367. El jueves prepascual. Preparativos en el
Getsemaní.
23 de enero de 1946.
1Apenas
un principio de aurora. Mas ya los hombres imitan a las aves, que
bullen con sus primeros vuelos y trabajos y cantos del día. La casa
del Getsemaní, poco a poco, se va despertando; y se ve precedida por
el Maestro, que regresa ya de la oración hecha en las primeras luces
del alba, después de una noche entera de oración; pero no entra.
Se va despertando poco a poco el
cercano campo de los galileos en la planicie del Monte de los Olivos,
y gritos y llamadas van por el aire sereno, atenuados por la
distancia, aunque suficientemente netos como para comprender que los
píos peregrinos reunidos allí de un momento a otro van a reanudar
las ceremonias pascuales interrumpidas la noche anterior.
Se despierta. la ciudad, más
abajo. Empieza el clamor que la llena (superpoblada en estos días),
con los rebuznos de los burritos (de hortelanos y vendedores de
corderos que se apretujan en las puertas para entrar), y con el
llanto ¡qué conmovedor! de centenares de corderos
que, montados en carros, o dentro de bastos más o menos grandes, o
simplemente a hombros, se dirigen a su trágico destino, y llaman a
las madres... lloran su lejanía, sin saber que deberían llorar la
vida que tan precozmente llega a su fin. Y sigue aumentando, sin
cesar, el rumor en Jerusalén, por el ruido de los pasos en las
calles y las llamadas de una terraza a otra o de éstas a la calle, o
viceversa; y el rumor llega, como el de las ondas marinas, atenuado
por la distancia, hasta la serena hondonada del Getsemaní.
2Un
primer rayo de sol corta el aire en dirección a una exquisita cúpula
del Templo, y la inflama toda, como si un sol hubiera descendido a la
Tierra, un pequeño sol posado encima de un cándido pedestal, pero
bellísimo a pesar de su pequeñez.
Los discípulos y las discípulas
miran admirados ese punto de oro. ¡Es la Casa del Señor! ¡Es el
Templo! Para comprender lo que era este lugar para los israelitas,
basta ver cómo fijan en él sus miradas. Parecen ver relampaguear,
entre el rutilar del oro encendido por el Sol, la Faz Santísima de
Dios. Adoración y amor patrio, santo orgullo de ser hebreos,
aparecen evidentes en esas miradas, más que si hablaran los labios.
Porfiria, que no ha vuelto a
Jerusalén desde hace muchos años, vierte incluso lágrimas de
emoción, mientras, inconscientemente, aprieta el brazo de su marido,
que le está señalando no sé qué con la mano, y se abandona un
poco sobre él, como una recién casada, enamorada de su esposo,
admirada de él, feliz de ser por él instruida.
Entretanto, las otras mujeres
hablan quedo, casi en monosílabas, para consultarse lo que debe
hacerse este día. Anastática, todavía sin práctica y un poco
ajena a este nuevo ambiente, está ligeramente separada, absorta en
sus pensamientos.
3María,
que estaba hablando con Margziam, la ve, se acerca a ella y le pasa
un brazo alrededor de la cintura: «¿Te sientes un poco sola, hija
mía? Bueno, hoy irá mejor. ¿Ves? Mi Hijo está indicando a los
apóstoles que vayan a las casas de las discípulas para advertirles
que se reúnan y le esperen por la tarde en casa de Juana. Se ve que
quiere hablarnos, concretamente a las mujeres; bueno, antes te habrá
dado ya una madre. ¡Es buena, sabes? La conozco desde cuando estaba
yo en el Templo. Era una madre ya desde entonces para con las más
pequeñas de las consagradas. Y comprenderá tu corazón, porque
también ella ha llorado mucho. Mi Hijo la curó el año pasado de
una melancolía mortal que se había apoderado de ella después de la
muerte de sus dos hijos. Te lo digo sólo para que sepas quién es la
que de ahora en adelante te va a querer, y a la que tú vas a querer.
Pero te digo lo mismo que el año pasado dije a Simón cuando recibía
por hijo a Margziam: "Que este afecto no debilite la voluntad de
tu corazón de servir a Jesús". Si así fuera, el don de Dios
te sería más pernicioso que la lepra, porque apagaría en ti la
voluntad buena que un día te dará la posesión del Reino».
«No temas, Madre. En lo que
está de mi parte, haré una llama de este afecto para encenderme a
mí misma cada vez más al servicio del Salvador. No me gravaré con
él, ni gravaré a Elisa, sino que, al contrario, juntas, apoyándonos
y estimulándonos recíprocamente en una santa competición,
volaremos, con la ayuda del Señor, por sus caminos».
4Mientras
están hablando, del campo de los galileos, de la ciudad, de casas
esparcidas por las laderas, del suburbio o quizás es un
barrio que está ligeramente fuera de la ciudad (en una de las
dos vías que van de Jerusalén a Betania, y, más exactamente, en la
más larga, la que Jesús recorre sólo raras veces), empiezan a
llegar discípulos antiguos y recientes; los últimos son: Felipe y
su familia, Tomás solo, Bartolomé con su mujer.
«¿Dónde están los hijos de
Alfeo, Simón y Mateo?» pregunta Tomás, que no los ve.
Jesús le responde: «Ya van
delante. Los dos últimos, a Betania, para avisar a las hermanas de
que estén por la tarde en casa de Juana; los dos primeros, a ver a
Juana y a Analía, para avisarlas de lo mismo. Nos encontraremos a la
ora tercera en la Puerta Dorada. Vamos entretanto a dar la limosna a
los mendigos y leprosos. Que Bartolomé se adelante con Andrés, para
comprar alimentos para ellos. Nosotros los seguiremos lentamente. Nos
detendremos en el barrio de Ofel, junto a la Puerta. Y luego iremos
donde los pobres leprosos».
«¿Todos?» dicen poco
entusiastas algunos.
«Todos y
todas. La Pascua, este año, nos reúne como hasta ahora nunca había
sido posible. Vamos a hacer juntos lo que serán los deberes futuros
de los hombres y mujeres que trabajen en mi Nombre. 5Ahí
viene deprisa Judas de Simón. Me alegro, porque quiero que esté él
también con nosotros».
En efecto, Judas viene jadeante.
«¿Llego con retraso, Maestro? Culpa de mi madre. Ha venido, en
contra de la costumbre y de lo que le había dicho. La he encontrado
ayer noche en casa de un amigo de nuestra familia. Y esta mañana me
ha entretenido hablándome... Quería venir conmigo, pero yo no he
querido».
«¿Por qué? ¿María de Simón
no merece, acaso, estar donde tú estás? Es más, lo merece mucho
más que tú. Así que ve corriendo a recogerla y luego nos alcanzas
en el Templo, en la Puerta Dorada».
Judas se marcha sin poner
objeciones. Jesús se pone en camino, delante, con los apóstoles y
los discípulos; las mujeres, con María en el centro. detrás de los
hombres.
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