ¿Por qué las
estrellas no son todas como el Sol, grandes, calientes, espléndidas,
poderosas?».
«Porque... la tierra se
abrasaría bajo tanto fuego».
«¿Por qué las plantas
me refiero a todos los vegetales no son como aquellos
nogales?».
«Porque... los animales no
podrían comérselas».
«¿Y entonces por qué no son
todas como hierbas?».
«Porque... no tendríamos leña
para el fuego, para las casas, para hacer utensilios, carros, barcas,
muebles».
«¿Por qué los pájaros no son
todos águilas y todos los animales elefantes o camellos?».
«¡Buenos estaríamos si fuera
así!».
«¿Esta variedad te parece
entonces una cosa buena, no?».
«Sin duda».
«Juzgas entonces que... ¿Por
qué, según tú, Dios la ha hecho?».
«Para ofrecernos la mayor ayuda
posible».
«Entonces para bien, ¿no?
¿Estás seguro de ello?».
«Como de que vivo en este
momento».
«Entonces, si ves justo que
haya variedad de especies animales, vegetales y astrales, ¿por qué
pretendes que todos los hombres sean iguales? Cada uno tiene su
misión y su forma. ¿La infinita diversidad de especies te parece
signo de potencia o de impotencia del Creador?».
«De potencia. Una sirve para
hacer resaltar a la otra».
«Muy bien. También Judas sirve
para lo mismo, y tú les sirves a tus compañeros, y tus compañeros
a ti. Tenemos treinta y dos dientes en la boca, pero, si los miras
bien, entre sí son bien diferentes. No sólo por lo que respecta a
las tres clases, sino incluso entre los elementos de una misma clase.
Pues bien, puesto que estás comiendo, observa su oficio. Verás que
incluso los que parecen poco útiles y que trabajan poco son
precisamente los que hacen el primer trabajo de cortar el pan y de
llevarlo a los otros, que lo desmenuzan, para pasarlo a los otros que
lo transforman en papilla. ¿No es así? A ti te parece que Judas no
hace nada, o que su actuación es negativa. Te recuerdo que ha
evangelizado, y bien, la Judea meridional, y que tú lo has
dicho sabe tener tacto con los fariseos».
«Es verdad».
Mateo observa: «También es muy
hábil para obtener dinero para los pobres. Pide, sabe pedir como no
lo sé hacer ni siquiera yo... Quizás porque el dinero ahora me da
asco».
5Simón Zelote agacha el rostro,
carmesí de tan rojo como se ha puesto.
Andrés lo ve y pregunta: «¿Te
encuentras mal?».
«No, no... El cansancio... no
sé».
Jesús le mira fijamente y Simón
se pone cada vez más rojo. Pero Jesús no dice nada.
Viene corriendo Timoneo:
«Maestro, allí se ve el pueblo antes de Aera. Podremos hacer un
alto en el camino o pedir burros».
«Ya está dejando de llover. Es
mejor seguir».
«Como quieras Maestro. Pero
ahora, con tu permiso, me adelanto».
«Bien».
Timoneo se echa a correr con
Marcos. Jesús, sonriendo, observa: «Quiere que tengamos un ingreso
triunfal».
De nuevo están todos en grupo.
Jesús deja que se metan a hablar con pasión de las diferencias de
las regiones. Luego se retrasa, tomando consigo al Zelote. En cuanto
están solos, pregunta: «¿Por qué te has puesto colorado,
Sinión?». Vuelve a ponerse rojo como las brasas, pero no dice nada.
Jesús repite la pregunta. Simón, más rojo y más callado. Jesús
insiste en la pregunta.
«¡Señor, pero si Tú ya lo
sabes! ¿Por qué me obligas a hablar?» grita el Zelote, dolido como
si fuera un torturado.
«¿Tienes certeza?».
«No me lo ha negado. Sin
embargo, ha dicho: "Lo hago por previsión. Soy sensato. El
Maestro no piensa nunca al mañana". Forzando las cosas, hasta
podría ser así. Pero... en todo caso es... en todo caso es...
Maestro, mete Tú la palabra exacta».
