Siempre me alegra ver a personas que tienen el alma grande e inmensa. Casi se desborda y les sale por los ojos. Para ellas nunca es bastante. Quieren amar sin medida. Siempre pueden dar más, no conocen sus límites. Cuando aman se entregan, sin cálculos, sin pretensiones, sin medir.
Cuando sirven no esperan que les agradezcan o que les sirvan de la misma manera. No llevan cuentas del bien que hacen, ni del mal que reciben. Tienen el alma grande, honda, llena. Eso me conmueve. Tal vez porque la tentación habitual suele ser el egoísmo.
El egoísmo que comienza en el yo, en ese pequeño ser que vive en mi interior y determina todo lo que hago. Ese ego que cuestiona mis pasos y no quiere vivir sin recibir nada. Observa la realidad desde su perspectiva. Decide lo que hace de acuerdo a su conveniencia. Su mirada determina cómo es la realidad. Acoge y rechaza. Acepta y renuncia. Sufre y se alegra.
Decía el Dr. Mario Alonso Puig: «Según cómo nos hablamos a nosotros mismos moldeamos nuestras emociones, que cambian nuestras percepciones. La transformación del observador (nosotros) altera el proceso observado. No vemos el mundo que es, vemos el mundo que somos».
El mundo lo miramos bajo el tamiz de nuestros pensamientos. Y esos pensamientos, a veces deformados, producen hondos sentimientos que nos hieren, entristecen, desestabilizan. Juzgamos la realidad bajo el color del cristal por el que miramos. Un dicho español lo refleja: «Piensa el ladrón que todos son de su condición».
Vemos la realidad como la pensamos en nuestro interior. Y creemos que todos ven lo mismo, de la misma forma. Por eso nos cuesta pensar que alguien pueda tener intenciones puras cuando nosotros no las tenemos.
En la serie de Isabel la católica, en uno de los capítulos, el cardenal Mendoza le dice al confesor de la reina, fray Hernando de Talavera: «No me fío de vos. Sois tan virtuoso. Aún no sé qué ambicionáis, pero lo averiguaré». Y él le contesta: «No todos los siervos del Señor estamos hechos de la misma madera».
Nuestra forma de mirar está basada en el concepto que tenemos sobre la vida, sobre nosotros mismos, sobre los demás.Proyectamos hacia fuera el concepto sobre la realidad que tenemos grabado en nuestro interior. Nuestros deseos y ambiciones.
¡Cuánto nos cuesta cambiar la forma de mirar y de juzgar! ¡Cuánto nos cuesta cambiar los pensamientos que determinan nuestras emociones! Antes de saber qué está pasando a nuestro alrededor, ya tenemos un juicio formado.
Nos cuesta entender que los demás no vean la realidad como nosotros la vemos. Siempre pienso, cuando hablo o escribo, que el que me escucha o lee lo hace desde sus categorías.
Sé que muchas veces no leen lo que escribo y no escuchan lo que digo. Leen y escuchan las mismas palabras. Pero entienden de acuerdo a lo que han vivido en su corazón previamente. No pueden desprenderse del concepto grabado en su alma.
Yo tampoco puedo. Yo también lo hago. Pienso por eso que muchos, cuando veían a Jesús caminar por las calles, cuando oían sus parábolas y discursos, cuando miraban sus gestos y las personas con las que estaba, pensarían que Jesús tramaba algo, ambicionaba algo, querría poder y puestos importantes.
No verían intenciones totalmente puras en sus gestos de amor. Pensarían: «¿Qué ambiciona este hombre?». Aplicarían a su forma de amar su propia mirada, tal vez deformada. Jesús no podía amar, pensarían ellos, sin esperar nada.
¡Cuánto nos cuesta pensar bien de los demás, de los virtuosos, de los honestos! Aplicamos nuestros conceptos y deseamos encontrar segundas intenciones. Construimos sobre el molde, más o menos rígido, que hemos ido cimentando en el alma. Salirnos de él parece muy difícil. Pero no es imposible. Desmontar pensamientos enfermizos y construir pensamientos positivos para la vida, está en nuestras manos.
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