Queridos hermanos:
Moisés está en el desierto, se halla fugado por defender a un compañero maltratado, allí es donde se le aparece Dios y le encomienda uno de los acontecimientos más impresionantes de la historia: la salida de Egipto. Dios se le presenta en la zarza ardiendo y le propone un proceso: “Quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es terreno sagrado”. Quítate las seguridades falsas, despréndete de muchas cosas para entrar en la Vida que es sagrada y no necesita el añadido de adjetivos (religiosa, cristiana, espiritual…), simplemente es la Vida.
Dios que es el Dios de la historia, de los padres, el Dios de Abraham, Isaac, Jacob; el Dios de la Vida: “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a liberarlos de los egipcios y sacarlos de esta tierra, para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel”. Separamos con frecuencia la fe de la vida, haciendo de Dios algo anticuado o del pasado, algo abstracto por eso Moisés pregunta: “Si ellos me preguntan cómo se llama este Dios, ¿qué les respondo? Dios dijo a Moisés: Yo soy el que soy. Esto dirás a los israelitas: Yo soy me envía a vosotros”.
Conocemos la liberación de Israel y los cuarenta años del desierto, pero si la gente nos pregunta cómo se llama nuestro Dios y qué es lo que hace hoy por nosotros ¿qué les respondemos? Esperemos que no sean ciertos conceptos, sino su forma de actuar y obrar hoy en medio de los hombres. Tenemos que tener claro que el Dios de nuestra fe está allí, donde el pueblo sufre y es explotado. Está en la vida diaria de los que nos sentimos prisioneros de este sistema, que a veces adoramos como un ídolo, en los que se sienten oprimidos, por tantos faraones que esclavizan a diferentes pueblos. Él nos envía como a Moisés, después de un proceso de conversión, para sacarlos y sacarnos de esa situación.
Como dirá Pablo en la segunda lectura: “Todos atravesaron el mar y todos fueron bautizados en Moisés por la nube y el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron de la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo”. Aquella historia de liberación, aquellos cuarenta años de desierto, son símbolo de la cuaresma, de el paso liberador de la muerte a la resurrección, de la Pascua. Cristo y el Evangelio son la respuesta, el “Yo soy”, que nos invita a transformar nuestras vidas, a entrar descalzos en el misterio de la vida.
El texto del Evangelio de este domingo supone un cambio de mentalidad, algunos piensan que las desgracias que ocurren es por ser pecadores o más culpables que otros. Jesús nos recuerda: “Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”. La parábola de la higuera estéril que nos cuenta a continuación, acentúa la misericordia y la paciencia de Dios ante la pereza humana, pero aún nos deja tiempo: “Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás”. La cuaresma es tiempo de regar, arar, cultivar, abonar… (orar, celebrar, meditar…) y hacer presente la liberación allí donde está la vida: la familia, el trabajo, la oficina, la escuela, la parroquia, los vecinos, las instituciones públicas.
Termina la segunda lectura de hoy a los Corintios: “Por lo tanto, el que se cree seguro, ¡cuidado!, no caiga”. Caminemos descalzos, ante la zarza ardiente de Dios, que es fuego y luz y en el terreno sagrado de la vida de los hermanos, sobre todo de los que sufren. Tendremos un largo camino que recorrer, para cambiarnos como Moisés, por dentro de nosotros mismos y prestemos sobre todo atención a los signos a través de los cuales en Señor habla.
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