«En todo caso es una
demostración de que Judas es solamente un "hombre". No
sabe elevarse a ser un espíritu. Pero, más o menos, sois todos así.
Teméis por estupideces. Os preocupáis de previsiones inútiles. No
sabéis creer que la Providencia es potente y está presente. Bien,
que esto quede entre nosotros dos. ¿No es verdad?».
«Sí, Maestro».
Un momento de silencio. Luego
Jesús dice: «Pronto volveremos al lago... Será hermoso un poco de
recogimiento después de tanto camino. Nosotros dos iremos a Nazaret
y estaremos allí un tiempo, hacia las Encenias. Estás sólo... Los
otros estarán en familia. Tú, conmigo».
«Señor, Judas y Tomás, y
también Mateo, están solos».
«No te preocupes. Cada uno
celebrará las fiestas con la familia. Mateo tiene a su hermana. Tú
estás solo. A menos que quieras ir con Lázaro...».
«No, Señor» interviene
inmediatamente Simón. «No. Quiero a Lázaro. Pero estar contigo es
estar en el Paraíso. Gracias, Señor» y le besa la mano.
6Hace poco que han dejado atrás
el pueblecillo, cuando he aquí que, bajo otro aguacero, aparecen de
nuevo por el camino inundado Timoneo y Marcos, que gritan:
«¡Deteneos! Está Simón Pedro con unos burros. Le he encontrado
mientras venía para acá. Lleva ya tres días de camino hacia aquí
con los animales, bajo la lluvia».
Se detienen al amparo de un
robledal que resguarda un poco del chaparrón. Y ven venir, montado
en un asno el primero de una fila de borriquillos a
Pedro, que, con la manta que se ha echado sobre la cabeza y la
espalda, parece un fraile.
«¡Dios te bendiga, Maestro!
¡Ya decía yo que estaría mojado como uno que se hubiera caído al
lago! ¡Venga, en seguida, a caballo todos, que Aera hace tres días
que está ardiendo de tanto como tiene encendidas sus chimeneas para
secarte! Rápido, rápido... ¡En qué estado!... ¡Fijaos aquí!
¡Pero no erais capaces de hacerle esperar? ¡Ah, si no estoy yo!
¡Pero, yo digo...! ¡Pero mirad aquí! Tiene el pelo tieso como un
ahogado. Debes estar helado. ¡Con toda esta agua! ¡Qué
imprudencias! ¿Y vosotros? ¿Y vosotros? ¡Infames! Tú el primero,
hermano, que no piensas. Y todos los demás. ¡Bien guapos estáis!
Parecéis sacos caídos a un pantano! ¡Venga, ligeros! ¡Ya no me
vuelvo a fiar de confiárosle! Me falta poco para ahogarme de
horror...».
«Y de lo que hablas, Simón»
dice sereno Jesús mientras el asno trota al lado del de Pedro, a la
cabeza de la caravana asnal. Jesús repite: «Y de lo que hablas. De
palabras inútiles. No me has dicho si han llegado los otros, si han
partido las mujeres, si tu mujer está bien... No me has dicho nada».
«Te diré todo. Pero ¿por qué
te has puesto en camino con esta lluvia?».
«¿Y tú por qué has venido?».
«Porque tenía prisa de verte,
Maestro mío».
«Porque tenía prisa de
reunirme contigo, Simón mío».
«¡Oh, mi querido Maestro!
¡Cuánto te quiero! ¿Mujer, niño, casa? ¡Nada, nada! Todo es feo
si Tú no estás. ¿Crees que te quiero así?».
«Lo creo. Sé quién eres,
Simón».
«¿Quién?».
«Un grande niño lleno de
pequeños defectos, y, bajo estos defectos, sepultadas, muchas dotes
excelentes. Pero hay una que no está sepultada: tu honestidad en
todo. 7¿Y entonces, quién está en Aera?».
«Judas, tu hermano, con
Santiago, más Judas de Keriot con los otros. Parece que Judas ha
hecho las cosas muy bien. Todos le alaban...».
«¿Te ha hecho preguntas?».
