La escena evangélica de este miércoles primero de Cuaresma nos muestra a un Jesús bastante enfadado, y diciendo palabras duras. No es de extrañar si leemos los versículos anteriores, en que el Señor ha expulsado a un demonio mudo, y la reacción de «algunos» es acusarle de que actúa bajo el poder de Belzebú, príncipe de los demonios. Es la ambigüedad de los signos (milagros). La multitud se quedó admirada, pero «algunos de ellos» pasan al ataque y además exigen un «signo del cielo». La ambigüedad de los signos y la mala actitud y la predisposición a «mantenerse en sus trece».
Me hacía esto recordar algo que está ocurriendo hoy en nuestra Iglesia. Algunos hermanos, defensores a ultranza del Papa y sus enseñanzas, y de las tradiciones y costumbres de la Iglesia, se sienten incómodos, nerviosos, rebeldes y dispuestos a atacar cuando «este Papa» no parece de su agrado, y ven gestos y subrayados que les inquietan, así como el «riesgo» de que se cuestionen o sometan a discusión aspectos «intocables» aparentemente,, hasta hace muy poco. El Papa Francisco le decía a los últimos Cardenales recién creados: «Esas personas obtusas que se escandalizan ante cualquier apertura, ante cualquier paso que no encaje con sus esquemas mentales, ante cualquier caricia que no corresponda a su forma de pensar y a su pureza ritualista».
Pensaba también que la «resistencia al cambio» es algo bastante generalizado en todos. Nos defendemos de los cambios. Unas veces pensamos que todo está bien (más o menos) y no es necesario hacer nada. Otras veces vemos muy claro lo que tienen que cambiar... los otros. O nos defendemos diciendo que «siempre ha sido así» y por lo tanto no puede ser de otra manera. O quizá sí creemos que habría que cambiar algo, pero... mañana, para lo mismo responder mañana. Que se encargue otro de intentar los cambios, etc. O incluso pretendemos cambiar a «lo de antes», cuando lo de «antes» ya no es «ahora».
La llamada de Jonás en la primera lectura, y de Jesús en el Evangelio es a hacer un «cambio de vida». La «conversión» a la que nos llama la Iglesia es a un «cambio de vida». No es lo mismo hacer un cambio de vida, que hacer algunos cambios en la vida. No se trata de volver a confesarse de algunas cosas (aunque esté muy bien hacerlo, claro), y que en la práctica van a seguir «ahí».
En la mentalidad bíblica, «convertirse es cambiar. Cambiar de actitudes y de pensamientos, porque lo que solemos pensar y lo que solemos hacer no favorece la llegada del Reino de Dios. Convertirse es darse la vuelta, dar la espalda a algo, dejar de mirar una cosa para mirar otra. Dejar de mirarse a uno mismo para mirar las necesidades del prójimo y preguntarse cuál es la voluntad de Dios sobre uno mismo y sobre los demás. No es un gesto que se realiza una vez, algo así como si cuando uno se ha dado la vuelta y ha dejado de mirar hacia dónde no toca, ya tuviera resuelto su problema. Darse la vuelta, en nuestro caso, no es un movimiento físico, sino una tarea existencial, que hay que renovar en cada momento» (Martín Gelabert, op).
Y ¡uf! Esto sí que nos cuesta a todos. Bastante más que «40 días». Una tarea existencial. En el «
Evangelio de los marginados» (Francisco) es donde
se juega nuestra credibilidad como Iglesia. Sólo podremos seguir siendo levadura en la masa si nos teñimos de ternura, misericordia, compasión y caridad con los pobres.
Es una invitación a liberarse de las costumbres, de las presiones sociales, de las opiniones públicas, para dejarse llevar por el soplo del Espíritu. La conversión adquiere una forma concreta mirando y escuchando a Jesús: se trata del respeto a los pequeños y a los débiles, de la compasión por los que sufren, de practicar el perdón, de abandonar los caminos de la violencia, de entrar en el camino del amor y del servicio.
Concluyendo nuestra breve reflexión:
- La llamada a cambiar de vida va dirigida a mí.
- No se trata de «tunear» y hacer algunos reajustes
- Aprendamos de la reina de Saba a ponernos en camino (salir) para escuchar la sabiduría de Jesús, contemplarle, aprender su mirada, su compasión, su cercanía, su caridad
-Aprendamos de los ninivitas a escuchar la Palabra... y convertirla en acciones, sin retrasos ni excusas, ni esperando «signos» celestiales.
- Venzamos, como Jonás, la resistencia para salir, «
ir a buscar, sin prejuicios y sin miedos, a los lejanos, sin miedo a la ternura y a la compasión y acoger evangélicamente a todos los que llaman a la puerta" (Francisco)
- Invoquemos, fervientemente al Espíritu, que llevó a Jesús al desierto para plantar cara a nuestras tentaciones y vencerlas (incluida la resistencia al cambio)
- Y que la caridad sea el criterio de nuestra auténtica conversión: "
La caridad no puede ser neutra, aséptica, indiferente, tibia o imparcial. La caridad contagia, apasiona, arriesga y compromete, porque la caridad verdadera siempre es inmerecida, incondicional y gratuita". (Francisco)
Enrique Martínez, cmf
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