Los seres humanos nos agarramos a la vida. El temor a perderla, sobre todo cuando va unida al amor, nos lleva a internar todo para que no se escape. Su marcha deja nuestro corazón herido, resentido, necesitado a menudo de una profunda y reposada curación.
Algo semejante le acontece a la Iglesia. El calendario litúrgico transmite la sensación de que la comunidad cristiana hace todo lo posible para que el tiempo de Pascua no acabe. Lo prolonga durante siete semanas, lo alarga como de tapadillo dedicando el primer domingo siguiente a la solemnidad de la Santísima Trinidad, se concede otra especie de prórroga que lleva al Corpus Christi, a la fiesta del Corazón de Jesús, a la celebración del Corazón de María…
Nuestras comunidades ya se han reunido tres domingos después de Pentecostés, pero en realidad el primer domingo ordinario-ordinario ha sido el de ayer. Hasta ahora el recuerdo inmediato de la Pascua se colaba aún en nuestras celebraciones. Nos hallamos ya en este tiempo tan bello, el Ordinario, en el que vamos recordando y celebrando los misterios de la salvación en el transcurrir de las semanas y los meses.
En la celebración cotidiana de la Eucaristía seguimos escuchando fragmentos de los capítulos 5 y 6 del evangelio según san Mateo acompañados por trozos de la segunda carta de Pablo a los corintios. Ya hemos meditado las bienaventuranzas; se ha recordado nuestra vocación de sal y luz; Jesús nos ha explicado el significado profundo de algunas realidades importantes: “habéis oído que se dijo…, pero yo os digo…”. Estos días la Palabra nos invita una vez más a la hondura, a que no nos quedemos en mandatos a los que es fácil apelar sin dejar de vivir superficialmente. A lo largo de la vida el Señor nos invita con dulzura a la calidad, al crecimiento, a ir dejando que nuestra vida se vaya asemejando más a su sueño sobre nosotros. Renovemos al comenzar la semana nuestro propósito de ser buenos caminantes. No es tiempo de ojo por ojo; es tiempo de ofrecer una segunda mejilla, de acompañar otro kilómetro más, de entregar la capa junto a la túnica. Tiempo ordinario: tiempo bendito por Dios.
Oremos unos por otros. Pidamos la intercesión de quienes, como santa María Micaela, supieron vivir abiertos al inmenso amor de Dios.
Vuestro hermano,
Pedro.
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