«¡Muchas! No he respondido a
nada. He dicho que no sabía nada. Y es así, porque ¿qué sé yo,
aparte de haber acompañado hasta Gadara a las mujeres? Mira, no le
he dicho nada de Juan de Endor. Él cree que está contigo. Deberías
decírselo a los otros».
«No. Ellos, como tú, tampoco
saben dónde está Juan. Inútil decir más cosas. ¡Pero estos
burros?... ¡tres días!... ¡Qué gasto! ¿Y los pobres!».
«Los pobres... Judas tiene un
montón de dinero. Se ocupa él. Estos burros no me cuestan una
perra. Los habitantes de Aera me habrían dejado incluso mil, sin
ningún gasto, para ti. He tenido que levantar la voz para impedir
venir a buscarte con un ejército de asnos. Tiene razón Timoneo.
Aquí todos creen en ti. Son mejores que nosotros...» y suspira.
«¡Simón, Simón! En la
Transjordania nos honraron; hubo un galeote, paganas, pecadoras,
mujeres, que os dieron lecciones de perfección. Recuérdalo siempre,
Simón de Jonás».
«Trataré de recordarlo, Señor.
Mira, mira, los primeros de Aera. ¡Mira cuánta gente! Está la
madre de Timoneo. Ahí están tus hermanos entre la multitud. Y los
discípulos a los que habías dicho que se adelantaran, y los que
luego han venido con Judas de Keriot. Ahí está el más rico de Aera
con sus servidores. Quería que te alojaras en su casa. Pero la madre
de Timoneo ha hecho valer su derecho y estarás en su casa. ¡Mira,
mira! Están irritados porque el agua apaga las antorchas. 8Hay
muchos enfermos, ¡eh! Se han quedado en la ciudad, junto a las
puertas, para verte en seguida. Uno que tiene un almacén de leña ha
puesto a su disposición los cobertizos. Hace tres días que están
allí, ¡pobre gente!; desde que llegamos nosotros y nos extrañamos
de no verte».
El grito de la multitud impide
que Pedro continúe, así que se calla y permanece al lado de Jesús
como si fuera un escudero. Ya han llegado a la gente. La multitud se
va abriendo, y Jesús pasa con su borriquillo, bendiciendo
continuamente mientras pasa.
Entran en la ciudad.
«Donde los enfermos,
inmediatamente» dice Jesús, sin hacer caso de las protestas de
quienes quisieran ofrecerle un techo y darle alimento y fuego por
miedo a que sufra demasiado. «Ellos sufren más que Yo» responde.
Tuercen a la derecha. Ya llegan
al rústico recinto del almacén de la leña.
Abren de par en par la puerta.
Del interior del recinto sale un clamor quejumbroso: «¡Jesús, Hijo
de David, ten piedad de nosotros!». Es un coro suplicante, constante
como una letanía. Voces de niños, de mujeres, de hombres, de
ancianos: tristes como balidos de corderos en pena; acongojadas como
de madres en agonía; descorazonadas como de quien tiene una sola
esperanza; temblorosas como de quien ya sólo sabe llorar...
Jesús entra en el recinto. Se
yergue lo más que puede sobre los estribos, y, levantando la mano
derecha, dice con su voz potente: «A todos los que creen en mí,
salud y bendición».
Se apoya de nuevo en la silla y
hace ademán de volver afuera. Pero la multitud le oprime, los que
han quedado curados se cierran en torno a Él. Y, a la luz de las
antorchas, que al amparo de los pórticos arden y dan viveza de
resplandores al crepúsculo, se ve al gentío que bulle delirante de
alegría aclamando al Señor; al Señor, que casi desaparece en medio
de un tapiz de flores de niños sanados que las madres le han puesto
en los brazos, en el regazo, y hasta en el cuello del asno,
sujetándolos para que no se caigan. Jesús tiene los brazos colmados
de niños, como si fueran flores, y sonríe feliz, y los besa,
porque, sujetándolos como está con los brazos, no puede
bendecirlos. En fin, retiran a los niños. Ahora son los ancianos
curados los que lloran de alegría y le besan el vestido, y luego los
hombres y las mujeres...
Es ya de noche cuando puede
entrar en la casa de Timoneo y reponerse con el fuego y la ropa seca.
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