Tengo cincuenta años. Cuando tenía trece o catorce, quizá buscando excusas para desengancharnos de lo que nos costaba, mis amigos y yo criticábamos mucho a la gente que iba a misa a enseñarse, para que se les viera, para que otros se dieran cuenta de que estaban allí.
Es probable que la crítica fuera desproporcionada: ni eran tantos ni era para tanto. Pero algo de razón teníamos. En aquella sociedad de medio-cristiandad la participación en el culto y las prácticas de Iglesia implicaba cierto mensaje colateral: “aquí estamos nosotros”. Unos veinte años después tuve una sensación parecida: en una España bastante distinta mostrarse públicamente católico volvía a otorgar cierto pedigrí. Se trataba de un catolicismo distinto, pero que compartía con el anterior el deseo de notoriedad, de visibilidad, de llamar la atención.
Ayer recordaba a un claretiano difunto. Hoy podría apelar a uno vivo, valiente misionero español en América Latina, que en nuestros años de estudiantes de teología repetía mucho: “Dios es discreto, Dios es discreto”. La frase me acompaña desde entonces. Es verdad: le podemos aguardar en el huracán y no está; en el terremoto y tampoco; en el fuego, ¡y resulta que se muestra en la brisa suave! (cf. 1 Re 19). Podemos esperarle en las apariencias y la buena estatura y resulta que está en el único de los ocho hijos que no nos enseñan, como David (1S 16), o en la jovencilla de Nazaret que no sabe de palacios, casas de renta ni grandes familias.
No tenemos que ocultarnos. Hace pocos días se nos invitaba a ser sal y luz. No debemos avergonzarnos del tesoro que hemos recibido, pero debemos pedir mucho la gracia de la discreción. Estamos leyendo una de las cartas a los corintios: no somos el tesoro, somos la vasija de barro; no somos el Señor, somos sus discípulos. En nuestra vida sigue habiendo demasiada trompeta y más ostentación que la deseable. Volvamos al texto: salgamos al encuentro de nuestro Padre, el que está en lo escondido.
Vuestro hermano
Pedro
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